sábado, 21 de agosto de 2010

Revoluciones

-No te marches todavía, hijo. Siéntate aquí, a mi lado, junto a la lumbre.
La anciana de cabellos canos y sonrisa desvaída palmeó suavemente el banco en el que había decidido otorgar unos segundos de resposo a sus huesos exhaustos. En otro tiempo, los hombres habían dicho de ella que poseía los ojos más hermosos de todo el pueblo francés, azules como zafiros arrancados al cielo egoísta y colocados en su rostro de porcelana. En efecto, ni siquiera la mirada de la noche más hermosa y pretenciosa podría emular el mar y el trigo que se entrelazaban íntimamente en aquellos iris. Quizá fuese ese recuerdo lo que obligó al muchacho, ya un hombre, a arrojar al suelo la bayoneta y las cartas de recomendación, para dejarse caer junto a la anciana. Sí, posiblemente se trató tan sólo de un instante de memoria, pues los ojos de la mujer en nada se asemejaban a lo que un día habían sido.
Aún así, el joven fingió observar por unos instantes el fuego, para después ajustarse las botas de cuero, en un intento decidido de ocultar ese nerviosismo de niño que precedía a cada acontecimiento importante. Por unos instantes, se permitió pensar que habría sido mucho más sencillo dirigirse a la puerta sin volver la mirada atrás. Al fin y al cabo, la voz de su madre era tan leve que fácilmente podría haberse perdido en el aire, como esas tristes mariposas nocturnas que vagan en busca de la luz para consumirse en ella tras haberse sentido plenas durante unos instante. Desde luego, la cercana perspectiva de la guerra resultaba mucho más alentadora que el hecho de observar los ojos hoy vacíos de aquella mujer que le había traído al mundo, aquellos ojos que hoy poseían tan sólo el brillo triste de la ceguera.
-En estos tiempos de muerte, hijo mío, los jóvenes se creen con el derecho a inventar el mundo. Y quizá deban hacerlo. Pero tú no, François, tú no inventarás el mundo, ¿verdad? Para eso bastan los locos y los ilusos. Luego llegan los poderosos, revestidos de la más importante de las tareas. ¿Sabes cuál es? Consiste en arrojar al suelo y destrozar los cimientos de lo construido. Hacen arder a los que inventan el mundo en la hoguera de las vanidades.
Había una pasión extraña en la voz de la anciana, que extendió sus manos arrugadas por el trabajo y la fatiga para calentarse, encontrando un refugio al oscuro frío del invierno francés. El joven no la interrumpió. Resultaba mucho más fácil observar las botas y decidirse a escuchar con calma los desvaríos de la mujer. Al menos le parecía preferible a su habitual silencio de golondrina muda.
-Todos los hombres están convencidos de que el suyo es el momento aguardado por todos, y ellos, los protagonistas de su fabulosa historia. Creen saber que ese Dios al que invocas en sueños les protege y guía con mano firme. ¡Dios! Si es Dios tiene un atisbo de inteligencia, con toda posibilidad se habrá marchado a entablar un combate de besos con su más antiguo adversario, pues ésta es una Tierra de miseria humana- ella calló por unos segundos, donde tan sólo el crepitar débil del fuego encontró voz para hacerse escuchar-. Hijo, no creas lo que dicen ellos, los hombres poderosos. Ríete de sus tristes afanes y desdeña la filosofía, el derecho y las matemáticas. Desdéñalos a todos, François, en especial a los que portan rosario, crucifijo y espada. Esos son los peores. Tú, hijo, aún eres puro. No, no menciones a Daphne, que ya sé de vuestros juegos antiguos, ni las peleas de niños con el pequeño Antoine. Es mucho más importante que eso, François. En el fondo, tú todavía no crees sus palabras, ésas que animan a la muerte y al dolor, que ensalzan y deploran el lujo por igual. Tú todavía no has forjado la máscara de doble y aguzado rostro. Todavía no, ¿verdad, François? ¡Todavía no!
El hombre apartó por unos instantes los dedos de sus propias botas. Quiso arreglarse un poco el sombrero y comentar con voz conciliadora que el encargado de reunir a las milicias aguardaba en la plaza de la ciudad más próxima. Deseó alegar que su mayor ansia era entregar la vida por aquella patria de reyes que lentamente moría para entregar su tierra de injusticias a lo que los intelectuales llamaban libertad. Las palabras se ahogaron en su garganta, y tan sólo pudo apoyar su mano sobre la de la anciana, que le dedicó otra sonrisa fugaz y mistérica, una sonrisa de madre.
-Todavía no… No dejes que lo hagan. Todos llevamos dentro dos afanes, pequeño François. El asesinato y el suicidio, pues se engañan quienes piensan que la vida empieza con la luz. No lo hace así. Comienza y acaba con la muerte, y ésta es tan negra como el mundo que hoy contemplan mis ojos. El que asesina, recibe la condena y el desprecio, y se entrega a la culpabilidad por siglos. Y quien se mata, entrega su espíritu al ostracismo, y consagra a este mismo sino a aquellos que aún permanecen en la Tierra. De modo que, François, encuentra estas dos ansias dentro de ti y ponles férrea brida, para que jamás puedan otros emplearlas en tu lugar. Y no dejes, François, que te muestren la falsa luz de la guerra. Porque la guerra es muerte, no libertad, y la muerte… ¿Qué he dicho de ella? La muerte se revela sombra, final y abismo, como lo que ven hoy mis ojos, esos que tu difunto padre hizo arder con su furia de ácidos y fuegos. Ahora ve, y no sustituyas jamás la bendición de una madre por la de un obispo o un caballero.


