miércoles, 30 de marzo de 2011

No puedo no ser

Prisión de París, madrugada del 12 de marzo. Paisaje con dos claroscuros, un oficial venido a menos y un recluso peligroso, Jacques Dufaunt. Cuatro horas para la ejecución, pública, como lo es toda exhibición del poder de la ley. Aquí todo el mundo se olvida de la Ley.

No tengo miedo a la muerte, sino al último instante de lucidez. ¿Usted no, monsieur du Blanc? Ya veo. A usted se le ha olvidado el miedo con tantos ejércitos, tantos besos de mujeres robadas y tantas órdenes. No creo que debamos temer el final. La nada misma es el destino natural del hombre y, cuando seamos nada y nada seamos, ¿cree usted que a alguien le importará su interés por Tomás de Aquino? Déjese de causas primeras. Déjese, ya que estamos, de trascendencias y de teleologías bizarras. Al diablo con Aristóteles. ¡Al diablo! Si tan sólo existiese la más mínima esperanza de que el diablo existiera, monsieur du Blanc. Pero a la nada misma, que de tan nada ya ni mayúscula tiene, es adonde nos dirigimos.
Lo que yo temo es el último instante de lucidez. Ese momento en que comprenderé -comprenderá, comprenderemos, comprenderéis, comprenderán- la futilidad del afán del hombre. No, nadie se muere de muerte. Todos nos moriremos enfermos de vida, saturados de sangre, con las carnes podridas por el tedio y la monotonía. Nos moriremos ebrios de silencio, con la bilis de carneros sobre las pupilas y los besos de las vírgenes enredados en los dedos rotos. Nos moriremos de anhelo, desgarrados por mil espinitas de erizo, vapuleados y reducidos a ceniza blanca entre las olas de un mar que no exigimos. Nos moriremos de tantos calmantes, de tanto dolor escondido, de tantas drogas de agua atravesadas en el corazón. De eso nos moriremos nosotros, que buscamos, que ansiamos y desistimos. No dude usted, monsieur du Blanc, que yo ya he desistido.
Míreme. Amanece en dos horas y el verdugo traerá la cicuta. ¡Ya me gustaría a mí, como Sócrates! Sí, ríase, ríase. Traerá la silla eléctrica, o la horca, o el cuchillo afilado, o la cruz de madera. Preferiría la cruz, ya ve. Dicen que el dolor purifica. Quizá sea simplemente una falacia de locos trasnochados. Dos mil años de locura y un patíbulo como altar mayor; un agonizante es el divino sacerdote. Eso sí que es una falacia de locos trasnochados. Pero no me haga caso. Yo elijo la cruz. Una cruz negra, enorme, como un mundo de grande. Una cruz de brazos que abracen, que yo nunca he sabido hacerlo y quiero intentarlo antes de que llegue el instante último. Una cruz de peces verdosos, una copa de hiel para mi garganta seca, una corona de doradas espinas, un grito que ahogue el mío, un beso de Judas. ¡Claro! Eso me falta. El beso de Judas. ¿Me lo dará usted, monsieur du Blanc? Es cierto, es cierto. Lo olvidaba. Todos los hombres llevamos la marca del beso de Judas en la mejilla. Se nos quiebra el alma en pedacitos sin recomponer, un rompecabezas donde no existen pistas, ni brújula, ni guía, ni camino. Todos llevamos a Judas a nuestro lado y, en cada embite de Fortuna, dejamos que nos muerda con fuerza el cuello y beba. Silencio. Jamás he amado a Judas. Nunca podría amar a Judas. ¿Qué quiere que le diga, monsieur du Blanc? Ya de ser malo, pídale a los de su Iglesia que me regalen la seña de Caín. Oh, por supuesto que sí. Yo no pedí ser Caín, pero, si debo ocupar un lugar en sus santos lugares, que sea el de Hermano. Él no temía a la muerte. Ya se lo he dicho, monsieur du Blanc. Yo tampoco le tengo miedo.


