miércoles, 23 de febrero de 2011

Las palabras no sirven, son palabras

Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Ella se detuvo al borde del lago, donde yacían los cadáveres verduzcos de los cisnes. Una estela de sangre -rubíes de cielo- dibujaba un camino de agonías entre sus huesos helados y arrancaba sus últimas plumas. Temblaba la nota más aguda de un violín -las estepas azules- en el aire y temblaban también las lágrimas entre helechos quemados.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Caminó uno, dos, tres pasos. El hielo bajo sus pies era tan delgado que permitía observar con inaudita claridad el fondo de las aguas, donde flotaban nervios de gasolina ardiente y el aire era amarillo, sujeto y objeto de una burbuja defenestrada. Ella resbaló. Calló, silenciando así su caída. Y los cisnes se estremecieron un segundo, muertos, con las gargantas abiertas de temor y de llamas.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Ella vino a mí y se miró en mi reflejo pálido. Extendió la mano y me tocó. Una vez. Y otra. Y otra más. Me dijo: "Te odio". Le dije: "Lo mismo siento yo por ti". Pretendió abofetearme, pero sus dedos rozaron la superficie de cristal y de hielo sin tocar más que la reproducción de sus propias uñas. Me miré en sus ojos de helechos y le sonreí, a medias burlona, a medias sincera. Ella también se rió. Creo que se reía de sí misma. No me extraña.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Se sentó junto a los cisnes muertos y se acarició delicadamente la piel, casi como si se tuviese lástima. Su cuerpo blanco se confundía fácilmente con la nieve y en el aire había un reflejo oscuro de sus cabellos. Estaba desnuda. No, no sé por qué estaba desnuda, aunque en ese momento comprendí que era así como debía estar. Quizá porque yo la miraba y ella me miraba a mí. Qué horrible vista era la de sus pupilas vacías, dos balas perdidas de una guerra que había terminado mucho tiempo atrás.
-Triste reflejo de plata, ilusión tímida en este atardecer de hielos -me susurró, arañando débilmente mi rostro de agua con la punta de sus uñas moradas-. La poesía ha muerto. No sirve. Las palabras no sirven, son palabras. Ha muerto mi lenguaje y ha muerto mi espíritu de cieno. Ha muerto mi boca, que ya no sabe qué decir para tocarla, porque se ha equivocado siendo ella. Ha muerto mi tierra y mi valle escarpado, coronado de rosas y de mieles amargas.
Se rió. Tenía una risa rota, quebrada en mil pedacitos diminutos, que se derramaba hilo a hilo, madeja a madeja de seda y oro. Lloraba con su risa oscura, pero yo sabía que no me dejaría beber sus lágrimas. Ya bastaba con las mías.
-Ha muerto la poesía -volvió a reírse, se levantó y alzó los brazos, ensayando una pirueta sobre el hielo y la nieve-. Ha muerto el veneno de mi lengua, porque no basta para llenar de aire amarillo mi corazón de plomo. ¿Qué importa ya mi clamar mudo? No sé hablar. Las palabras no sirven, son palabras. Y aunque busque mi alma la expresión máxima, se hunde en la tierra y en la sangre, se anega de vacío y de silencio. Duele. El peso del mundo es demasiado grande para un solo hombre, y yo soy una mujer. No quiero ser Atlas. No quiero ser Dionisio coronado de pámpanos. No quiero ser Atenea en su altar de la sabiduría. Yo quiero ser Prometeo y sufrir mi castigo por siglos, y expiar mi culpa verdadera junto a las voces verdaderas y olvidadas. Quiero pedir perdón -pedir perdón, a ti, triste reflejo de plata- y cantar mi agonía de lunas. Ha muerto la poesía y todos debemos danzar en torno al túmulo. Así que levántate. Ven, coge mi mano. Rásgate las ropas y danza, pues ha muerto la poesía. Debo apurar hasta la última gota de este cáliz de hiel, que calma mi sed y me doblega, que me ata y me conduce a la cruz blanca, mil diamantes de anhelo y de nube. Allí, cordero de un dios sacrílego, sacrificio negro al azul del agua, esperaré la hora de descender al sepulcro. Besaré los picos de los cuervos y gritaré, tan fuerte que nadie podrá oír mi voz reseca.
Elí, elí, lemà sabachtaní?


Notas finales: Ejercicio literario a partir de una canción, You're loved. Las citas en cursiva son, respectivamente, de:
-Nocturno, de Rafael Alberti.
-Una casa de granadas, de Oscar Wilde.
-Evangelio según Juan. Significa Dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado? Me ha impresionado siempre. Mucho.
El cuadro es de Dalí. Siempre me ha marcado. Primero, por la posición del crucificado. Y especialmente -amén de la composición y los detalles técnicos- por el papelito en blanco sobre la cabeza del hombre. No pone INRI; no pone nada. Podría ser cualquiera -podríamos serlo todos los seres humanos- quien colgase de la cruz. Puede colgar esperando mi nombre -o el tuyo, triste reflejo de agua- desde hace demasiado tiempo. Puede que ya esté escrito. Puede que yo sea el hombre de la cruz y, en ese caso, sería mi propio dios. Eso demostraría que dios se equivoca; siempre.

domingo, 13 de febrero de 2011

Michel

Y salí del espejo, hacia una galería del colapsado cementerio.
Un pájaro esmeralda y parlante se posó en un arbol esmeralda y cantó:
'Eres un hombre. Eres un hombre. Y además, estás viejo'.
'En el camino desolado donde los sagrados dioses y viajeros van y vienen,
¿no son todos los seres míseras prostitutas?'
A voz en cuello gemí en la tarde esmeralda.

