viernes, 19 de marzo de 2010

70 million

Hacía mucho tiempo que un videoclip no me tocaba la fibra sensible, obligándome a pronunciar un Chapeau sincero. He visto vídeos creativos, interesantes, sugerentes, incitantes, sorprendentes, desagradables, atractivos... colocad un buen número de calificativos semejantes a los anteriores, y tendréis la nutrida lista. Sin embargo, llevaba semanas sin que uno de ellos me diese una sorpresa tan grata. Se trata de 70 million, de Hold your horses. Tanto la letra de la canción como el vídeo merecen atención, especialmente lo segundo. Grandes cuadros de la historia del arte reinterpretados, guiños a la cultura pop, Van Gogh devuelto a la vida y una larga lista de detalles que se resumirían fácilmente en el concepto de aquello que se crea sirviendo de base para crear; que mucho tiene, en definitiva, de evolución y de avance el arte, innovando sobre lo existente. Un toque transgresor, una pizca de ingenio, unas gotas de sentido de lo estético y de los sorprendente, y unas ideas creativas interesantes; son la receta perfecta.
Antes de echarle un vistazo, y sin cuestionar los conocimientos de nadie, sugiero tener a mano el Google Images e ir tecleando unas cuantas palabras. ¿Ideas? Quizá
La lección de anatomía, de Rembrandt o La muerte de Marat, de David. No quiero anticiparme. Lo mejor es echar un primero vistazo y tratar de adivinar con qué cuadro se identifica cada pasaje; si escribiese los títulos, perdería la gracia. Queda en vuestras manos.


Nota final:
Hold your horses es un grupo sumamente interesante; todo, desde su nombre hasta sus canciones, resulta extrañamente genial. Aunque el tema central del artículo sea el videoclip tan artístico, no quería dejar de mencionarlo.

jueves, 18 de marzo de 2010

Rosas de cristal oscuras

Cuesta asumir hasta qué punto las acciones más sencillas llaman a la puerta de lo que se creía olvidado. Y hoy, frente a un vaso de Coca Cola, he recordado. Lo he hecho con una vividez difícil de describir, que ni en mi última inmersión en las evidencias más claras del pasado, fui capaz de alcanzar. Sí, he recordado. No ha sido un pensamiento agradable. No ha sido un recuerdo grato. No ha sido siquiera uno de esos pensamientos tejidos de dolor y de alegría, esos que suelen incluir a un amigo, a una novia, a un padre. No. Ha sido el recuerdo puro y descarnado, de aquello en lo que no se quiere pensar y que, sin embargo, sigue ahí. ¿Quién sabe por cuánto tiempo?

En medio de un intento de convertir la cueva de Polifemo que es mi habitación en un templo a mi medida, encontré el pasado domingo una cantidad increíble de cosas que creía perdidas. Aparecieron las postales traídas de Roma, las cartas que me enviaba con una amiga a los cinco años, la cruz de plata que me regaló mi padre hace cuatro años, los folletos de la librería Berkana, los dibujos con estampado militar, las primeras poesías que escribí y los cuentos que de pequeña redactaba, las flores secas de un regalo de mis primos entregado cuando me rompí la piernas, el bolígrafo que más me gustaba cuando estaba en Primaria, los álbumes con las fotos de cuando hacía equitación y de lo que sospecho es el acuario de O Grove, los recortes de periódicos de tema literario y, especialmente, las copias de los textos que he ido redactando, mis novelillas tontas sobre la antigua Roma y los relatos breves y sencillos. Todo esto hubiera pasado sin mayor relevancia, con no más que alguna sonrisita estúpida y una revisión benévola al pasado con David Bowie de fondo, de no ser por el último y tortuoso hallazgo. Los diarios. Encontré mis diarios, aquel escrito desde que tenía seis hasta ocho, el de nueve a diez y, por desgracia, el de doce a catorce.

Los dos primeros no me dieron problemas. El tercero, sí. Los seres humanos tenemos la interesante costumbre de jugar con el recuerdo del dolor involuntariamente. ¿Alguna vez os habéis roto un hueso o cortado de forma muy salvaje? Posiblemente, luego no recordaréis el dolor exactamente, no podréis revivirlo... tan sólo será una imagen mental directo resultado de nuestra percepción. Yo olvido los dolores físicos. Y, cuando las rosas de cristal se quiebran, quedan cicatrices. El domingo se abrieron un poco. Hoy me he limitado a asomarme a la herida, a contemplar la sangre y comprender que las cicatrices son un relativo final.

