jueves, 20 de mayo de 2010

Rus de Kiev

—Rus de Kiev —dijo el maestro. Rus de Kiev.
Un insoportable horror hizo presa en mí. Sin poder
contenerme, respondí:
—Está en ruinas, se ha quemado. Ese lugar no existe.
No está vivo como Venecia. Es un lugar en ruinas, frío,
sucio y desolado. Sí, ésa es la palabra. —Estaba
mareado. Creí distinguir una ruta de escape de aquella
desolación, pero era fría y oscura, una ruta tortuosa que
conducía a un mundo de eternas tinieblas donde el único
olor que emanaba de las manos, la piel y la ropa era el
olor a tierra.
Me aparté de la mesa y salí precipitadamente de la
habitación. Atravesé todo el palacio a la carrera. Bajé la
escalera corriendo y crucé las estancias inferiores que
daban acceso al canal. Cuando regresé, hallé al maestro
solo en la alcoba. Estaba leyendo, como de costumbre.
Leía el libro que le había impresionado más
recientemente, Consolación de la filosofía, de Boecio.
Cuando entré, alzó la vista del libro.
Me detuve en el umbral, pensando en mis recuerdos
dolorosos. No conseguía atraparlos. ¡Paciencia! Se
desvanecían en la nada como hojas en un callejón, las
hojas que el viento acumula sobre los tejados y a veces
se deslizan por las tapias verdes de los jardines.
—No quiero —dije de nuevo.
—Algún día lo recordarás con claridad, cuando tengas
la fuerza suficiente para sacar provecho de ello —repuso
él, cerrando el libro—. Pero ahora deja que yo te
consuele.


[
Armand el Vampiro, Anne Rice]

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