Tenía
diecinueve años y no sabía nada del mundo. También tenía ganas de
bailar por la noche hasta que me dolieran las rodillas, de tirarme al
río, de pelear por algo. Mi única responsabilidad era no tener
responsabilidades. Iba a clase todos los días, de nueve menos cuarto
a dos, para aprender todo lo que pudiera aprender. Las palabras se
encogían entre las sienes y me explotaban debajo de los ojos. Yo no
sabía vivir con tanta luz y, sin embargo, vivía así, ciega desde
las cuatro de la mañana hasta las diez y media de la noche. Dormía
mucho y no dormía nunca.
La
gente tenía la boca llena de cosas hermosas. Nunca aprendí a
declinar bien. El chico del supermercado se llamaba Klaus y me
decía Grazie mille tras la retahíla en alemán.
Leía Rayuela en el metro, leía a Zizek, leía a
Dostoievski y a Herta Müller. Lloraba con los peines y los guardias
y el muro. Me bañaba tardes enteras en los lagos. Descubrí mi
cuerpo y vi que mi cuerpo era hermoso y escribí muchos poemas a mi
cuerpo. Me desnudaba en las rocas de los lagos y escuchaba música
hasta que me agotaba y las palabras de F se volvían muy fuertes en
mis oídos y le juraba que en España se bebía bien, muy bien.
No
tenía miedo de la noche y volvía a las peores horas, segura bajo las farolas a medio encender. Nunca me atreví a escribir sobre
las pintadas en los puentes en las estaciones, pero quise hacerlo. Quise dibujar gatos. Abandoné grullas con poemas llenos de dolor, de
adolescencia, me abandoné en todas las estaciones de todas las
líneas de metro. Entonces era muy tímida, en el silencio
cómplice de ver fundirse las luces.
Lo
deseaba todo. Tenía un hambre salvaje de todo y me saciaba. Hundía
las manos en las fresas, las uvas, los melones, los arándanos, las
cerezas. Quería saber todos los nombres de la alegría. Compraba
carne y me daban ganas de morderla hasta llenarme la boca de sangre,
hasta que me sangrasen a mí las encías y yo también fuese carne.
Iba a mercados turcos para olerlo todo y marcharme con los ojos
bajos, sin comprar nada, indecisa entre las especias. Escuchaba toda
la música que podía, me colaba en todos los festivales, nunca me
bastaban los tipos de pan. Aprendía palabras para hablar de lo que
me gustaba, me enganchaba demasiado a las palabras. Las
repetía. Las gritaba.
ganz
alles
immer
Me
enamoraba todos los días, cuatro o cinco veces. Tenía una necesidad
absoluta de apretar mi piel contra la piel del mundo e ir
fundiéndolas e ir cerrando los ojos hasta el blanco. Quería besar a
todas las mujeres y a todos los hombres. Quería regalarles todo mi
dinero. Suplicarles que me cortasen el pelo hasta la raíz.
Esconderme en sus casas durante horas. Dibujaba en los parques y me
sorprendían los turistas tanto como me sorprendían los alemanes,
pero yo les daba la bienvenida. Yo era un círculo saludando al
mundo.
Mi
cuerpo se iba consumiendo y yo mordía, comía chocolate y bebía
leche muy densa, como de madre, como de principio. Me gustaba mi
cuerpo en el espejo. Me pasaba horas frente al espejo, hasta que me
quedaba dormida y bajaba a ver otros ojos y luego descubría músicos
callejeros que me ofrecían Jägermeister y nunca les decía que sí.
Me sentaba a las orillas del Spree con los ojos fijos en la luz y el
tiempo simplemente pasaba. Quiero decir que me quedaba allí, las
piernas colgando y las uñas rotas, viendo el sol hacerse agua y a la
ciudad despertarse, y me parecía estar en el perfecto centro del
mundo, de mi mundo, de mí misma. Y era feliz.