Me vi de nuevo. Con dos, quizá tres años, de menos, enfrentada a un mundo que no era el mío, que nunca lo sería. Recordé mis sentimientos, volví a imaginar mis manos sujetando el bolígrafo. La amargura... ¿puedo describirla? Me miro en el espejo del pasado y, por fortuna, no me reconozco. Podría jugar a pensar que se trataba de una exageración o que, simplemente, ha sido una cuestión de maduración. Sería mentirme. Ha sido más que una cuestión de maduración. Una y otra vez, los ojos fijos en el espejo del alma. Y el dolor, ¿puedo describir eso también? Recuerdo aquella sensación de no tener futuro, de no servir, de estar a punto de empeorar lo que ya era malo por culpa de algo que yo no deseaba. Las miradas. Las palabras. Y ese recuerdo que sigue vivo, los nombres un día escritos y, por no maldecirlos, considerados victoriosos. ¿Culpable? Yo, siempre yo, siempre mi ser en mi propio punto de mira, fusilado y soldado danzando al tiempo, en un mismo cuerpo.

No sé si puedo describirlo. Sé que no puedo sentir lo que sentí otra vez, pero me recorren escalofríos de conocer mi vulnerabilidad. Recuerdo los llantos secos que no surgían ya, y esa sensación de estar vacía, tan vacía... que nada cabía ya dentro de mí, la angustia sorda que ahogaba... eso es algo que escribía mucho, ahora lo leo y veo la comparación más natural, la de la hiedra en torno a la piedra. Y ese deseo de acabar. De un final. No por olvido, no por renuencia, no por odio, sino por deseo de paz. Sólo esa idea de final, que hoy me crea una suerte de miedo hacia mí misma.

A día de hoy, sé que lo he superado. Sé que no guardo rencores, que aunque todavía me cruzo con las personas que me hicieron sentir el último eslabón de una cadena a la que ni siquiera pertenecía, no hay odio. Normalmente, ni siquiera existe el recuerdo. Éste duerme, sepultado hasta que se le llama de nuevo, y hoy habita en mí. No guardar rencor no significa olvidar. Y, si alguien me lo pidiese ahora, podría detallar palabras, gestos, miradas, escritos. Porque están grabados. Marcados dentro de mí. Me han cincelado, señalado, dejado cicatrices imborrables, aunque yo no quiera. Y hoy las veo, rozo mi piel y las siento como si quemasen.

¿Por qué? Me lo pregunté en su día y me lo pregunto hoy. Todavía no entiendo la razón. Y ya puede venir el mayor maestro de psicología a explicarme las fases de la edad del pavo o el mejor sociólogo a decirme que siempre ha sido lo mismo, que yo seguiré sin entender por qué alguien se ríe de quien es diferente, sea por la razón que sea. No podré comprender qué placer existe en minar a otro, en reducirlo a simple nada, a resarcirse en ello, muchas veces de forma inconsciente. Es un comportamiento que no se da en el reino animal; ni siquiera las hienas o los buitres, a los que usamos para todos nuestros ejemplos negativos, hacen eso. Es inhumano. Una vergüenza para quien se comporta así. Y una cobardía.

Hoy lo sé. Y sé que fui valiente porque gracias a alguien, a muchos, a mí misma, aprendí a quererme. Ellos... son sólo voces en el viento. Hoy regresa el recuerdo, pero soy más fuerte que la brisa y no duele. Ya no duele. Existían dos caminos... bien, quizá tres. Elegí el mejor y no me arrepiento de ello. Ni el final ni la renuncia son opciones reales y factibles para quien quiere ser feliz o, al menos, seguir siendo; acusadme de proferir filosofías de andar por casa. Pero recuerdo. No lo olvidéis. Recuerdo. Son señales, y hoy las miro con un deje de orgullo. Y entiendo que el pasado, pasado es, y que mi diario puede reposar como cuando lo abandoné hace casi dos años. Ahora, en paz. Como vivo yo. Recuerdo. No lo olvidéis. Nombres grabados, hechos guardados en la memoria y un concepto, una serie de experiencias, que nunca se borrarán. M@riel, Luillet Jackes, Luisa... ¿qué importa? Soy quien soy, y sólo eso importa.


