lunes, 20 de diciembre de 2010

Segundas oportunidades

Dime que debería quedarme por ti,
dime que podría tenerlo todo…
Estoy demasiado cansado para que me importe.

Y Alois movió la cabeza en señal de negación, y avanzó dos pasos, y dejó escapar una carcajada triste...
-Querido Arthur, me sorprende la de gente que se desliza por mi vida sin dejar poso. Creo soy como un terreno yermo e impermeable, como desiertos de plástico y vinilo. No puedes tocarme ya. Conociste la ilusión de tenerme, pero es y será siempre una quimera blanca. Enrédate con ella; no me reiré, no lo disfrutaré, pero no sé de compasiones vacías. Escúchame. Ningún tren pasa dos veces y, por eso, necesito vivir al máximo, sabiendo quién soy con intensidad nueva. Necesito respirar mi aire, no la saliva viciada de tus viejos cigarrillos o el sabor de tu piel entenebrecida por los violines. ¿Y qué? ¿Qué, ahora? ¿Qué, cuando caes con cada palabra, con cada acto, con tu egoísmo tan humano? Me dirás que yo también me equivoco, que soy ególatra e individualista, que no me importan las emociones, que genero asco. Es cierto, lo acepto: tienes razón. Pero deja que te diga algo: existe una diferencia. A ti te importa; a mí, no. ¿Lo has oído? Por eso mis personajes sienten. Porque yo no puedo. Y quiero… ¿quiero? No me hagas reír, Arthur. Enciende tu maldito cigarrillo y olvídate de mí. Araña la espalda de otro; gemirá en tus labios y así -sólo así- sabrás que vive. Yo llevo la muerte tatuada en el pecho. No puedes cambiar eso.
Lo siento, es demasiado tarde. Para todo, para nada… para ti y para mí. Extiendes los brazos y ansías tomar rosas de vientos fríos que hoy son ya lirios; donde antaño llovía, no existe ahora sino el sol y el desvelo. Vete. Por lo que más quieras, deja de llorar como un imbécil, y márchate. Está bien, está bien; tienes razón. Soy yo quien debe irse. Tu tienes una existencia de cuadrados, sentimientos y latidos. Sabes demasiado bien, querido, que yo no necesito respirar. Bésame. Una vez más. Tus labios y el tacto antiguo de tus dientes en mi hombro. Quieto. No quiero marcas, ¿olvidas que no soy tuyo? ¿Olvidas que nunca lo he sido?
¿Querías que me fuese? No, no necesito mi ropa. Tampoco el teléfono. Puedes quedarte los símbolos vacíos. Y, definitivamente, no quiero que me acompañes a la puerta. Sería ridículo que volvieses a llorar. Tu tren se ha escapado en el horizonte. Te lo has ganado a pulso, día a día, palabra a palabra. No tienes la menor idea de cómo jugar con las mariposas. Tus manos torpes quiebran las alas, arrancan las diminutas patitas y se llevan los suaves colores de la vida con una crueldad que el propio Vlad envidiaría. Ya ha sido bastante. No hay segundas oportunidades. Sí, sé que el viejo profesor de matemáticas te decía que no importaban tus errores, pues siempre podrías intentarlo de nuevo. Era sólo un idiota, creando y programando idiotas para continuar religiosamente esta sociedad idiota. Las segundas oportunidades no existen. Yo no voy a dártelas, pues la vida jamás me las ha entregado ni me ha enseñado cómo hacerlo. Ahora me toca reírme. Adiós, Arthur. Y que te vaya bien.


Nota final: Escribí este texto hace ya un tiempo... ¿una semana? ¿Dos? Fue un delirio breve, un diálogo bilateral. Tengo la rara costumbre de crear personajes opuestos y darles valores relacionados con estados de ánimo y sentimientos. Lo siento, Arthur me cae mal. Es un perfecto imbécil; lo ha sido desde que surgió de mi pluma. Y Alois... Alois es la clase de persona a la que nadie querría y que, por desgracia, a veces me saluda desde el espejo, al igual que Nemo. Paranoias sin sentido que, a veces, necesito escribir, lejos de la mera poesía en prosa. ¿Inspiración? Una película de los años cincuenta y una canción de Stone Sour. Y la sensación de dejar que algo dentro de mí se desvanezca, como el humo de un cigarrillo en el aire...

jueves, 9 de diciembre de 2010

Nada, y la nada misma

Me tomas de la mano y me llevas más allá del río de esquirlas,
donde los helechos son cristales agudos
y el vacío pende como una espada sobre nosotras,
bajo aguas que acarician sangre de niños degollados
y bilis de carneros coronados de lirios.
Y juras por el tiempo, por la vida y por la historia.
Y lloras, con tu corazón de carne herida.
Pero a mí me duele este vacío en todo el cuerpo;
una extensión yerma y blanca
entre esencias impuras y gasolina quemada.
Me duele esta ausencia en cada tramo de mi piel,
esta ausencia del sentir que me arrastra y me doblega,
que me obliga a yacer entre olvidos más ciertos que la muerte.
Porque no basta tu calor para mi cruz humana,
ni tus palabras para mi alma de anhelos.
Porque no entibian tus dedos mis rosas marchitas,
ni siquiera al ser arrojadas desde las cimas ocultas.
Que río, que te busco, que gimo, que muero
entre tus brazos de sirena, amazona y náyade.
Por y para nada.
Pues es la nada la muerte misma,
y ésta me ha marcado con sus mil mariposas.
Déjame sentir, ¡déjame sangrar mi tristeza de lunas!
Déjame respirar lejos de mi aire asfixiante
y mata, muere, vive, eleva y cae.
Porque duele, duele, duele,
porque es aire denso y amarillo
que asfixia, hierve y quema, pero no rasga.
Aguamarinas de cristales rotos en tu mirada oscura.
Una vez más. Y basta.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Blanco nuclear

Cuando el despertador inundó la habitación entera con su rítmico y molesto sonido, Alois llevaba ya casi dos horas lejos del mundo de los sueños. Y, sin embargo, nada en la estática posición de su cuerpo, en el lento ascender y descender de su delgado pecho o en la sonrisa que curvaba sus enrojecidos labios parecía advertir al común espectador de que se hallase despierto. Ni siquiera Arthur lo sabía. No. Poco importaba que sus brazos se enredasen en torno al flexible cuerpo de Alois, o que su pecho buscase el latido eterno en el del ajeno. No. La respuesta era una negación absoluta de la conciencia: así había sido, así era y así sería por siempre. Que los dioses les guardasen a ambos, pero en especial al desventurado.
Alois parpadeó un segundo y gruñó como un pequeño animalito al sentir el movimiento del cuerpo de Arthur, que se tensaba en el titánico esfuerzo de alcanzar el despertador y apagarlo antes de que el estridente ruido les arrancase por completo del sueño. Alois sabía que frente a sus ojos se entrelazaban las ilusiones blancas de auroras y, por eso, cuando la mano suave de Arthur viajó por su costado buscando la suya, procuró que no la encontrase. Un gesto quizá fuera de lugar, incluso cruel, pero cuyos motivos eran conocidos por Alois. Sabía de ellos demasiado bien.
-¿Quieres jugar? -La voz de Arthur fue apenas un susurro cerca de su oído. Alois negó lentamente. Le hubiera gustado pedirle que se callase, pero no lo hizo. Al fin y al cabo, el otro no tenía la culpa. Nadie la tenía y, aún así, todos se empeñaban en buscarla. Unos, se nombraban a sí mismos culpables en un egoísmo de planetas sin destino. Y otros, los más, le culpaban a él, con el índice farisaico alzado y el veneno rosado bajo la lengua bífida.
Arthur no dijo nada. Alois le sintió erguirse cuando él se sentó en la cama para alcanzar su cajetilla de tabaco y encender un cigarro. El olor familiar del humo invadiendo sus pulmones le calmó, como un emisario del suicidio lento y seguro en que había convertido su vida. Qué paradójico, ¿no? Se acercó a la ventana en completo silencio, sin mirar atrás, sin hacer el más mínimo gesto de buscar una sábana con la que cubrirse. Hacía mucho tiempo que había perdido el temor a la desnudez del cuerpo.
Jugaba a imaginar las formas que el humo grisáceo adoptaría, tal como de niño se había divertido pintando con brillantes colores el destino que, de eso estaba seguro, le aguardaba entre las esquinas contrarias de la existencia. Pero el azul marino, el naranja brillante y el morado intenso jamás habían sido más que eso: colores cuya pertenencia a la realidad no se revelaba más clara o más cierta que la de las esculturas de humo vacuo. Alois se había perdido a sí mismo hasta que no había quedado nada que encontrar y, entre los fríos riscos que rodeaban la cueva donde los ermitaños moraban, Alois trazaba ahora las últimas señales de lo que él había sido y ya jamás sería. Se construía a partir de cada marca sobre su piel y buscaba las manos del hombre para labrarlas, convencido de que lo creado por el ser humano podría traer a su espíritu el calor olvidado de la vida.
Qué equivocado estaba… qué terriblemente equivocado estaba. Los cinceles de carne no abandonaban más que rastros perecederos, y no había mundo ni cielo en la voz de las personas. Alois lo comprendía; no existía más que un instante puro, el último, el de las mil agonías contrarias firmemente enlazadas. Y, después, nada. Después tan sólo el arduo despertarse del día siguiente, después la luz del sol que hacía hervir el cianuro en las venas de cobre, después las manos extrañas en su piel marcada, después las promesas abandonadas entre dos rosas de cristal. La nada misma era la que le otorgaba la bienvenida con los brazos abiertos.
Quizá por eso prefería el frío de la mañana junto a la ventana entreabierta, antes que el cálido abrazo de Arthur. Quizá por eso sus labios, heridos de muerte y de arena, se apretaban con suavidad justa en torno al cigarrillo. Quizá por eso sentía esa pulsión del otro lado en lo más hondo de su pecho, como mil lirios recién florecidos que le llamasen y tratasen de seducir sus sentidos. Él no se dejaría arrastrar. Necesitaba de la vida para completar su búsqueda inconclusa de la quimera perfecta, ésa que le ayudaría a quebrar esquirla a esquirla los hielos que le rodeaban y que le mostraría la clara realidad: él no respiraba entre blancos metales y nieves finitas, sino que su mismo corazón había sido esculpido con agua helada y cieno. En cuanto el sueño traspasase la coraza blanca, todo terminaría. Era posible que eso buscase Alois con cada aliento, tal como la mariposa pálida ronda la llama de la vela hasta que sus alas prenden y su diminuto cuerpo se consume en un estallido irrevocable.