Nota final: Decididamente, las vacaciones hacen estragos en lo que a publicar se refiere, y sé que en un tiempo, cuando decida releer todo esto, me entristeceré por los períodos sin escribir. O sin hacer público lo escrito, que no es lo mismo. El presente texto es algo extraño escrito a las cinco de la mañana de un día en el campo, tras trabajar unas cuantas fotografías. No sé por qué lo he escrito... o quizá sí lo sé, y me guste reírme de haberle dado un toque de 'escrito poseedor de un mensaje' cuando no es, de ninguna manera, mi estilo. Aún así, las cosas nuevas de cuando en cuando funcionan bien.

lunes, 9 de agosto de 2010

Porqués Cariacontecidos

Y la noche cayó por su propio peso, sirviendo de siete velos para tus besos.
Temblaban en el último instante de tu sol las alas muertas de una mariposa
que aleteaban hacia el horizonte, buscando porqués que nadie pudo darles.
Porqués de fuego, de escarcha, de tiempo.
Porqués rotos al borde del abismo, porqués que nadie espera, y que todos ansían.
Porque los porqués de la mariposa, son sólo proyecciones de sombra, que no existen, que no respiran, que sólo mantienen su melancolía. Honda.
Melancolía eterna de aguas celestes, oscuras, y de sangre quieta. Pero tu sol, ¡tu sol! De mil agonías rasgadas por el grito de lo inefable, por el susurro cálido de las noches de Arabia.
Arabia que fue arena en tu recuerdo, rascando y descascarillando los restos de tu cariño. Que cayeron en un balde, el balde del que bebió su hambre. Hambre de tierra firme, y de que todo fuera oasis.
Mas tú lo sabías, tú llevabas aquellas palabras grabadas en tu carne de diosa. Que no era siglo de oasis ni de aguas del Norte, sino de silente sed en un desierto de ausencias, donde ni la rosa blanca, ni la margarita impura, abrían sus pétalos a la luz crepuscular.
Y tú lo sabías, oh ladino susurrar del viento. Mientras me convencías que no era sino oasis, lo que faltaba en mi aliento. Y alentando, alentando en el alma, me condujiste a noches de sufrimiento. Más me diste también felicidad, mezquina hoja cimbreante con doble filo y doble verbo.
Y tú lo sabías, oh reír de las aguas del arroyo encerradas en el viejo cántaro de barro. Susurrabas palabras de oro y de ámbar, tintando de púrpura las huellas del tiempo en el retrato inmortal del espíritu. Dibujabas con tu mano de espigas y arena sobre mis palabras, aquellas que en tu nombre invocaban la más sublime de las decadencias.
Y tú lo sabías cuando, juez y verdugo, espada y cáñamo, te abatiste sobre mi esperanza. Otrora verde, otrora encendida. Otrora un rescoldo, una salida. Y la cercenaste, y la laceraste. Y bajo tu tacón se estrelló mi retrato. Esquirlas, sólo quedan esquirlas, de lo que un día he sido y he soñado. Esquirlas, sólo quedan esquirlas de polvo atormentado.