Nota final: El cuadro es La creación del hombre, de William Blake. Es una de las pinturas que más me han afectado siempre. Creo que el rostro del hombre refleja muy bien el sufrimiento de la existencia humana, como si ese nacimiento entre serpientes, bajo una mano que ni impone ni acaricia, fuera el inicio de una condena feliz hasta su último instante: desespero y conciencia. Interpretación subjetiva, por supuesto. Pero adoraré mi subjetivismo por un día.
Música inspiradora: Endzeit, de Heaven shall burn.

sábado, 26 de marzo de 2011

Negro de redes

Los pajecillos alzan los brazos de luna.
Ni siquiera tú creerías en ellos
porque llevan máscara.
Pero
aquí
o allá,
en
la
franja
amarilla que soporta soledades,
en el gemir de prisas y carreteras,
en los reflejos blancos de las prostitutas,
en el pecho roto
de los niños de barro.
Aquí o allá,
Adán rosa viola a Eva, rota roca de agonías.
La máscara no es enemiga del hombre,
porque el hombre es máscara
y nada hay sino un Narciso blanqueado
o un bello sepulcro de asfixias.
La máscara es enemiga de la mano.
La mano que se alza
y que cae entre dos vientos oscuros.
La mano que promete y que jura.
La mano que no miente,
porque basta ya la máscara rosa
y los besos de las golondrinas,
porque basta ya de ventanas
y basta ya de susurros sibilantes de serpiente.
La mano que se tiende en silencio.
La mano que envuelve, que acoge.
La mano que eleva
y la mano que arroja al suelo
entre desmadejadas madejas de lino.
La mano que rompe y construye.
La mano que abofetea en silencio.
(Bendito silencio quebrado de nubes)
La mano que se hunde transparente,
lenta, certera, segura.
La mano de dedos largos, femeninos, dueños.
La mano que impone.
La mano que bebe.
La mano que exige
y da siempre, al final,
dulces caracoles de llanto,
dulces lágrimas enroscadas,
dulces besos de agua
que los hijos de los fariseos no entienden.


Nota final: La imagen es mi obra favorita del fotógrafo Erwin Olaf, parte de su serie Chessmen. Equivale a decir que es una de mis trabajos favoritos en este mundo. Me gusta la composición, ese B/N tan interesante, la evocación y la identificación... toda una colección de razones más o menos implícitas. El texto, totalmente modificado desde su primera génesis, es un grito. Un grito dulce, un agradecimiento silencioso.
Música con la que debe acompañarse: Rain, Ryuichi Sakamoto.

viernes, 11 de marzo de 2011

El discípulo

Pablo tenía dieciséis años. Dieciséis años, un libro de poemas, una curiosidad por la terrena realidad del mundo y un secreto. Pablo llevaba dos astillas de cedro clavadas en el pecho, dos cruces de cielo atravesadas como las de la Dolorosa. Había una herida de cieno en el costado de Pablo, en la que mil y tres hormigas hurgaban, rascaban, bullían, buscaban. Había un poema de astillas y de costados en la frente de Pablo. Había dieciséis páginas rotas entre sus pezones encendidos.
Él te miraba y tú sabías de las espinas hundidas en su piel. Despacio, lenta, muy lentamente. El dolor del alma es un tormento que se ofrece frío. Sí, como puedes imaginar, frías eran también las piedras de la vieja iglesia, y fríos los bancos, y frío el corazón del anciano sacerdote. Los cánticos y el chirriar del órgano se perdían en una cúpula sin nombre, adornada por ángeles desvaídos, sin sexo, sin vida en sus ojos glaucos. Pablo levantaba la mirada para verlos, pero la luz divina le cegaba. O, quizá, se trataba de los rayos del sol; no puedo saberlo. Ni siquiera él lo tenía demasiado claro.
Las beatas rasgaban las cuerdas de los gatos al pasar las páginas de sus pequeños libros forrados de piel, rápidas y agudas. Sabían de padrenuestros, de avemarías y de salmos. Sabían de infiernos y de pecados. Sabían, y en esto eran expertas, de la infinita ira de Dios. La habían sufrido en sus carnes, ¿no era así? Un hijo muerto. Una cosecha perdida a causa de la escarcha. Un dolor agudo en el vientre, que crecía y se agarraba a los pulmones, que se bebía la vida no aprovechada con la premura del visionario y el náufrago.
Pablo también sabía de la ira de Dios. Pablo tenía dieciséis años y un secreto. Sí, puedes creerme: un secreto. Un secreto que se le atravesaba en la garganta y le quemaba, que le impedía atacar las patitas de los ratones. Respiraba humo amarillo y soñaba los negros sueños de las cámaras de gas, adormilado durante las plegarias del mediodía. Y, cuando el señor cura se daba la vuelta para internarse en la sacristía, se dejaba llevar por el terrible atrevimiento de abandonar su lugar en el banco. Resonaba el órgano en la iglesia entera, con notas de juicio y de espera. Y Pablo se estremecía, como si le hubiesen arrancado la túnica de monaguillo y expuesto en el mismo altar, como si hubiesen escrito con veneno de verdades el secreto en el medio de su frente. Caín.
Él no había pedido ser Caín. Con el corazón escurriendo en sus dedos blancos, avanzaba entre las filas de muebles, entre los ribetes de oro, entre las estatuas vacías. Siempre se arrodillaba frente a la misma imagen, la que menos fieles tenía. La sangre del Cristo era cierta; sus labios dibujaban un gesto de éxtasis, de sufrimiento o de vida. Pablo no lo entendía, pero le bastaba mirar. Unir sus manos, cerrar los ojos y rezar. Bajaba la cabeza y, a veces, miraba de reojo las elegantes botas de Marina, la gentil soltera que poseía una tienda de perfumes. Unas botas altas, negras, de fino tacón aguzado, como la lágrima de un ángel que se hubiese estrechado hasta lo imposible, hasta convertirse en la lengua de Lucifer. No, él no había pedido ser Caín.