Nota final: Esto tiene que ver con 'Cause I feel like I'm the worst, so I always act like I'm the best... No hay demasiado que decir. Tan sólo que hace frío. Mucho, mucho frío. De ése que lo inunda todo, y no deja resquicio alguno sin recorrer, y no es de vida o de sangre.
La imagen pertenece a la genial película The pillow book.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Cenizas blancas

Dime que estoy viva. Dímelo una y otra vez, para que pueda creerte, para que no quede rastro alguno de la arena seca en los mármoles negros, y no sea sino sangre lo que corre sobre las tierras antes yermas y escarpadas. Dímelo con tus manos entretejidas de corales, con tu boca sedienta de cielos, con tus rosas abiertas y llorosas. Dímelo hasta los infinitos contrarios y clávame en la cruz de las quimeras fracasadas, para que conozca el sabor acre de la derrota y resurja de él aferrándome a tu cuerpo blanco. Oblígame a entender que tu cuerpo es el único asidero posible entre olas que se entrelazan y háblame de esa eternidad en la que no creo.
Dime que estoy viva. Pídeme que te ansíe mientras mi corazón todavía lata y muéstrame el curvarse de tu cuerpo en esa danza que tan sólo las dos -tú, yo- conocemos, en la que nos anudamos y nos buscamos hasta el paroxismo agudo. Y duele, y me equivoco, y ruego, y busco, y muero, y grito en tus oídos blancos, y sé con cada respiración, con la plenitud absoluta del instante eterno, que estoy viva.
Dímelo. Dímelo mientras mis labios todavía enrojezcan bajo tus besos.


Nota final: Remotamente inspirado por While your lips are still red, de Nightwish. Confusiones y luz. Mucha luz. Hermosa, blanca y viva. Viva. La fotografía, a cargo del más que genial Gregory Colbert, ha formado parte de la exposición itinerante Ashes and Snow.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Veritas


Y son mil silencios flotando en el aire, frágiles como mariposas cuyas alas se hubiesen tornado de cristal. Caen, quiebran, matan, mueren. Sangran. Porque es tierra de verde, y de fuego, y de vida. No el desierto yermo en que crucifiqué mis dedos ante sus piedras, no la llanura de blancos y de muerte frente a la que los manantiales se tornaban secos y el agua era veneno en la garganta, gasolina ardiente en venas de plástico y cobre.
Pero llegaste tú. Llegaste tú y los soles temblaron un instante, oscuros de luz y de certidumbre. Llegaste tú y amainó el viento, y rugieron las sales vírgenes en los mares contrarios. Llegaste tú y se elevó del mundo entero un grito, que no era ya silencio ni ausencia, sino rosas rasgadas y enrojecidas por tus besos. Llegaste tú y se abrieron las siete puertas de los siete palacios, y se postraron ante ti los dioses en el suelo, con las ropas rasgadas y las cadenas brillantes. Llegaste tú y alzó el brazo Amor Victorioso, y lloraron las plañideras frentes a las tumbas de los héroes vacíos, y vino de las nubes un canto de alondras y riachuelos vivos.
Llegaste tú y rendiste los muros de la ciudadela, y con las manos desnudas, sin escudo ni espada, te aventuraste en las sendas. Serpenteaste entre negruras y rojizas umbrías, con un susurro de violetas en tu oído y una guirnalda de lirios enredada en tus muslos de náyade. Era tu voz como mil cascadas de agua rotas entre las piedras, tejidas de vida y de anhelo. Me arrastraste a las viejas hojas de primavera, entre mil iris oscuros. Y arrancaste de mi espíritu el grito.
Gracias. Gracias en las mil y una alturas de mi voz humana.


Nota final: Me ha quedado un poco extraño, un tanto pseudo-poético, pero muy sincero a un tiempo. Y es eso.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Agua

Ella no ve las luces encendidas a ambos lados de la carretera, ni escucha el sonido distante de los coches. Camina, la calle desierta, los viandantes acurrucados como palomas que no son de paz bajo los arcos, el fulgor estelar oculto por el veneno y la culpa. Tiembla el hielo entre la hiedra y las flores blancas, semejantes a las que cubren las tumbas de los desventurados. Ella camina, sin ver más allá que la sombra oscura a la que traicioneramente se llama senda, sin sentir otra cosa que las gotas de lluvia estrellarse rítmicamente contra su piel. Aprieta los brazos contra su pecho, sosteniendo un bulto, como una adúltera que en tiempos antiguos llevase consigo al prohibido fruto de su vientre para abandonarlo a las puertas de un orfanato. Y, sin embargo, compara la extensión de sus dedos a las armas de los lirios y conoce las curvas del desierto yermo que cobija y que la anega con sus tormentas eternas. No puede hacer nada. Tan sólo asfixiarse lentamente en el temblor de las ciudades quebradas. Camina. Un paso, dos, tres. Y ahora son cuatro. Casi corre.
No es una princesa de los tiempos modernos, no es una adúltera engrandecida entre letras escarlatas, no es un juguete en manos del destino. Es una mujer. De carne y de agua, pero sobre todo de nieve y frío. Mírala. Presta atención a su paso firme y a la decisión con la que sus botas militares golpean el suelo en armonías contrarias. Te lo dice. Te dice claramente que no tienes lugar en su vida, porque ella misma ha conseguido expulsarse de su alma. Buscas contornos dulces, y ella sólo conoce espinas. Buscas amor, y ella sólo puede darte el pulso eterno de las rosas. Buscas ídolos, y ella apenas alberga la crueldad indefinible de su existencia humana. Mas no desistas. No temas el brillo peligroso del cuero de su chaqueta, ni juzgues las marcas aceradas en su cuello. No sabes lo que significan. ¿Acaso conoces una sola de las respiraciones de su espíritu? Es dueña de sí misma y no conoce propiedad más allá de las paredes de su cuerpo, que es uno con la historia y con el mundo. Bebe de sus senos leche amarga, y sangre, y miel, y devora su carne en el paroxismo último del rito y de lo irracional. Márchate luego, pues tú no comprendes su camino. Tú no entiendes el porqué de sus pasos agitados allá donde nadie camina, su necesidad de olvidar los paraguas y las barreras, su mirada ávida de romper beso a beso el tejido de la existencia.
Yo conozco su secreto. Sé lo que cobijan sus brazos temblorosos, helados por la lluvia, rígidos como los de un cadáver. Lleva consigo una cámara fotográfica que perteneció a su padre, un libro de relatos de Wilde, un cuaderno lleno de palabras ilegibles y una grabadora para buscar las voces de las mariposas. No puede permitir que la lluvia toque la sola superficie de estos objetos; no son dignos. Viven como emisarios, mensajeros prohibidos entre la trascendencia y sus débiles suspiros humanos. Es ella quien debe recibir la violencia blanca del agua. Y así lo hace: la frente desnuda, las manos pálidas, los labios curvados en una sonrisa vacía de significado. Camina, corre, grita en silencio, mata. Y, así, es arrastrada por el suicida impulso que obliga a abrazar la vida.