Y yo lo sabía. Certeza pálida de amanecer perdido en los desiertos de Libia, donde no existe sino sol y hambre de luna. Certeza de vientos escarchados, cristales de la cansada bailarina que yacen en el suelo, palabras grabadas en el perfume del terciopelo. Una noche de negro manto, pues yo lo sabía. Y no existe hoy sino penar y ausencia, silencio de sepulcros de cal hendido por la hoja fría de la muerte.
Y yo lo sabía, cuando, torpe y quizá cegado, me abandoné a tus brazos. ¿No comprendes que en ese momento, disfrutaba estando encadenado? Pero tú fuiste grieta, y fuiste halo. Fuiste despertar amargo. Y entonces mis cadenas tintinearon, y las vi, nítidas, tanto como mi desengaño. Y cayó la ceguera. Y se alzó el deambular desesperado. Y cayó tu imagen. Y se alzó un halo de alquitrán entreverado.
Mas eran de acero y de cobre, de metales templados en tus besos de anhelo. Ah, momento antiguo en que ansié tus ataduras y deseé encontrar mi ser frágil frente a tus ojos de gacela. Extiendo mi espíritu quebrado, cielo de estrellas y lunas contrarias. No vuelo. Mis palabras de idólatra adoran tu estatua, tu imagen de cordero falso entre ámbar y sangre. Son de acero y de cobre, de metales templados en tus besos de anhelo. Y, aunque respiro, no vivo si no es entre las cadenas áurea de tu pecho.
No vuelo, me arrastro. Y martilleo las cadenas de mi sino enamorado. No vuelo, me enfango y recuerdo las caricias que repartías con tus manos, sobre este cuerpo ya repudiado, ya desconocido, ya lejano.
No vuelo, sólo me arrastro, sobre trozos de cristales que mis ojos han llorado, sobre aguas de caudales que tu desidia ha descauzado. Ya no vuelo, mis alas bajo tus recuerdos, enterradas han quedado. Ya sólo me arrastro, lejos, donde no puedas oír mis llantos. Ya no vuelo, sólo me arrastro, mordiendo las rosas, al filo de tus porqués traicionados.

Nota final: Es la primera vez que hago esto. La primera vez que escribo una suerte de poema en prosa (o algo parecido) en compañía de otra persona. Ha sido un pequeño proyecto llevado a cabo con Moi, un increíble señorito al que conozco desde hace poco y que se ha ganado un lugar en mi espíritu de pergaminos viejos, teclados y musicalidades extrañas. Creo que no estaríamos compartiendo estos graznidos de cuervo míos y esos bonitos versos tuyos de no ser porque tú portabas aquella libreta violácea y yo, mi inseparable Moleskine. Qué casualidad, ¿no? He de decir que ha sido hermoso redactar de esta manera y que querré repetirlo, en breves.