Nota final: Texto largo, ¿verdad? Muy personal, un poco literario, pero definitivamente sincero. Necesitaba desahogarme. No, no estoy triste. Tan sólo quería hacer pequeña memoria y recordar lo que me vino a la mente a causa de ese domingo de limpieza y de una breve conversación. Sirva, además, para recordarme mis principios, y lo que jamás haré, ni permitiré hacer. Con eso basta. Quiero, además, aprovechar para dar unas gracias ya pronunciadas, pero repetidas tardíamente, a las personas que me ayudaron en esos momentos y que contribuyeron con su granito de arena a que las cosas cambiasen paulatinamente, que me hicieron respirar otra vez. ¿Cómo diría Emilie Autumn? To keep me breathing as the water rises up again... Eso mismo. Respiro. Y respiraré siempre, por más que suba el agua y me anegue. Porque he aprendido a eso, a respirar, aunque no exista el aire. O, quizá, parafraseando a Vetusta Morla... Y respirar tan fuerte que se rompa el aire.

viernes, 5 de marzo de 2010

El principio del fin

La primera vez, pero no la última. Su vida adquirió un sentido completamente diferente, que giraba en torno a él, la persona que señalaba su destino, que le ayudaba a mantenerse en pie y le había hecho descubrir lo que de humano existía en su interior. L olvidó que estaba frente a un asesino, e igualmente olvidó cuál era su misión o su deber, como si nada en el mundo alcanzase en importancia a lo que él sentía. Y nada lo alcanzaba. Nada superaba, ni superaría, al calor del sol abrazando ardientemente a la luna.
Tenía sentido. Su vida tenía sentido. Y él lo sabía, sabía el poder con el que contaba y que ejercía sobre el más grande de los investigadores que hubiese conocido el mundo, ahora un muchacho frágil entre sus brazos. Todo era nuevo para L, y daba igual cuántas veces él le besase o dejase que su aliento cosquillease su oído, L siempre lo sentía como algo novedoso, como un regalo del destino.
Pero, en el fondo, conocía la verdad. Por eso no se asustó, ni siquiera reaccionó, cuando él pronunció aquellas palabras, muy bajito, a su oído. Te mataré, L, te mataré. Te mataré porque si tú vives, yo muero... y si tú mueres, yo vivo. L ni siquiera se estremeció. Le miró con sus grandes ojos negros, sabiendo que quedaba mucho, o quizá muy poco, para el cumplimiento de aquellas palabras. Era consciente de que él anteponía su vida, sus ansias, sus intereses, a la suya, pero... ¿importaba acaso? Sólo él era capaz de otorgar un cierto sentido a su vida. Sólo él le completaba. Sólo él jugaba un papel protagonista en esa existencia que había dejado de pertenecerle en el mismo instante de su nacimiento, cuando su destino había sido sellado. No me mates, susurró en voz muy baja, no me mates porque te quiero, y quiero estar siempre contigo. Él sólo se rió. Y de nuevo se besaron, y sólo la luz titilante de la lámpara del fondo del despacho fue testigo de sus caricias, de aquel manjar compartido de última cena, de banquete antes del sacrificio.
L tuvo miedo. El terror se apoderó de su ser cuando supo que el momento estaba cerca. Y huyó, de sí mismo, de sus recuerdos, intentando mantener alejado de sí el dolor del recuerdo, arrancar a quien le había llenado de su interior, pero ya no sabía dónde acababa su alma y dónde empezaba la ajena. Huyó para preservar su vida, sabiendo que ni la más intensa de las carreras le serviría para huir del poder de él, no de su potestad para invocar la muerte a su antojo, sino de aquellas cadenas que él mismo había aceptado. Y ahora se hallaba allí, al pie de la estatua de mármol, empapado por la lluvia de diciembre y dejando que las espinas de las rosas se hundiesen en su piel. No importaba.
Algo en su interior había decidido. Carecía de importancia el hecho de que su razón le dijese con claridad que debía acabar con la amenaza, con el asesino, en cuanto tuviese oportunidad, pues L sabía que la muerte de él significaría la suya propia, una mucho más lenta y dolorosa, consumido en los recuerdos y en el vacío. E, igualmente, sabía que volvería esa noche al piso que compartían. Asumiría su papel de cordero sacrifical y la última noche, antes de que todo concluyese, no le recriminaría nada. Dejaría que le hiciese suyo y le besaría con igual pasión, escuchando sus palabras suaves en su oído y jugando con la ilusión de regresar a sus brazos apenas unas horas después. Si es lo que quieres, mátame. Porque te amo y nada me importa si no es tu camino, tu destino y tu felicidad. Porque tú me colmaste, me enseñaste lo que es la plenitud y llenaste mi vacío con tu calor. Porque sé que siempre te esperé, aún sin saberlo, y que nada queda si no eres tú. Por eso, Light Yagami, mátame. Y, con la ropa hecha jirones y el cabello revuelto, L emprendió el camino de regreso, cubierto de lluvia, helada su piel.