Nota final: Escribí este texto en un estado de ánimo extrañamente vivo, tras una caminata deseada bajo la lluvia, con el cabello empapado y las calles en efecto desiertas. Supongo que es una proyección, una ensoñación, o un ensayo de lo que voy a llamar visiones breves. Es un pedacito de vida, en todo caso. La fotografía, por cierto, fue tomada en marzo de este año, durante mi última visita a Santiago, cuando todavía había agua. Y ya cantaba Vegas... Pero qué mal, Nacho, has vuelto a hacerlo mal. Era un juego y ahora es real.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Fragmentos dublineses

Esta tarde de lunes con tintes de domingo, tras visitas a Fellini y raras tristezas de cristal, he retornado a mis recuerdos del reciente viaje a Irlanda y desempolvado las anotaciones tomadas en la Moleskine. Me gusta regresar a estos escritos llevados a cabo en momentos mágicos, en lugares mágicos, perdida en mi mágica soledad. Dublín ha sido exactamente lo que necesitaba como culmen para mi viaje interior. Ha sido arte, y ha sido amor de aire, y ha sido inspiración, y ha sido historia, y ha sido humanidad, y ha sido cultura, y ha sido vida. Creo que nunca había aprovechado tanto una visita a otro país.

Abandoné el pájaro sin remordimientos. Es mi signo de amor al arte y de libertad. Cuando el avión ascendió, supliqué que mi dolor de agua se fundiera con la tierra que abandonaba, que fuera uno con el hielo y regresara como rosas de filos cortantes. Lo hizo. Soy, de otra manera, feliz. Vivo en otro lugar, donde yo no existo. Y, así, descubro quién se esconde tras mi máscara.

Diez de la noche, tras una mágica visita a la Biblioteca Nacional, la Galería Nacional, mil tiendas, un plato de pasta exquisita y una estatua eterna.

El púrpura es un color fascinante porque representa el erotismo, la muerte y la piedad cristiana. Quizá sea cosa del subconsciente, quizá de la razón de Freud, pero me fascina. Definitivamente, siento.

En un banco de la iglesia del campus de Cork, entre vidrieras de Harry Clark, mosaicos en latín y palabras japonesas. Uno de los lugares más hermosos y sugerentes que he visitado.

domingo, 24 de octubre de 2010

Haiku

En estos días de lluvia y animada vida otoñal, de nuevas personas y nuevas situaciones, de una ausencia extraña de certidumbres, se me ha ocurrido participar en un juego literario antiguo. Consiste en imitar una construcción poética (con una métrica concreta) de otra cultura. Y he elegido el haiku, forma japonesa acerca de la que podéis leer un poco más en mi otro blog.

He completado estos dos. Me he dedicado a jugar un poquito -porque de esto, de jugar, se trataba- con recursos como la aliteración, la anáfora o el símil de manera consciente. Extraño, muy extraño, en mí.

Bebe de mi pecho;
Bebe vacuos vacíos
en mil espejos.

Y era antigua,
como de aguas eternas
en iris muertos.

No puedo añadir un dibujo, por la simple razón de que no sé dibujar, pero colocaré una imagen ilustradora de esta rara emoción que me embargó al escribirlos, con palabras claves como vacío, eternidad, o espejo. Tomé esta fotografía en lo alto de Killiney Hill, una colina situada en la zona de Killiney (sí, lo sé, soy muy obvia) desde la que se puede observar toda la costa irlandesa cercana a Dublín. Cuando hace mal tiempo, la niebla es tal que una se siente perdida en un cuento de terror y la humedad anega la garganta, al mismo tiempo que el viento juega con desprevenidos cabellos y zarandea. Es hermoso, impresionante y puro. Una sumisión absoluta a la naturaleza. Aquellos días -escasos- en los que el sol se anuncia en el cielo, el mar brilla henchido de verdes, azules y plateados, como si una gran monstruo se deslizase bajo su superficie. No es más que la sombra de las nubes. Y, en lo alto de la colina, junto a un obelisco cuyo significado no entendí a la primera, una puede sentarse en una pirámide de piedra y sentirse, de nuevo, parte e hija de la naturaleza.

jueves, 7 de octubre de 2010


Él te esperará. Sí, lo hará, aunque tú sientas miedo, aunque tú dudes, aunque tú odies. Dejará que le coloques el collar de cuero y lamerá tus manos; frotará su suave cabeza contra tus botas. Te aguardará cuando regreses del mundo de fuera y será feliz si recibe tu atención por unos segundos. No deseará a nadie más y sufrirá ante la idea de que te vayas de su lado. Serás lo único que brilla en su existencia y te seguirá hasta el fin del mundo si es preciso. Creerá en ti. Creerá en ti aunque todo le diga que tu voz bebe frágiles cristales de mentira.
Lo siento. Yo no soy él. Yo no puedo serlo.

lunes, 4 de octubre de 2010

No es un poema de amor

Que era un blanco eterno,
una sed de piedras sin sangre
clamando sordamente por el hálito.
Y tu respiración. Una, dos, tres veces.
Partida. Rota. Quebrada
frente al abismo de aquella palabra escrita
con tinta frágil entre tus senos.

Así, fui recibida desde las viejas torres,
desde los castillos olvidados junto a la arena y el agua.
Y dirigí mis huestes contra sus murallas rotas,
y colgué su cabellera rubia del pecho de mi caballo,
y no hubo sino un postrero pétalo de margarita
entre el incienso y los cánticos.

Que era una sed de cristales y piedra,
un ansia sin fin de muerte blanca, y de vida
en tus ojos oscuros, hijos de Oriente,
hermanos del latido rítmico de la Tierra.
Y busco el alma en tus pupilas
que me muestran los secretos del ónice
y del misterio eterno de la sangre femenina.

Que era un paisaje yermo,
y allí floreció el jacinto y la rosa roja,
ésa que sólo vive en el instante de unión última
de los cuerpos anudados en apretado lazo.

Y el alma yace, allá donde la mano fría
de los seres de barro no pueden tocarla.
Yace, muerta, por ser de muerte y de fin.
yace, por ser hija de la Dama de lo oscuro
y añorar a cada instante
el retrato de su húmedo seno.

Pero tú, Alma, tú no busques ya respuestas
en las máscaras, los cálices y los corderos.
Llama a mi puerta, ¡llama!
Llama, pues yo te abriré y dejaré que mientas,
y beberé el vino dulce del pecado en tus labios.
Y ellos deberán callar,
al filo de la noche de piedra blanca
en la que haré descender la luna para tu cuerpo,
en la que tú serás toda de infinitos,
y serás mujer, y serás tierra, y serás carne, y serás fuego.


Nota final: Tonterías.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Oros marchitos

Y desde sus rostros cenicientos, la Muerte me habló
con su voz de pasado y presente
Me dijo, ‘Contempla’.
Y contemplé. Y conocí
la más perfecta perversión de la existencia humana
a través de espejos antiguos.
Clamé entre mármoles y oros,
y busqué la fe en los ecos indiferentes
de millones de túnicas blancas ennegrecidas por el humo.
Arañé los muros de rubíes
y encontré vida en el corazón de las piedras.
Había una extensión como de carmines atardecidos
y una multitud, enorme, a tus pies de cedro y plata.
Gritaban y se postraban.
Creí -de veras lo creí -, que eran
una exquisita unión de idólatras
bendecidos por la mano generosa de la estrella.
Sagrados en su devoción vacua.
Pero no. ¿Me oyes? No.
Recuerdo sus rostros cenicientos
y sus finas patitas de barro,
sobre las que realizaban danzas imposibles
Se acercó a mí un hombre y me tendió una máscara
y yo la besé, y la tomé, y la puse sobre mi piel.
Y no había sino silencio tras la máscara,
y silencio en sus rostros cenicientos.
Desde lo más profundo de su ser
elevaban el grito mudo al señor.
Domine, Domine, decían.
Y el sonido reverberaba en los mármoles y los oros.
La Muerte me dijo, ‘Sígueme’.
Y la seguí, y me mostró la belleza atrapada en el ámbar.
Pero he aquí que los huesos de la Dama
se reflejaban en los ojos cegados.
Y al preguntar yo por la pétrea naturaleza de aquellas pupilas,
las estatuas se estremecieron un instante sobre el pedestal
y me negaron cualquier visión ajena al sufrimiento.
Pero, ¡ah!, ¡ah! No era hermoso.
¿Qué no? Que no. Que era tan sólo de fin,
y no había sol, ni vida, ni luna, ni muerte;
no había nada en sus ojos de páramo y ausencias.
Ellos se arrodillaron y se golpearon el pecho,
y rasgaron la piel de un muchacho en los altares del odio,
y quemaron las imágenes del pecado en frenesí oscuro,
y desgarraron los olorosos pétalos manchados de violeta.
Yací, a los pies de las estatuas viejas,
mi regazo cubierto de pétalos marchitos.
Y ellos retornaron a su sangre estancada e impura
y a sus cánticos ocultos en los enigmas del lenguaje.
Y juro, mon amour, que en sus templos de mármol,
y en sus escrituras de arábigos oros,
tan sólo son bellas las humildes y desdichadas flores.