sábado, 7 de agosto de 2010

Ausencias

Que tiemblo, como hojas de mayo en tus ojos vacíos,
como un grito de instantes en tu boca impura,
como el susurro pecaminoso del aire
en las túnicas de los hombres del monasterio
que soñé visitar contigo a la hora de la soledad,
ésa que vive de otoños lejanos y hostiles.
Porque -tú, yo- deseaba amarte
entre las piedras antiguas, arcaicas, viejas,
entre los vestigios de lo que fue y nunca será,
entre la hiedra y el musgo, y los cálices rotos.
Mas hoy no quiero vino.
Quiero tu suave delicadeza de náyade
y el poder de tus pupilas de sirena.
Silencia tus labios, libérame del eterno suspiro
convertido en tormento teocentrista y oculto,
donde tú eres dios y demonio,
donde yo soy sólo una brizna quebrada,
arrojada al mar en el instante último de la espuma.
Y es un suicidio.
Una placentera muerte de Séneca,
¡porque él sangró!
Pero yo soy extensión yerma,
como cuero perdido en tu montaña de dios y hombre.
Herida de muerte, mas no de sangre,
y necesito granadas, tanto como lirios,
y necesito el hálito caliente de tus labios
para silenciar mi llanto de rojo y de vida.
Un vacío de siglos y de eternidades conjuntas.
Pero yo soy extensión yerma,
porque no late tu esencia de ninfa en mi carne
porque no existe respuesta en los silentes ecos
de este templo sagrado en que riegan mis labios
con vino fresco de la cosecha de tus años perdidos,
Porque la sangre no es ya real.
Rasga, rompe, quema, mata.
Mata.
Haz que olvide el frío de las piedras ennegrecidas
por el fuego de lo que existió y no existirá.
Herida de muerte, mas no de sangre.
¡Deja que beba! ¡Deja que arañe tus paredes de mercurio!
Arráncame de este sepulcro de cal donde, muerta, vivo
y respiro el perfume suave de tu ausencia.


martes, 3 de agosto de 2010

Sed de granadas sangrantes

A un hombre que quiso ser luna

Roca, cristal y flor,
capullo de amaneceres perdidos
que florece en los ojos viejos de las gacelas.
Tú regresas, con el velo rasgado,
la inocencia de niña ardiendo en tus senos de agua.
Y conoces el latido último
en el que suplicamos la ausencia blanca de la muerte.
Mientes. Eres como de espigas y tierra,
como de espíritus transfigurados en lenguas extrañas,
como de melancólico sol que ansía tornarse luna.
Caminas, quebrado en tu mirar de noche,
pues tú has dibujado con navaja y sol en tu piel
el hambre y la sed de granadas sangrantes,
y has descubierto la fuente de la que mana el deseo;
tú conoces la cárcel edificada con esquirlas de hielo
que deja caer su sombra sobre las ciudades mojadas,
donde agonizan los cuervos y los suspiros,
donde son arrojados los sueños culpables de los niños de barro,
donde el dolor es soledad, ausencia y viento,
donde mueren las costillas que Adán ya no ama.
Aprietas el paso para evitar los corredores de muerte
en los que áureos verdugos se ocultan, temerosos,
y ven en tus ojos el frío fracaso de la existencia.
Te aguardo. Respiras una vez más. Y es la última.
Y me regalas tu abrazo de ansia y de olvido,
me muestras tu perdición de lustros negados
antes de buscar una respuesta en el mar que negó tu nombre.
Y desgranas tu eternidad de metales y casquillos
para contemplar la imagen del Cordero y la Púrpura
que ellos veneran, maldicen y devoran
en su deseo infinito de rasgar sus ropas frente a las estatuas.
¡Idólatras! Ellos buscan tus dedos húmedos de cadáver,
de cuerpo envuelto en la sensualidad de las olas,
para abrir sus pechos farisaicos y arrancarse el corazón.
¿Puedes verles? Mira cómo lo arrojan
en la tierra yerma que ignora su sangre de reyes
y niega su virtud de oro y diamantes.
No, ellos no pueden recordar tus ojos de amatista
ni imaginar tus temblores de agua frente al espejo de cobre,
ellos no saben del llanto de la luna ni de tu silencio
ni conocerán nunca la perversa naturaleza de tu divinidad.