[¡Ya he terminado de postear este texto! Realmente pensaba hacerlo anoche, pero mi ordenador subsiste a las puertas de la muerte y no tenía ganas de empujarlo a un prematuro... ¿suicidio? Al menos el cutre fanfic ha servido para meterme otra vez el gusanillo de escribir ficción no demasiado literaria y lírica. A ver cuánto me dura...]

No, no quiero

[III parte de La lluvia de diciembre]

Y, así, él acabó encadenado a su ser, contra la voluntad de ambos. El más irónico de los destinos, él a su lado las veinticuatro horas del día, y la constante visión de su rostro de ángel disfrazado de demonio como indigna tentación. ¿Qué no soñó L al dormir a su lado? ¿Qué no deseó llorar al observar la belleza de aquella a quién él pertenecía? ¿Qué no deseó hacer, decir, gritar, suplicar, ordenar? ¿Qué no imaginó mientras contemplaba su expresión tranquila en medio del sueño?
No pocos han dicho que el hombre debe tener cuidado con aquello que desea pues, en el momento en que pierde la esperanza, el Destino se decide a juzgar y a arrastrar a los incautos hacia sí. L se había acostumbrado a la presencia de él, a sus silencios, a la frialdad con la que meditaba sus acciones y al brillo de sus ojos oscuros, que miraba en cuanto tenía ocasión con su expresión ausente, fingiendo observar la pantalla del teléfono móvil o la cucharilla de plata como si fuesen logros de la naturaleza.
Y entonces, aquella noche, sucedió. La vida juega con los extremos, se recrea cruelmente en ellos. Por primera vez, sus miradas se encontraron sin frialdad manifiesta, pues era la primigenia furia lo que se reflejaba en sus ojos. O, al menos, en los de él, porque L, de nuevo, sólo sabía pestañear con sus pupilas vacías y esa muda súplica de ser abandonado en la nieve que jamás ha conocido el calor, de niño que golpea la puerta cerrada de los ricos la noche de Navidad. Por eso, cuando él le golpeó, aún pese a que se sabía culpable de sus provocadoras palabras, de su mirada fingidamente retadora, no se arrepintió de ello. Si no conocía el calor del abrazo, al menos el dolor de su piel herida le hablaba de un contacto cercano, de un fuego que nunca nadie había despertado en él. Y le respondió. Puñetazo por puñetazo, hasta que ambos cayeron al suelo, unidos por una frágil cadena que más parecía una ironía cruel que una unión firme.
-Eres un hijo de puta, -murmuró L, mientras agitaba uno de sus brazos, intentando quitarse de encima el cuerpo de quien parecía dispuesto a golpearle de nuevo- y lo sabes.
-Y tú eres un idiota con demasiadas pretensiones, y también lo sabes -siseó él, sin aparentes intenciones de moverse.
-No me conoces. No sabes nada de mí. -L apartó la mirada por unos segundos, sacudiéndose con un poco más de fuerza, pero él, para su sorpresa, no se había apartado. Y no le había golpeado, tampoco-. No eres quién para juzgar nada.
-Has empezado tú, pequeño detective -se rió él, mirándole con sus ojos brillantes, fríos, profundos, tantas personas unidas en un solo ser que el de cabellos negros no sabía a qué se enfrentaba. Ni quería saberlo.
-¿Por qué eres tan insoportable?
-Sé mucho más de ti... -la voz de él tenía un tono de fingida burla que hizo que L evitase mirarle a la cara de nuevo-, mucho más de lo que piensas...
-No, no lo sabes, imbécil. No sabes nada de mí porque estoy vacío. Estoy tan vacío que no hay nada de mí que puedas saber, ¿es que acaso no lo entiendes?