Nota final: Escribí este texto después de una visita con una persona de otra cultura a una iglesia católica. Con paciencia, expliqué el significado de las palabras latinas, la historia de Jesucristo y la vida que se escondía tras las efigies de los santos. Me senté en uno de los bancos y, entonces, olí el perfume suave de los lirios y las rosas. Descubrí que lo único vivo, hermoso y cierto eran aquellas flores. Y eso, por alguna extraña razón, me tranquilizó.

viernes, 24 de septiembre de 2010

La muchacha y la Muerte

Existía, en ese tiempo donde el Cielo y la Tierra todavía se amaban, un reino en que los asfódelos coronados de nácar y rocío cubrían cada calle, y los ríos eran de vino y miel, cálidos como el aliento de una virgen. Semejaban los mármoles de los edificios espejos, y eran las ventanas iguales en cualidad y hermosura a los vidrios traídos del Oeste, modelados en las finas arenas de las costas azules. Por todas partes sonaba la música de la danza y celebración, entre cultos mistéricos a dioses de otras latitudes y eterna reverencia a las Diosas del Agua.
Se dice que, sobre un trono labrado en oro y ornado con cien mil amatistas y doscientos zafiros, velaba noche y día la muchacha de la piel blanca como las nieves del Norte y los cabellos semejantes al ébano. Durante horas y horas permanecía sentada, con el melancólico rostro apoyado en las pequeñas manos y un mohín de exquisito desdén en los labios. Sus cortesanos se inclinaban en eternas reverencias hacia ella y mostraban frente a sus ojos las mayores maravillas creadas por la mano del hombre. La muchacha observaba lánguidamente las costosas sedas de China y su expresión no se alteraba un ápice ante las estatuas de mármoles italianos, labradas por la mano de los mejores escultores de la vieja Hélade. El mismo mohín pervivía en sus labios de granadas ante las perlas que eran más brillantes que mil soles, y ante los rubíes arrancados al corazón de la Tierra que jóvenes con las manos cubiertas por guantes de seda presentaban a sus pies.
Día a día, la muchacha dejaba que su mirada se perdiese en las últimas luces del sol antes del ocaso y suspiraba. Y aquel suspiro era para los cortesanos como el canto de una sirena moribunda. Se arrodillaban en el suelo alfombrado y unían su frente con el suelo, suplicando una respuesta de los labios rosados como pétalos teñidos de sangre. Ella apoyaba sus débiles manos sobre sus ropajes y los abría sin pudor, deslizando sus dedos por su pecho de blancuras y anhelos.
-¿Veis? ¡¿Veis?! Aquí, donde debiera haber carne, está mi vacío de siglos y silencios. Que lo que yo quiero es un corazón de carne, un corazón que lata y que se desgarre por los besos de mi amada.
Y los cortesanos, inexpertos en las cuestiones de la naturaleza humana, prometían retornar con insólitos sacrificios de esmeraldas con forma de corazón, o telas delicadamente pintadas por los finos pinceles de los indios. Ella suspiraba y suspiraba, y una y otra vez apretaba las uñas contra su pecho hasta desgarrar su piel, y buscar una oscura respuesta en el llanto.
Una noche, la Muerte, que buscaba el alma del hombre en los ojos de las personas, entró con sigilo en el palacio. Encontró a la muchacha sentada en su trono de oro y amatistas, coronada por mil tules de seda blanca. Le pareció la más hermosa descendiente de la luna y, como guerrera que era, se inclinó para presentarle sus respetos.
-¿Qué hacéis aquí y qué buscáis? -preguntó la muchacha, sobresaltada.
-Busco el alma del hombre que brilla por más de un instante. Busco las ansias de vivir en los labios secretos de las mujeres. Busco el amanecer de la existencia, porque todos mis años han sido de crepúsculo.
-¿Ah, sí? ¿Cómo es vivir el ocaso dos veces?
-Es como una maldición de eternidades conjuntas. Una y otra vez, no dos, ni tres. Un ciento. ¿Qué digo? ¡Mil! Una eternidad, joven diosa de mármol y rosas.
-¿Sois acaso inmortal?
-Soy la Muerte, hija del Chaos. Los hombres sienten miedo de mí y se apartan a mi paso, porque llevo la sangre en mis labios, y la herida de finales en mi mirada. ¿Por qué vos no me teméis?
-Porque ya no hay nada que me ate a la vida.
-¿Cómo es eso?
-Nadie puede darme lo que yo deseo.
-¿Y qué es eso que tanto ansiáis?
-Ah, vos no lo entenderíais… Deseo un corazón de carne, un corazón que lata. ¡Deseo sentir! ¿Comprendéis? Ansío vida entre mis frágiles senos y una luz de mil luminosidades para mi rostro oscurecido por la pena. Día y noche yazgo aquí, y ellos no pueden darme aquello que espero. Me traen los mármoles, y las sedas, y las perlas claras, y los frágiles jarrones que vienen de Oriente. Se postran y suplican. Pero nada, ¡nada!
Había una extraña vehemencia en las palabras de la muchacha, y esa misma vehemencia parecía por segundos haber traído la vida a sus ojos. La Muerte se arrodilló y, con una sonrisa enigmática, colocó dos dedos sobre sus labios.
-Vos lo que queréis es amar, princesa. Se os ha negado el dolor con el que a todos se obsequia.
-¿Y vos? ¿Qué queréis vos?
-Os lo he dicho. Quiero el amanecer. Sólo uno.
-¿Y con eso basta?
-Con eso basta.
-¿Queréis, pues, amarme?
-Os amaré, hermosa niña, en vuestros propios altares. Os daré mi vida entera si hace falta.
-Mas lo que yo deseo, augusta guerrera, es un corazón. ¿Vuestro corazón de sangre y carne serviría?
-Pero, ¡ay, muchacha! Si os doy mi corazón para vuestro blanco pecho, me quedaré sin él. Y el mundo me hará dura y mala, y suplicaré el beso de mi propio padre.
-Está bien. Amadme, y yo os amaré. Y guardaos vuestro corazón de carne. Puedo vivir si es con el calor de vuestros besos.
Transcurrida la noche, la muchacha y la Muerte pasearon por los jardines reales, se sentaron juntas frente a los fuegos traídos del lejano Japón y se descubrieron en las alcobas de la princesa. Y, durante días que se asemejaron a eternidades, disfrutaron de su mutua presencia. La Muerte estaba segura de haber encontrado en los ojos de la muchacha el brillo del alma, y no quiso hablar de ello ni tan siquiera consigo misma, tanto temía que le fuese arrebatado. Sin embargo, la muchacha no se sentía en modo alguno satisfecha. Por más que apretaba sus labios rojos contra el pecho de la Muerte, no podía llevarse el latir acelerado de aquel corazón. Así, una mañana, tomó a la Muerte de la mano y besó el dorso de ésta. Y sus ojos eran como mil zafiros de agua adornados de flores de loto.
-¿Me amáis?
-Con todo mi ser, princesa.
-Entonces marchaos. Idos y demostrad que me queréis.
-Vos ya lo sabéis.
-No importa si yo lo sé. Ellos deben saberlo. Idos, idos y matad en mi nombre. Idos y llevad mi horror a los pueblos vecinos.
Y Muerte, con el corazón afligido, se encaminó hacia el Norte y devastó entre plagas a los hijos de la cerámica. Luego descendió al Sur y se llevó con el silbar de las flechas a tantos seres como pudo arrancar de sus hogares. En una pica ensartó sus cabelleras y bañó su cuerpo de barro para sentir de nuevo la vida. Regresó sabiéndose victoriosa al viejo palacio real.
-Aquí me tenéis. He matado por vos y he entregado mis creencias en vuestro nombre.
-¿Me amáis?
-Con todo mi ser, princesa.
-Entonces marchaos. Idos, idos y quebrad la fe de los hombre en su dios, y en los más grandes Dioses, que son las personas. Llevadles la soledad y la tristeza.¡Llevadla, llevadla en mi nombre!
Y la Muerte tomó su armadura de plata y caminó hacia el Este. Y entregó mal por bien a cuantos abrazaron sus rodillas, robando al pobre para engrandecer al rico y elevando el sacrilegio a los altares. Se trasladó al Oeste, y allí dio muerte a aquellos que vivían de las palabras y se llevó consigo las súplicas de aliento, los rezos y el verbo del amor. De nuevo retornó al castillo, y se prosternó frente a la muchacha, y desnudó su cuerpo ante ella.
-Por vos he arrancado la fe del alma de los hombres y he sumido a pueblos enteros en una oscuridad sin mañana.
-¿Me amáis?
-Con todo mi ser, princesa.
-Entonces marchaos. Idos, idos y castigad vuestro cuerpo. Ayunad por mi causa y llorad mi dolor en los hielos del Norte. Rasgad vuestra piel y quebrad vuestros cabellos. Dejad todo lo que tengáis.
Y la Muerte emprendió el camino al más cruento de los desiertos. Por cuarenta días vagó entre las dunas y las viejas rocas, golpeando su espalda con un látigo de áspero cuero y clamando desde el abismo de su alma al Cielo. Experimentó el hambre y la sed, y se alimentó de pequeñas alimañas, bebiendo allí donde lo hacían los animales. Desgarró su piel y azotó sus costados. Y así volvió al palacio de mármoles extranjeros. Entró en la sala de audiencias reales, donde la muchacha permanecía sentada sobre su viejo trono de oros y oscurecidos zafiros. La Muerte se arrodilló, desnuda, con los brazos abiertos.
-He lastimado mi cuerpo en vuestro nombre y todo lo que era mío, lo he entregado a las aguas del Tiempo. He quemado mis cabellos en vuestros fuegos y, con vuestra efigie en mi mente, he hecho sangrar mi carne. Os he entregado aquello que poseía, y a vuestros pies me postro ahora.
-¿Y de qué ha servido? ¿Y de qué sirve? Ya no tenéis nada más que podáis darme.
-¿Cómo es eso, joven diosa?
En la voz de la Muerte existía la más profunda de las seguridades y el más oscuro desconcierto.
-Así es. Os he amado y nada ha latido dentro de mí. ¡Nada! Sois sólo una aburrida anécdota en mis juegos de mayo.
-¿Nada? ¡¿Nada?! He degollado el cordero de mis creencias en vuestro altar, y he sacrificado mi cuerpo. Por vos he andado cientos de kilómetros, y os he dado mi amor en las altas torres de vuestra costa.
-¡Nada, he dicho! ¿Qué tenéis, si no es ese maltrecho cuerpo? En las perlas hay brillos nocturnos y hermosos, y entre las pieles de los leopardos existen las más perfectas joyas.
-Vos deseabais un corazón…
-¡Tonterías! Vos me habéis hecho ver que el alma del hombre es tan sólo de sangre, y que el corazón no tiene otra función que la de latir estúpidamente. ¿Para qué quiero vuestro amor, decidme? ¿Puede vuestro amor convertirme en soberana del mundo? ¿Puede acaso traerme el ámbar más hermoso de Germania? ¿Puede colocar sobre mis hombros un cálido manto de armiño?
-No, no puede, pues hoy soy sólo un despojo roto y cansado. ¡Por vos! Pero un día pude. A cambio de vuestro amor, joven diosa, os hubiese dado el mundo.
-Ah, mi amor, eso es lo único que hoy no puedo daros. Quizá nunca haya podido, ¿no creéis? Pero no quiero que os sintáis molesta, augusta dama. Coged tantos rubíes como queráis, y llevaos los lirios tallados en frágil vidrio. Tomad el justo pago de vuestros servicios.
Y, entonces, la muerte movió la cabeza. Enderezó su cuerpo blanco y herido, y hundió sus dedos entre sus senos de agua. Extrajo un corazón de carne y sangre, tal como la muchacha siempre había deseado, y subiendo los trece escalones de las trece escaleras del trono de los oros, lo apoyó sobre el pecho pálido de ella.
La muchacha gritó y trató de aferrar las manos de la Muerte, pero ésta se había desvanecido en el aire. El corazón de carne había traspasado la piel del pecho de la joven y se había acomodado entre sus costillas que parecían de cristal blanco. Ella sonrió, feliz de haber conseguido su propósito, pero he aquí que, en cuanto la siguiente luna se mostró en el cielo, la muchacha enfermó de las pasiones oscuras, pues el herido corazón de la Muerte no podía entregarle ya otras. Y se consumió, poseída por la envidia, entregada al odio, seducida por la venganza y torturada por la angustia. Demacrada, ya no se levantaba de su trono de oro y los cortesanos veían apagarse la última flor del último reino de la belleza que había sobre la Tierra. Una mañana de febrero, la Muerte se apareció frente a los ojos de la muchacha. Había cambiado sus ropas de plata por otras de oscuro color y en sus ojos brillaba el púrpura de la ausencia.
-¿Por qué venís hasta mí? -Preguntó la muchacha-. ¿No ha sido bastante castigo? Me consumo por vuestro sentir, y habéis introducido el germen del dolor en mi cuerpo.
-Así como lo tornasteis vos, así recibisteis mi corazón de carne. Os llevasteis el amor en los albores de febrero, y todo ese amor lo colocasteis en vuestros labios. El viento lo tomó y lo esparció. Hoy no existe.
-Me habéis dado un corazón de oscuridades…
-Os he dado lo que vos misma labrasteis.
-Y ahora habéis venido a buscarme…
-Eso es. Como a todo ser humano, muchacha.
-¿No tenéis acaso compasión?
-¿Compasión? -La Muerte rio, y a la muchacha le pareció que su risa era como un eco lejano y perdido entre las estancias de circonio y azurita-. No puedo sentir compasión. No puedo sentir, joven diosa. Vos os llevasteis mi amor, y tomasteis luego mi valor. Sacrificasteis mi fe y desgarrasteis mi cuerpo. Y ahora tenéis mi corazón. ¿Compasión? Me llevaré lo único que os queda. Tomaré el aire oscuro de vuestro pecho y beberé la hiel de vuestros labios.
Se dice que, tras llevarse la vida de la muchacha sentada en el trono de oros, la Muerte inició su oscuro periplo por el mundo. Y, allá donde hubiese vida, acudía ella, para besar con sus labios de negrura los cuerpos de los seres abocados al fin y sentir así, en el instante último, el latido de un corazón de carne y sangre.