Nota final: Éste es un texto quizá extraño, quizá carente de calidad, quizá falto de sentido. Y, sin embargo, lo he escrito con cariño. No es poesía social -la detesto-, ni mucho menos poesía reivindicativa. Sin embargo, la compuse después de encontrar entre las páginas de un libro un recorte de prensa de hace tiempo, acerca del asesinato de una transexual. Uno de esos crímenes de odio, como los llaman en los EEUU, que de cuando en cuando saltan a los medios. No es mi estilo el de los discursos reivindicativos, ni siquiera el de escribir algo que posea una función, pero releer la noticia me sacudió de una manera profunda, dejándome por unos instantes pensativa, con una mezcla de furia, impotencia y tristeza. Y surgió, pues, este poemilla, en mi etapa de símbolos y metáforas bastante clásicas. Una época un tanto lorquiana, para qué negarlo. De ahí, en parte, el título. Granadas -ay, Granada- y sangre.

domingo, 1 de agosto de 2010

El aviador del cielo quebrado

Sanxenxo, 28 de julio

Él se yergue, firme en su argenta perfección
de mármoles y melancolía brillante.
Su mirada oculta la nostalgia oscura
perdida entre el amargor del vino claro
y la sangre quieta del ahora.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Quienes le miran ignoran el olor del alma
y nunca -él lo sabe-
han soñado los sueños alados
entregados al pájaro azul y ambarino.
Él aparta sus negros escarabajos muertos
del amplio paño en que grabó su nombre
y no ve -no desea ver-
el camino trazado sin rumbo
con la tinta frágil del caballero poderoso.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Ansía la levedad del junco
para abandonar la prisión blanca de la piedra,
para arañar los pechos de los hombres
y decir sus anhelos de río quieto.
¡Ah, si sus labios fuesen de sangre y cobre,
él gritaría con enojo hipócrita
y lloraría las rosas anaranjadas del olvido
frente a su triste cadáver de hierro!
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Acoge con expresión decidida
a las viejas hermanas de sueños
que, traidoras, le legan tan sólo
el blanco de la mariposa, la nube y la memoria.
Él se esconde del mar y de la explanada última,
y desdeña con sabiduría de siglos el oro brillante.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.

Viejo aviador de figura quebrada,
ya no existe para ti lugar en este mundo que corre
ni ansia que se refleje en tus dedos de plata.
Eres sombra y ausencia débil,
visión oscura como tu mirada eterna
que busca una imagen en las frentes limpias
y las rosadas caricias de amaneceres perdidos.
Diríase que quiere ser de agua,
y no de metal y cielo.



Nota final: Retorno a las tonterías con pretensión de poéticas que escribo de vez en cuando, por una razón tan sencilla como es el hecho de que, ahora mismo, la lírica se revela el mejor vehículo de expresión para lo que no sé decir de otra manera. En cuanto a estos versos, desearía aludir al ente inspirador de los mismos -un aviador convertido en estatua que miraba silencioso al cielo sin nubes- y a la melancolía sorda que esta imagen me sugirió. Y es que, al verlo, sólo pude pensar que quizá el jamás hubiese deseado tornarse estatua metálica, perdida entre terrazas, edificios de apartamentos veraniegos, vistas a la playa que muchos juzgan maravillosas y gentes a las que poco importa su historia. Qué tontería, ¿verdad? Pero sentí encogerse algo dentro de mí y deseé arrancar la estatua de su pedestal para llevarla de la mano a ese mar que él contempló desde su avión y al que cualquiera desearía regresar.