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, mientras L apartaba definitivamente la mirada de él, extrañamente avergonzado de haber pronunciado palabras sinceras por primera vez a lo largo de su vida, de haber abierto una brecha en la solidez de la ausencia. Pensó que quizá él se apartase, supuso que era probable que le golpease de nuevo para seguir con aquella pelea cuya causa había olvido, o que le dirigiese alguna que otra palabra hiriente. Pequeño detective, idiota con demasiadas pretensiones... podría llamarle cadáver andante, que posiblemente no hubiese dicho nada. Pero, para su sorpresa, él apoyó suavemente la mano en su rostro y le hizo mirarle, cuando L no deseaba otra cosa que apartarle de sí, decirle que odiaba todo de él, precisamente porque le estaba enseñando a adorarlo.
-Vamos, tú no estás vacío... ¿Por qué dices eso, tonto?
Para cuando L se atrevió finalmente a mirarle, descubrió en él la primera sonrisa que debía haber esbozado de forma sincera, una sonrisa que hizo que esa mezcla de odio hacia sí mismo se esfumase tan rápido como había llegado. Su cuerpo experimentó un breve temblor, mientras trataba de eludir otra vez su mirada, esquivo como una gacela asustada, pero los dedos de él eran firmes y no se lo permitieron.
-Déjame en paz, ¿quieres?
-No, no quiero.
L alzó levemente las cejas, mientras apoyaba su mano, aquella que por medio de la fina cadena se unía a la de él, en su hombro y pretendió parecer decidido, como si no le afectase tenerle sobre su cuerpo después de semejantes palabras.
-¿Y qué quieres? -Murmuró L, con la voz algo quebrada-. ¿Qué coño quieres ahora?
-Te quiero a ti.
Repentino. L no podía haberlo imaginado, quizá soñado, pero no imaginado con exactitud. Y, sin embargo, sus labios respondieron al beso cálido, extrañamente comedido e incluso tímido al principio, como si él tantease terreno prohibido o temiese quebrar la flor más frágil esculpida por la mano del hombro. L abrió los ojos, sorprendido, tentado incluso de apartarle, rotas sus certezas por lo indescriptible de las sensaciones. Su cuerpo tomó la decisión en su lugar. Se apegó más a él, como si jamás hubiese sentido calor y éste sólo existiese junto al de cabello más claro, buscando sus labios con un ansia que se entremezclaba con la angustia, un deseo teñido de la suavidad natural que caracterizaba los gestos de L, tan frágil en su ficticia dureza.
Fue la primera vez. El primer abrazo prieto, el primer beso ardiente sobre el suelo frío, la primera ocasión en la que sintió los labios de él en su cuello. Las primeras respiraciones agitadas y las primeras prendas volando, apartadas, innecesarias en la danza de los cuerpos. Los primeros gemidos deseosos, necesitados, ansiosos y extrañamente colmados. Las primeras caricias a una piel que descubría diferente a la suya. Las primeras señales en su cuello y los primeros roces húmedos en su pecho pálido. Los primeros jadeos, los primeros estremecimientos de su cuerpo y las primeros movimientos de él en aquella guerra ya declarada, enseñándole qué era lo que faltaba en su existencia, qué parte de su ser estaba incompleta. Y L sintió, en aquel primer descubrimiento, que el calor derretía el hielo, que la plenitud llenaba por completo el vacío.


[Sí, señores, continúo con el famoso fanfic, ya sólo queda un post para acabarlo. Exageradamente emocional para mi gusto, realmente no me arrepiento de haberlo escrito como regalo y de estar publicándolo, aún pese a que no sea mi estilo... en estos días, tengo una desinspiración capital para todo lo que no sea un
Silva, silvae y ahora estoy demasiado emocionada con Eros, Thánatos y Fedra para redactar algo coherente]

miércoles, 3 de marzo de 2010

Juegos y desafíos

[II parte de La lluvia de diciembre. Primera parte aquí]