Nota final: Es difícil explicar por qué he escrito esto, en lugar de otra cosa. Creo que es culpa de Rubén Darío y de una reflexión personal.
Nota final (II): La imagen se corresponde con una obra de Arthur Sinclair. Podéis informaros aquí y, por supuesto, dicha imagen no me pertenece.

jueves, 23 de septiembre de 2010


Ni ella ni yo tenemos la más remota idea de qué podemos aguardar. Envidio su coraza de piedra, y su exquisita carne de acero.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Me gusta que me odies. Adoro imaginar la expresión de tus labios finos cada vez que arrastras las sílabas por las viejas cornisas de la ira, o elevas tu voz de sirena a los altares del reproche. Deberías darte cuenta de lo bellos que se ven tus ojos claros cuando brillan de furia; ¡qué humana y qué divina eres! ¡Qué canto estético a la imperfección y a la perfección conforma tu existencia!
Sé que no lo sabes. Sé que no sabes que, a cada improperio tuyo, a cada ansia de golpear de tus frágiles manos, responden mis voces acalladas. Arrojas piedras contra muros de mármoles, confundiendo el blanco de la piedra con la transparencia del cristal. Y no te falta razón, con la triste salvedad de que, en lugar de la leve luz de las alas de las mariposas, existe tan sólo la oscuridad mistérica del ébano.
Sí, me gusta que me odies, tanto como disfruté el hecho de que me quisieses. Las pasiones contrarias se entrelazan y jamás toman caminos completamente opuestos. Por eso, la expresión más intensa de Eros tiene que ver con Thánatos, y la Noche jamás es tan hermosa como cuando se enzarza en apretada lucha con el día. Las pasiones son excelsas en tanto resultan humanas. Propias de tu carne y tu alma, de la Vida y el Fin que corren por tus venas. Son fuego y frío en tu pecho. Son miedo a lo que no conoces y, sin embargo, intuyes. Forman parte de ti y, por más que clames contra mi naturaleza de agua, no podrás librarte de ellas.
Me gusta que me odies, pues de este modo sé que el sentimiento pervive en ti; me odias porque sabes que jamás he podido ni podré amarte. Porque eres completamente consciente de que no tienes la más mínima posibilidad de alcanzarme. No lo lamento.



Nota final: I know exactly why I walk and talk like a machine... Hoy no pienso, ni necesito, ofrecer ninguna explicación. Creo que es lo más claro, complejo y falto de significado -a la vez pleno de él- que he escrito hasta ahora.

jueves, 16 de septiembre de 2010


Psique amaba a Eros con su corazón de carne. Y a causa de él, que era de Amor, durmió una eternidad sin sueños. Todo ello me coloca en una compleja posición. Que Eros, que Psique, que dolor, que muerte, que olvido. Hablemos, pues, de las mariposas.
Nota final: Fotografía tomada en la Galería de Arte de Cork. Más imágenes de mi viaje a Irlanda en mi galería.