Nota final: Otra imagen más para Estatuas de Barro. Imagen del gran Jean Cocteau.

Puentes blancos

De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. El sabor viejo del pan de arroz jugaba en mi boca; detrás de mí, los viandantes corrían, se afanaban en su eterno transcurrir de cigarras y hormigas. Yo respiré porque no sentía la presión del tiempo; en realidad, ni siquiera tenía adónde ir. Sorprende lo dolorosamente libre que se siente una cuando se olvida de los relojes. Es como renacer, como resucitar; ¡sepulcros blanqueados!
A mis pies se extendía la ciudad entera: un remolino de brillos rotos de agua, un sinfín de geométricos caleidoscopios. ¡Y los coches! Soldados de un régimen sin líder, guerreros fieros de un mañana sin luna enrejada. Sí, al borde mismo del puente acerado, de cuero y de negro bajo las luces blancas, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. Conocí su belleza; la perfecta hermosura del sol que se apaga y se esconde para siempre, sol hecho de pecado y de molicie.
Los seres humanos amamos los cánones. Jugamos a ser Apolo y creamos en los acantilados de lo imposible un modelo, un koiné, una figura de mármol. El mármol es frío; las proporciones son frías y el deber moral se asemeja en gelidez a los glaciares árticos. ¡Malditas matemáticas! Jugamos a ser Apolo y arañamos espejos en un frenesí del que no descubrimos sino la piel desgarrada. Y, sin embargo, el ser humano es genuinamente imperfecto. Es oscuro. Es diabólico y divino a un tiempo. El ser humano cae, y es en su caída el más maravilloso de cuantos entes conoce el amor por el saber.
Descubrí la belleza de lo que está corrompido; llamamos corrupción a las manchas sobre el molde perfecto, a las gotas de sangre en el cristal de plata. ¿Por qué no va a ser hermoso lo condenado? ¿Por qué no tomar los temores humanos y alzarlos a los altares? La literatura, la verdadera literatura, no busca la proporción perfecta y la armonía escrita, sino la sangre y la carne, el alma de tierra. ¿Pasión? El frío es una pasión igualmente, cuando se convierte en arte. Pero, ¡cuidado! Pasión en su genuino significado, al igual que Eros y Thánatos unidos, fundidos, fruncidos en los faldones de una Historia condenada a la masculinidad.
En el fondo, siempre me ha dolido el peso de las estatuas. Oh, sí, el perfecto juego bíblico, la maravillosa declaración de universales principios que elude deberes, el sorpresivo elogio al sufrimiento gratuito. Eso no va a cambiar. Creo en las personas; eso equivale a decir que creo en lo efímero, en lo que está condenado desde su nacimiento, en lo sucio por las llagas de la existencia. Creo en las personas y en su imperfección, digna de la mayor de las odas. Creo en la hermosura de cada gota de agua derramada en la tierra. Creo en la verdad del barro, en la necesidad de mancharse las manos con su aliento y beber de sus pozas, para conocer el dolor y el más cortante de los placeres. No creo en la bondad, ni en la felicidad, ni en la perfección. No creo en la divinidad de oro; en todo caso, en la de oro hueco. Pregúntame si creo en el amor; será divertido. Creo en las personas.
De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. No había mendigos bajo el arco, pero sí una muchedumbre de ratas abandonadas a su suerte en la metrópolis de la pureza, que se repite hasta la saciedad aquí y en todas partes, como la ilusión de espejos que describía Aldecoa. Oh, pobres, pobres mendigos disfrazados, víctimas de vuestra propia pobreza, orgullosos de la ignorancia de mármol, maquis de un símbolo que jamás os ha escuchado: ¡yo os maldigo!
Bendije a Dioniso. Reí, caminé. Bajé del puente.


Nota final: Dolorosamente real, sí. La imagen es Alandus, de Erwin Olaf.