L no estaba seguro de hasta qué punto era capaz de recordar, de en qué momento los hechos se tornaban confusos y dejaban de atenerse a lo real. Ah, ¿qué era real? En esos instantes tenía la cada vez más vívida sensación de que nada había sido real hasta conocerle. Todos aquellos años encerrado en sí mismo, adquiriendo los más profundos conocimientos y dejándose arrastrar por el vago fin de superar, de alcanzar metas a cada punto más altas, de elevarse por encima de los demás, tan sólo para constatar su propia soledad. Buscada, era cierto, como dicen ser la mayor parte de las soledades, pero ausencia y añoranza de lo no conocido por igual.
¿De veras podía componer en su mente un relato coherente de lo vivido? Comprendió que no sería capaz, porque su existencia no había comenzado hacía más de dos décadas, sino pocos meses atrás. Porque estaba muerto, y él le había traído a la vida. Porque estaba vacío, y él había llenado su ser. Porque donde no había nada, donde sólo olvido y ausencia existían, donde sólo la vana celebridad y el anticuado sentido del deber encontraban su raíz, habían florecido madreselvas y claveles enrojecidos.
Los ojos de L se entrecerraron un instante, mientras el presente carente de significado dejaba su lugar al pasado, y la primera vez que le había visto se aparecía nítida a sus ojos. Si algo pudo llamar la atención de L desde el primer instante, desde luego ésa fue la evidente seguridad de aquél que parecía más joven incluso que él. Un estudiante modelo, el hijo de un importante policía y, para su mirada despojada de sentimentalismos, alguien sospechoso. ¿Por qué fijarse en él? ¿Por qué juzgarle digno de su tiempo? ¿Por qué darle siquiera la categoría de muchacho peligroso?
Primero un reto. A L le gustaba jugar, porque la existencia le había demostrado que no hay nada más satisfactorio que la propia superación, cuando no existe a quien superar. Y, de esa manera, por unos días él se convirtió en su pequeña y retorcida obsesión. Si bien en un inicio había estado seguro de que se trataba de su aparentemente sencillo juguete, aquél al que probar y hacer demostrar sus escasas cualidades, ¿cuánto no aumentó su sorpresa al constatar lo contrario?
Le había encontrado. A él. A su rival perfecto. Por primera vez, L tenía algo verdaderamente complicado frente a los ojos, un enigma que desentrañar. Su mente analítica se quedaba a las puertas del conocimiento, atisbaba la realidad para caer de nuevo en la ceguera. Y, de ese modo, aprendió lo que era la oscuridad y descubrió que ésta era incluso más luminosa que la certeza vacía, que la exactitud y que el frío de la victoria cuando los aplausos carecen de sentido.
No fue algo voluntario, ni siquiera buscado. Y, de hecho, se opuso, fieramente, como un corzo herido, pero el río de la vida acabó por arrastrarlo. La indiferencia analítica dejó paso a una extraña animadversión, aquella que jamás llegó a entender del todo porque, al mismo tiempo, algo en él le impulsaba a concertar una nueva cita cada día, a arrastrar a su reto a las proximidades de su existencia, al contorno de su corazón tapizado de esquirlas de hielo. Era, por supuesto, una cuestión de trabajo. Conocer al sujeto, analizar sus reacciones, conseguir un fallo por parte de él... ¿quién en la situación de L desconocía la teoría y el deber?
Y, sin embargo, la teoría y el deber quedaron relegados pronto a un segundo plano. L lo comprendió aquella mañana, frente a la taza humeante de té, con él sentado justo enfrente, tan cerca que le hubiera bastado alargar sus dedos para tocar aquel rostro en el que no había dejado de fijarse. En esos escasos minutos de conversación, en ese encarnizado debate dialéctico en el que cada cual buscaba el fallo ajeno, la superación del otro, L descubrió que las palabras de él sólo importaban porque brotaban de aquellos labios que, sin saber el por qué, habían empezado a fascinarle.
Era su reto. Su juguete. El desafío a su inteligencia analítica, pero la existencia no perdona a nadie, ni siquiera a los valientes, a los malvados o a los que se elevan por encima del resto de los mortales. El objetivo, el dinero, la fama, el deber... todo perdía sentido cuando él hablaba. Para L sólo existía su voz, sus gestos, sus ojos imposibles de escrutar fijos en sus pupilas vacías, esas pupilas a las que el frío y la soledad habían robado poco a poco la vida.
Las semanas se deslizaban con lentitud, mientras la presencia o la ausencia de él señalaban los distintos períodos de su existencia, que empezaba con cada saludo frío y distante, y terminaba con cada una de las despedidas en las que ambos se retaban con la mirada. Pero L sabía que en la suya tan sólo había cabida para una muda y quebrada súplica.