sábado, 21 de agosto de 2010

Revoluciones

-No te marches todavía, hijo. Siéntate aquí, a mi lado, junto a la lumbre.
La anciana de cabellos canos y sonrisa desvaída palmeó suavemente el banco en el que había decidido otorgar unos segundos de resposo a sus huesos exhaustos. En otro tiempo, los hombres habían dicho de ella que poseía los ojos más hermosos de todo el pueblo francés, azules como zafiros arrancados al cielo egoísta y colocados en su rostro de porcelana. En efecto, ni siquiera la mirada de la noche más hermosa y pretenciosa podría emular el mar y el trigo que se entrelazaban íntimamente en aquellos iris. Quizá fuese ese recuerdo lo que obligó al muchacho, ya un hombre, a arrojar al suelo la bayoneta y las cartas de recomendación, para dejarse caer junto a la anciana. Sí, posiblemente se trató tan sólo de un instante de memoria, pues los ojos de la mujer en nada se asemejaban a lo que un día habían sido.
Aún así, el joven fingió observar por unos instantes el fuego, para después ajustarse las botas de cuero, en un intento decidido de ocultar ese nerviosismo de niño que precedía a cada acontecimiento importante. Por unos instantes, se permitió pensar que habría sido mucho más sencillo dirigirse a la puerta sin volver la mirada atrás. Al fin y al cabo, la voz de su madre era tan leve que fácilmente podría haberse perdido en el aire, como esas tristes mariposas nocturnas que vagan en busca de la luz para consumirse en ella tras haberse sentido plenas durante unos instante. Desde luego, la cercana perspectiva de la guerra resultaba mucho más alentadora que el hecho de observar los ojos hoy vacíos de aquella mujer que le había traído al mundo, aquellos ojos que hoy poseían tan sólo el brillo triste de la ceguera.
-En estos tiempos de muerte, hijo mío, los jóvenes se creen con el derecho a inventar el mundo. Y quizá deban hacerlo. Pero tú no, François, tú no inventarás el mundo, ¿verdad? Para eso bastan los locos y los ilusos. Luego llegan los poderosos, revestidos de la más importante de las tareas. ¿Sabes cuál es? Consiste en arrojar al suelo y destrozar los cimientos de lo construido. Hacen arder a los que inventan el mundo en la hoguera de las vanidades.
Había una pasión extraña en la voz de la anciana, que extendió sus manos arrugadas por el trabajo y la fatiga para calentarse, encontrando un refugio al oscuro frío del invierno francés. El joven no la interrumpió. Resultaba mucho más fácil observar las botas y decidirse a escuchar con calma los desvaríos de la mujer. Al menos le parecía preferible a su habitual silencio de golondrina muda.
-Todos los hombres están convencidos de que el suyo es el momento aguardado por todos, y ellos, los protagonistas de su fabulosa historia. Creen saber que ese Dios al que invocas en sueños les protege y guía con mano firme. ¡Dios! Si es Dios tiene un atisbo de inteligencia, con toda posibilidad se habrá marchado a entablar un combate de besos con su más antiguo adversario, pues ésta es una Tierra de miseria humana- ella calló por unos segundos, donde tan sólo el crepitar débil del fuego encontró voz para hacerse escuchar-. Hijo, no creas lo que dicen ellos, los hombres poderosos. Ríete de sus tristes afanes y desdeña la filosofía, el derecho y las matemáticas. Desdéñalos a todos, François, en especial a los que portan rosario, crucifijo y espada. Esos son los peores. Tú, hijo, aún eres puro. No, no menciones a Daphne, que ya sé de vuestros juegos antiguos, ni las peleas de niños con el pequeño Antoine. Es mucho más importante que eso, François. En el fondo, tú todavía no crees sus palabras, ésas que animan a la muerte y al dolor, que ensalzan y deploran el lujo por igual. Tú todavía no has forjado la máscara de doble y aguzado rostro. Todavía no, ¿verdad, François? ¡Todavía no!
El hombre apartó por unos instantes los dedos de sus propias botas. Quiso arreglarse un poco el sombrero y comentar con voz conciliadora que el encargado de reunir a las milicias aguardaba en la plaza de la ciudad más próxima. Deseó alegar que su mayor ansia era entregar la vida por aquella patria de reyes que lentamente moría para entregar su tierra de injusticias a lo que los intelectuales llamaban libertad. Las palabras se ahogaron en su garganta, y tan sólo pudo apoyar su mano sobre la de la anciana, que le dedicó otra sonrisa fugaz y mistérica, una sonrisa de madre.
-Todavía no… No dejes que lo hagan. Todos llevamos dentro dos afanes, pequeño François. El asesinato y el suicidio, pues se engañan quienes piensan que la vida empieza con la luz. No lo hace así. Comienza y acaba con la muerte, y ésta es tan negra como el mundo que hoy contemplan mis ojos. El que asesina, recibe la condena y el desprecio, y se entrega a la culpabilidad por siglos. Y quien se mata, entrega su espíritu al ostracismo, y consagra a este mismo sino a aquellos que aún permanecen en la Tierra. De modo que, François, encuentra estas dos ansias dentro de ti y ponles férrea brida, para que jamás puedan otros emplearlas en tu lugar. Y no dejes, François, que te muestren la falsa luz de la guerra. Porque la guerra es muerte, no libertad, y la muerte… ¿Qué he dicho de ella? La muerte se revela sombra, final y abismo, como lo que ven hoy mis ojos, esos que tu difunto padre hizo arder con su furia de ácidos y fuegos. Ahora ve, y no sustituyas jamás la bendición de una madre por la de un obispo o un caballero.


Nota final: Decididamente, las vacaciones hacen estragos en lo que a publicar se refiere, y sé que en un tiempo, cuando decida releer todo esto, me entristeceré por los períodos sin escribir. O sin hacer público lo escrito, que no es lo mismo. El presente texto es algo extraño escrito a las cinco de la mañana de un día en el campo, tras trabajar unas cuantas fotografías. No sé por qué lo he escrito... o quizá sí lo sé, y me guste reírme de haberle dado un toque de 'escrito poseedor de un mensaje' cuando no es, de ninguna manera, mi estilo. Aún así, las cosas nuevas de cuando en cuando funcionan bien.

lunes, 9 de agosto de 2010

Porqués Cariacontecidos

Y la noche cayó por su propio peso, sirviendo de siete velos para tus besos.
Temblaban en el último instante de tu sol las alas muertas de una mariposa
que aleteaban hacia el horizonte, buscando porqués que nadie pudo darles.
Porqués de fuego, de escarcha, de tiempo.
Porqués rotos al borde del abismo, porqués que nadie espera, y que todos ansían.
Porque los porqués de la mariposa, son sólo proyecciones de sombra, que no existen, que no respiran, que sólo mantienen su melancolía. Honda.
Melancolía eterna de aguas celestes, oscuras, y de sangre quieta. Pero tu sol, ¡tu sol! De mil agonías rasgadas por el grito de lo inefable, por el susurro cálido de las noches de Arabia.
Arabia que fue arena en tu recuerdo, rascando y descascarillando los restos de tu cariño. Que cayeron en un balde, el balde del que bebió su hambre. Hambre de tierra firme, y de que todo fuera oasis.
Mas tú lo sabías, tú llevabas aquellas palabras grabadas en tu carne de diosa. Que no era siglo de oasis ni de aguas del Norte, sino de silente sed en un desierto de ausencias, donde ni la rosa blanca, ni la margarita impura, abrían sus pétalos a la luz crepuscular.
Y tú lo sabías, oh ladino susurrar del viento. Mientras me convencías que no era sino oasis, lo que faltaba en mi aliento. Y alentando, alentando en el alma, me condujiste a noches de sufrimiento. Más me diste también felicidad, mezquina hoja cimbreante con doble filo y doble verbo.
Y tú lo sabías, oh reír de las aguas del arroyo encerradas en el viejo cántaro de barro. Susurrabas palabras de oro y de ámbar, tintando de púrpura las huellas del tiempo en el retrato inmortal del espíritu. Dibujabas con tu mano de espigas y arena sobre mis palabras, aquellas que en tu nombre invocaban la más sublime de las decadencias.
Y tú lo sabías cuando, juez y verdugo, espada y cáñamo, te abatiste sobre mi esperanza. Otrora verde, otrora encendida. Otrora un rescoldo, una salida. Y la cercenaste, y la laceraste. Y bajo tu tacón se estrelló mi retrato. Esquirlas, sólo quedan esquirlas, de lo que un día he sido y he soñado. Esquirlas, sólo quedan esquirlas de polvo atormentado.
Y yo lo sabía. Certeza pálida de amanecer perdido en los desiertos de Libia, donde no existe sino sol y hambre de luna. Certeza de vientos escarchados, cristales de la cansada bailarina que yacen en el suelo, palabras grabadas en el perfume del terciopelo. Una noche de negro manto, pues yo lo sabía. Y no existe hoy sino penar y ausencia, silencio de sepulcros de cal hendido por la hoja fría de la muerte.
Y yo lo sabía, cuando, torpe y quizá cegado, me abandoné a tus brazos. ¿No comprendes que en ese momento, disfrutaba estando encadenado? Pero tú fuiste grieta, y fuiste halo. Fuiste despertar amargo. Y entonces mis cadenas tintinearon, y las vi, nítidas, tanto como mi desengaño. Y cayó la ceguera. Y se alzó el deambular desesperado. Y cayó tu imagen. Y se alzó un halo de alquitrán entreverado.
Mas eran de acero y de cobre, de metales templados en tus besos de anhelo. Ah, momento antiguo en que ansié tus ataduras y deseé encontrar mi ser frágil frente a tus ojos de gacela. Extiendo mi espíritu quebrado, cielo de estrellas y lunas contrarias. No vuelo. Mis palabras de idólatra adoran tu estatua, tu imagen de cordero falso entre ámbar y sangre. Son de acero y de cobre, de metales templados en tus besos de anhelo. Y, aunque respiro, no vivo si no es entre las cadenas áurea de tu pecho.
No vuelo, me arrastro. Y martilleo las cadenas de mi sino enamorado. No vuelo, me enfango y recuerdo las caricias que repartías con tus manos, sobre este cuerpo ya repudiado, ya desconocido, ya lejano.
No vuelo, sólo me arrastro, sobre trozos de cristales que mis ojos han llorado, sobre aguas de caudales que tu desidia ha descauzado. Ya no vuelo, mis alas bajo tus recuerdos, enterradas han quedado. Ya sólo me arrastro, lejos, donde no puedas oír mis llantos. Ya no vuelo, sólo me arrastro, mordiendo las rosas, al filo de tus porqués traicionados.

Nota final: Es la primera vez que hago esto. La primera vez que escribo una suerte de poema en prosa (o algo parecido) en compañía de otra persona. Ha sido un pequeño proyecto llevado a cabo con Moi, un increíble señorito al que conozco desde hace poco y que se ha ganado un lugar en mi espíritu de pergaminos viejos, teclados y musicalidades extrañas. Creo que no estaríamos compartiendo estos graznidos de cuervo míos y esos bonitos versos tuyos de no ser porque tú portabas aquella libreta violácea y yo, mi inseparable Moleskine. Qué casualidad, ¿no? He de decir que ha sido hermoso redactar de esta manera y que querré repetirlo, en breves.

sábado, 7 de agosto de 2010

Ausencias

Que tiemblo, como hojas de mayo en tus ojos vacíos,
como un grito de instantes en tu boca impura,
como el susurro pecaminoso del aire
en las túnicas de los hombres del monasterio
que soñé visitar contigo a la hora de la soledad,
ésa que vive de otoños lejanos y hostiles.
Porque -tú, yo- deseaba amarte
entre las piedras antiguas, arcaicas, viejas,
entre los vestigios de lo que fue y nunca será,
entre la hiedra y el musgo, y los cálices rotos.
Mas hoy no quiero vino.
Quiero tu suave delicadeza de náyade
y el poder de tus pupilas de sirena.
Silencia tus labios, libérame del eterno suspiro
convertido en tormento teocentrista y oculto,
donde tú eres dios y demonio,
donde yo soy sólo una brizna quebrada,
arrojada al mar en el instante último de la espuma.
Y es un suicidio.
Una placentera muerte de Séneca,
¡porque él sangró!
Pero yo soy extensión yerma,
como cuero perdido en tu montaña de dios y hombre.
Herida de muerte, mas no de sangre,
y necesito granadas, tanto como lirios,
y necesito el hálito caliente de tus labios
para silenciar mi llanto de rojo y de vida.
Un vacío de siglos y de eternidades conjuntas.
Pero yo soy extensión yerma,
porque no late tu esencia de ninfa en mi carne
porque no existe respuesta en los silentes ecos
de este templo sagrado en que riegan mis labios
con vino fresco de la cosecha de tus años perdidos,
Porque la sangre no es ya real.
Rasga, rompe, quema, mata.
Mata.
Haz que olvide el frío de las piedras ennegrecidas
por el fuego de lo que existió y no existirá.
Herida de muerte, mas no de sangre.
¡Deja que beba! ¡Deja que arañe tus paredes de mercurio!
Arráncame de este sepulcro de cal donde, muerta, vivo
y respiro el perfume suave de tu ausencia.


martes, 3 de agosto de 2010

Sed de granadas sangrantes

A un hombre que quiso ser luna

Roca, cristal y flor,
capullo de amaneceres perdidos
que florece en los ojos viejos de las gacelas.
Tú regresas, con el velo rasgado,
la inocencia de niña ardiendo en tus senos de agua.
Y conoces el latido último
en el que suplicamos la ausencia blanca de la muerte.
Mientes. Eres como de espigas y tierra,
como de espíritus transfigurados en lenguas extrañas,
como de melancólico sol que ansía tornarse luna.
Caminas, quebrado en tu mirar de noche,
pues tú has dibujado con navaja y sol en tu piel
el hambre y la sed de granadas sangrantes,
y has descubierto la fuente de la que mana el deseo;
tú conoces la cárcel edificada con esquirlas de hielo
que deja caer su sombra sobre las ciudades mojadas,
donde agonizan los cuervos y los suspiros,
donde son arrojados los sueños culpables de los niños de barro,
donde el dolor es soledad, ausencia y viento,
donde mueren las costillas que Adán ya no ama.
Aprietas el paso para evitar los corredores de muerte
en los que áureos verdugos se ocultan, temerosos,
y ven en tus ojos el frío fracaso de la existencia.
Te aguardo. Respiras una vez más. Y es la última.
Y me regalas tu abrazo de ansia y de olvido,
me muestras tu perdición de lustros negados
antes de buscar una respuesta en el mar que negó tu nombre.
Y desgranas tu eternidad de metales y casquillos
para contemplar la imagen del Cordero y la Púrpura
que ellos veneran, maldicen y devoran
en su deseo infinito de rasgar sus ropas frente a las estatuas.
¡Idólatras! Ellos buscan tus dedos húmedos de cadáver,
de cuerpo envuelto en la sensualidad de las olas,
para abrir sus pechos farisaicos y arrancarse el corazón.
¿Puedes verles? Mira cómo lo arrojan
en la tierra yerma que ignora su sangre de reyes
y niega su virtud de oro y diamantes.
No, ellos no pueden recordar tus ojos de amatista
ni imaginar tus temblores de agua frente al espejo de cobre,
ellos no saben del llanto de la luna ni de tu silencio
ni conocerán nunca la perversa naturaleza de tu divinidad.


Nota final: Éste es un texto quizá extraño, quizá carente de calidad, quizá falto de sentido. Y, sin embargo, lo he escrito con cariño. No es poesía social -la detesto-, ni mucho menos poesía reivindicativa. Sin embargo, la compuse después de encontrar entre las páginas de un libro un recorte de prensa de hace tiempo, acerca del asesinato de una transexual. Uno de esos crímenes de odio, como los llaman en los EEUU, que de cuando en cuando saltan a los medios. No es mi estilo el de los discursos reivindicativos, ni siquiera el de escribir algo que posea una función, pero releer la noticia me sacudió de una manera profunda, dejándome por unos instantes pensativa, con una mezcla de furia, impotencia y tristeza. Y surgió, pues, este poemilla, en mi etapa de símbolos y metáforas bastante clásicas. Una época un tanto lorquiana, para qué negarlo. De ahí, en parte, el título. Granadas -ay, Granada- y sangre.

domingo, 1 de agosto de 2010

El aviador del cielo quebrado

Sanxenxo, 28 de julio

Él se yergue, firme en su argenta perfección
de mármoles y melancolía brillante.
Su mirada oculta la nostalgia oscura
perdida entre el amargor del vino claro
y la sangre quieta del ahora.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Quienes le miran ignoran el olor del alma
y nunca -él lo sabe-
han soñado los sueños alados
entregados al pájaro azul y ambarino.
Él aparta sus negros escarabajos muertos
del amplio paño en que grabó su nombre
y no ve -no desea ver-
el camino trazado sin rumbo
con la tinta frágil del caballero poderoso.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Ansía la levedad del junco
para abandonar la prisión blanca de la piedra,
para arañar los pechos de los hombres
y decir sus anhelos de río quieto.
¡Ah, si sus labios fuesen de sangre y cobre,
él gritaría con enojo hipócrita
y lloraría las rosas anaranjadas del olvido
frente a su triste cadáver de hierro!
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Acoge con expresión decidida
a las viejas hermanas de sueños
que, traidoras, le legan tan sólo
el blanco de la mariposa, la nube y la memoria.
Él se esconde del mar y de la explanada última,
y desdeña con sabiduría de siglos el oro brillante.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Viejo aviador de figura quebrada,
ya no existe para ti lugar en este mundo que corre
ni ansia que se refleje en tus dedos de plata.
Eres sombra y ausencia débil,
visión oscura como tu mirada eterna
que busca una imagen en las frentes limpias
y las rosadas caricias de amaneceres perdidos.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.



Nota final: Retorno a las tonterías con pretensión de poéticas que escribo de vez en cuando, por una razón tan sencilla como es el hecho de que, ahora mismo, la lírica se revela el mejor vehículo de expresión para lo que no sé decir de otra manera. En cuanto a estos versos, desearía aludir al ente inspirador de los mismos -un aviador convertido en estatua que miraba silencioso al cielo sin nubes- y a la melancolía sorda que esta imagen me sugirió. Y es que, al verlo, sólo pude pensar que quizá el jamás hubiese deseado tornarse estatua metálica, perdida entre terrazas, edificios de apartamentos veraniegos, vistas a la playa que muchos juzgan maravillosas y gentes a las que poco importa su historia. Qué tontería, ¿verdad? Pero sentí encogerse algo dentro de mí y deseé arrancar la estatua de su pedestal para llevarla de la mano a ese mar que él contempló desde su avión y al que cualquiera desearía regresar.

viernes, 9 de julio de 2010

Cólera de Césares

El hombre pálido, a lo largo de los céspedes floridos,
camina, vestido de negro, con el cigarro en los dientes:
El hombre pálido piensa en las flores de las Tullerías
-Y a veces sus apagados ojos tienen miradas ardientes.