[Segunda parte del ya mencionado fanfic, algo muy sencillo, muy plano y escrito con rapidez en estos días donde tengo demasiadas cosas que hacer y pocos momentos de respiro, aunque reservo tiempo para lo veraderamente importante].

lunes, 1 de marzo de 2010

La lluvia de diciembre

Parte I. La huida

Corría. Corría como si bastase la distancia para emular al olvido, como si con cada esquina doblada, la añoranza se decidiese a instalarse en la calle dejada atrás. Corría, en medio de la oscuridad que tan sólo él podía ver, sus pasos apenas alumbrados por cuatro estrellas errantes, como él mismo, que no tenía casa ni la había tenido, que había cercenado sus raíces y se había entregado al viento. Corría, sus cabellos empapados por la intensa lluvia de diciembre, sus ropas rasgadas, y su garganta inundada por un grito, el grito tantos años oculto, el grito que quiebra el hielo y desata la llama, que rompe los cristales oscuros en mil esquirlas dispuestas a hundirse en la piel.
La luna no alumbraba su carrera; era un náufrago surgido de la tempestad, un caminante abandonado por sus congéneres en tierra desconocida. Y, en medio del frío, de la lluvia y del cansancio, tan sólo subsistía el recuerdo. Esos pensamientos que lentamente dejaban surcos en su espíritu, esas imágenes que revivirían una y otra vez hasta que la muerte le reclamase, esas voces que todavía resonaban en sus oídos. Sus propias palabras se repetían una y otra vez, como un eco lejano que no deseaba escuchar, como una burda representación de sí mismo.
Todo lo que comienza concluye, y así su carrera terminó, frente a la estatua de mármol, mientras la lluvia se derramaba sobre su cuerpo, haciendo que sus ropas se pegasen de incómoda manera a su piel, helando cada centímetro de ésta, mientras pugnaba por alcanzar un poco más de aire, para exhalar luego aquel vaho invisible. Agotado, con la mirada perdida, sus ojos grandes y oscuros llenos de vacío, porque el único que los había llenado era quien le había arrebatado la vida, quien le había arrastrado a la encrucijada de la existencia y le había puesto frente a su turbio reflejo.
Y ahora se hallaba allí, quebrado, permitiendo que la lluvia, aquélla que todo lo purifica, bendijese su ser impuro y le ayudase a encontrar una respuesta. En vano. L sabía, desde el inicio de su desesperada carrera hacia ninguna parte, que en lo más hondo de su ser ya había decidido. Poco importaba en esos instantes lo que dijese su razón. Incluso los años de cuidado aprendizaje y estudio, el dominio profundo de los sentimientos y de la psicología humana, ardían en el fuego, desaparecían y dejaban a L desnudo frente a su propio ser. Su corazón se había pronunciado y ni el propio dios a cuya estatua se aferraba en esos instantes podría cambiar un ápice de la decisión tomada.
¿Qué le quedaba si no era el recuerdo? Se dejó caer lentamente, consumido por el ansia de olvido jamás encontrado. Permitió que su cuerpo resbalase por el costado del frío mármol, sin preocuparse porque las espinas de los rosales que crecían a ambos lados de la estatua dejasen huellas de color carmín en su pálida piel. El dolor no existía para L; en esos instantes, incluso sonrió, porque el débil rojo de la sangre era semejante al latir de la pasión y de la vida, a la flecha de Eros hundida tanto tiempo atrás en lo más profundo de su ser. Pero Eros, ¡qué estúpido había sido al olvidarlo!, caminaba de la mano de Thánatos. El Amor y la Muerte, entrelazados hasta el último instante. Así debía ser y así sería.


[En esta ocasión, posteo la primera parte de un fanfic que he escrito en honor de una amiga, Isobello. Tiene temática yaoi -por ello, evidentemente es dedicado, suelo escribir más yuri- y se basa en el manga Death Note, guión y personajes por Tsugume Ohba y dibujo por Takeshi Obata. No es gran cosa, pero últimamente tengo la cabeza en demasiados sitios, y especialmente en ti. Iré publicando poco a poco las distintas partes que componen La lluvia de diciembre].