El Emperador está borracho de sus veinte años de orgía
y se dice: 'Voy a soplarle a la libertad
muy suavemente, lo mismo que a una vela'.
¡La libertad revivió! ¡Él se sintió extenuado!

¡Está conmovido! -Oh, ¿qué nombre en sus mudos labios
se estremece? ¿Qué lamento impecable le remuerde?
Nunca lo sabrá. El Emperador tiene la mirada muerta.

Piensa acaso de nuevo en el compadre de las gafas...
-Y contempla escaparse de su cigarro encendido,
como en las noches de Saint-Cloud, una fina nube azul.

[Arthur Rimbaud]


Por alguna razón que desconozco, este poema me estremece, me eleva a la euforia, me arrastra a la melancolía y me acaricia en una espiral decadente hasta un punto que no sabría definir con claridad. Son los versos del autor francés que me han fascinado de una manera más clara, y contra eso no existe cosa alguna que pueda hacer o pretextar.

domingo, 4 de julio de 2010

Llévame a ti, Venecia

Sin amiga y sin libro, errante en las orillas
que mustia el sol y acaricia la luna,
Venecia, yo he de ser como una dogaresa
poseída por el sueño de tus canales lúgubres.
Tú, que sabes cuán fuertes pueden ser las tristezas
–porque su voluntad triunfa sobre el instinto
y poseen un rostro distinto que lastima–,
arrástrame, Venecia, a tu honda agua marchita.
Y cuenta a esos amantes vulgares del futuro
que ya les he juzgado y que yo los desprecio.
Oh tú, la solitaria, la altanera Venecia,
diles que nos burlamos de su humana alegría.
Desdeñémosles: son una turba insensata.
Ellos no saborean el exquisito tedio
de estar solos en medio de los hombres: a ellos
un desorden carnal les mató el pensamiento.
Diles, oh tú que flotas en las aguas
Fúnebre como yo, fría y oscura,
diles tú con mi voz de sombra y ya sin eco:
sólo es bella la muerte en tus hondos canales.

[Renée Vivien]

Restan días para mi regreso, del mismo modo que son pocas las horas antes de que recorra estos kilómetros de nuevo, pero con distinto objetivo y destino. Y, mientras tanto, pienso en Renée, en metáforas relacionadas con cafés helados y en una rara angustia de rosas lorquianas y violetas. Me hubiera gustado encontrarme con esta mujer. Cuando pienso en ella, recuerdo a Whitman con aquello de 'de haberles conocido, posiblemente les hubiese amado'. Vivien sería una víctima perfecta de mis raros platonismos y de mis admiraciones que brillan un instante para convertirse en eternas. Más allá de eso... mi estado de ánimo es perfecto para retornar a Renée Vivien. Y a otros muchos. Estoy tan invadida de deseos de cultura y de raras ansias de vivir que... inspiro apenas un segundo para sumergirme de nuevo en este maremágnum de reflexiones. Todo me sugiere algo, todo me hace constatar que estoy desgarradoramente viva y cada dolor, cada respiración fría, cada mirada al mar en el instante en que el sol hace arder mis ojos, cada recuerdo, cada pulsión de ausencias, cada nota oscura, me obliga a repetirme la palabra digna del alquimista. Vivo. ¡Vivo! Escribo, leo, veo, analizo y, esta vez, no comparto. Esta vez se trata de mí. El café se enfría, pero el té es cálido y me acoge en su bruma de melocotón.

jueves, 1 de julio de 2010

Utopía

[Extracto del relato que terminé hace un par de días. Y repito: tan sólo es un extracto]

El reloj se había detenido. Las cinco de la tarde. El tiempo parecía haberle hecho merecedor de la cruel paradoja de la eternidad; él, convertido en dios poseedor de la inmovilidad en aquel mundo veloz. Jean se rio e, instantes después, rompió a llorar. Se sintió patético. El férreo control emocional y la más intrínseca disciplina le condujeron a una triste realidad de sables. Rozó con sus dedos el espejo y se rio en voz baja, uniendo el llanto y la alegría en una misma estatua de cristal quebrado. Como Eros y Thánatos, que se fundían en un paroxismo último. Se sorprendió al recordar tan antigua fábula, mito y certeza.
Parpadeó. Una, dos, tres veces. Y, esta vez, constató que no necesitaba gafas. No se trataba de un adelanto tecnológico, de una herramienta o de uno de esos excelsos bienes de los que su capital le hacía merecedor. No se trataba de su felicidad pautada y encerrada entre los cuadraditos de una hoja de papel llena de fórmulas y complejas ecuaciones. Nada y todo. Jean apartó la mirada. Había pensado. ¡Había pensado! Quizá fue el brillo repentino de sus ojos, brillo de locura y certeza, lo que le impulsó a ignorar sus propias pupilas. Lo que le hizo temerse.
La melodía de Liszt continuaba desgarrando nota a nota el aire de la habitación. En un arranque de furia, los ojos anegados de lágrimas y un rictus a modo de sonrisa en sus labios, Jean se arrojó sobre el piano que se hallaba al fondo de la estancia. Su mirada vagó al reloj. Las cinco de la tarde. Suspiró, tranquilo. Por unos instantes, se atrevió a creer que la vida era suya y que, más allá de la máscara que el espejo le había mostrado, existía un destello. Sí, eso debía ser. Bastaba con revivirlo. Bastaba con permitir que los dedos helados de los cadáveres arrancasen la pintura que cubría la porcelana, para que, más tarde, esos mismos dedos, ya cálidos gracias a la pulsión de la vida, rompiesen en pedazos el cristal chino. Apartó de un manotazo las carpetas repletas de papeles que reposaban sobre el instrumento e hizo que el busto de Aristóteles se estrellase con un sonido sordo en el suelo. Después cerró un instante los ojos y se permitió regresar a una niñez lejana. Pensó en aquellos días en los que la música se revelaba falsa herramienta y vida, en los que el sonido poseía la facultad de arrancar los gemidos, las sonrisas, las lágrimas, los gritos encerrados en su espíritu, convirtiéndolos en la incompleta expresión de lo inefable. Liszt. Las manos de Jean arrancaron los más excelsos sonidos al piano, alcanzando la calidad de los mejores artistas europeos sin grandes dificultades. Pero, ¡ay! A medida que sus dedos viajaban con velocidad sobre las teclas y la música inundaba la habitación eclipsando la del tocadiscos, la furia de Jean aumentaba, teñida de una angustia terrible. Su interpretación rozaba la excelencia técnica, mas él sabía -sentía- que su vacío se reflejaba en cada una de las notas. Horror. Había convertido a Liszt en una segunda máscara que, con cada vuelta y cada acorde, se tornaba más tristemente frágil. Le pareció la peor de las perversiones, el más grande de los desvíos en esa existencia de senderos bifurcados y ocultos.
Se apartó del piano como si las teclas pudiesen quemarle los dedos. En el suelo yacía el busto de Aristóteles, roto y rodeado de papeles escritos en inglés, japonés y alemán que le recordaban sus obligaciones. Las cinco de la tarde, todavía. El tiempo era suyo. Se acercó al tocadiscos, y lo pateó con fuerza, intentando, quizá, acallar la excelencia lírica de la pieza para piano o el susurro oculto de la aguja, ahora claramente perceptible. Parecía chirriar dentro de su mente, como millones de ratas que amenazasen con roer su máscara y alcanzar su espíritu muerto. Jean gritó y volvió a patear el mueble de madera, buscando con ello silenciar la música y arrojar la perfección humana de Liszt a sus pies. Miró el reloj, de nuevo. Las cinco de la tarde. Con paso sereno se acercó a la ventana y encendió otro cigarrillo. Le había dicho a su esposa en más de una ocasión que abandonaría el perjudicial hábito del tabaco. Esta vez, se prometió a sí mismo que sería el último.
Nadie entendió, ni siquiera yo misma, el motivo por el que el cuerpo de Jean Delacroix se estrelló, a las cinco y cuarenta y cinco de minutos de la tarde, contra el pavimento de una de las más grandes avenidas de Berlín. Dicen que, escondida entre sus ropas, dormía la vieja aguja de un tocadiscos con una palabra pintada. La ignoro.


Nota final: Este texto debe ser leído con la Rapsodia número 2 de Liszt a modo de acompañamiento, por ser la música a la que se alude y que me ha servido de acompañamiento durante la redacción. ¿Por qué Liszt? Había pensado en Beethoven o Tchaikowsky, pero este compositor me trae recuerdos interesantes y me hace pensar en una novela que debería releer, aunque ahora y no está en mi biblioteca. Quizá sea mejor así. Y quizá nadie pueda entenderlo, pero no importa. ¿Las cinco de la tarde? Hoy estoy lorquiana, señores.