Era frecuente verle en la última mesa del Joyce’s, con el cigarrillo a medio consumirse entre los dedos y el libro de poesía apoyado en el regazo, abierto como los lirios que se desgarran frente a las amapolas. Ante él, una taza de té humeante. A veces, té rojo; otras, de melocotón. La regla era que tuviese un tono rojizo o anaranjado, semejante al de la vida y al de la sangre. Casi siempre bromeaba al respecto. Beber sangre, emulando a los vampiros, era la mejor manera de ganarse un sitio en una comunidad de falsos freaks, de fanáticos de telenovela gótica, de eternos adoradores consumistas. Espera, me equivoco. Michel no bromeaba. Nunca lo hacía. Tenía mucho más interés en su cigarro a medio consumir y en su libro de poesía, que bebía versos de días y noches.
Michel no vestía a la moda, ni necesitaba hacerlo. Le recuerdo con sus pantalones oscuros y sus camisetas escritas en hebreo, con sus chaquetas de hace un siglo y sus cazadoras de piel. Decía que el hebreo, una lengua numérica, superaba con creces al latín y a los tristes idiomas germanos. Supongo que le hacían gracia los fundamentalistas, los fanáticos y los religiosos. O, quizá, simplemente necesitaba jugar los juegos de la probabilidad y los supuestos. Equivocarse siempre, sin caer jamás. Ensayo y error sin vacíos, ni emociones, ni dolor.
Y no era cosa de que el dolor le disgustase, pero él se lo buscaba, cuando quería y como quería. Una media sonrisa le iluminaba siempre el rostro; tú le mirabas y sabías que jamás podrías hacerle daño. No, no era para ti. No era para nadie. Jake presumía con demasiada frecuencia de llevárselo a la cama cada sábado, pero yo sabía la verdad. La terrible verdad. Michel no era de nadie. Michel se pertenecía a sí mismo, y con eso le bastaba. A todos debería bastarnos.
Había hambre en los ojos de Michel. Era Tántalo con la garganta quemada de sed, extendiendo los brazos hacia las granadas abiertas y las rosas secas, marchitas, heridas de muerte y azucenas. Sentado allí, el cigarrillo ya consumido y el libro abierto, sonreía al aire con la esperanza de seducirlo. Y tú te acercabas; yo también lo hacía. Michel tenía el magnetismo de los desesperados que no desesperan por nadie. Bebía su taza de té en silencio y leía en voz alta. Le daba igual que te rieses de sus afanes poéticos. Le era indiferente que mirases con un gesto extraño el girasol o el jacinto que adornaban su solapa. Le importaba demasiado poco que llorases nubes y cielos a sus pies. Realmente no significabas nada para él; yo tampoco. Los dos le amábamos, quizá porque él no nos amaba a nosotros.
Le gustaba el sexo. Mucho. No había tabúes para él, ni mentiras, ni oscuros recovecos de condena. Le gustaba lo oscuro si se oponía a la luz de los sepulcros farisaicos o las túnicas de los inquisidores. Le gustaba la mente de las personas y estaba convencido de que podía explorarse, dominarse y transformarse. Le gustaba gustarse. Le gustaban los espejos iguales, los besos que sabían a vodka y las despedidas. Sí, disfrutaba especialmente de las despedidas. Acabar, cerrar, quebrar, terminar, finalizar. Jamás empezar. Eso era para otros.
-Sí, sí, sé que prometí no hacer lo mismo que él -me dijo un día con una sonrisa de agua-. Pero, ¿qué quieres? Yo antes era como tú, y me iba bien. Supongo que me iba bien, ¿qué más da? Soy quien soy ahora. No, no me importa lo que tengas que explicarme. ¿Un monstruo, dices? Quizá un hacedor de paradojas y contradicciones, un maestro de las lunas y un aprendiz del destino, un perfecto mentiroso que odia las mentiras -se rió y apagó el cigarrillo con un gesto elegante-. Vamos, no pongas esa cara. Sabes que, en el fondo, ni siquiera te importa. Plaudite, amici, comedia finita est.
Tú lloraste. Yo también lo hice. Y él pidió otra taza de té, encendió un cigarrillo y prosiguió su lectura.


Nota final: La imagen es un gran trabajo de Cocteau. En cuanto al texto, lo escribí muy tarde, extrapolando un personaje de otro relato. Michel siempre tiene un valor misterioso en lo que escribo. Surgió mientras leía una antología de poesía, al encontrar el poema del autor japonés Mutsuo Takahashi que inaugura este artículo. Me gustan esos versos y, a día de hoy, no sé todavía por qué.

domingo, 6 de febrero de 2011

Un corsé, dos rosas y tres velas para el demonio

[...]

Un silencio frío se extendió entre ellos. Alex se llevó la mano a los labios y rompió a llorar sin un solo sonido. No entendía por qué estaba llorando. Sus ojos iban de la ropa a la figura de su Amo, tan elegante como siempre, y de su Amo a la ropa. Quería ponérsela. Ah, cómo lo deseaba. Quería presumir con las medias bordadas delante del hombre a quien pertenecía, y postrarse a sus pies, y dejar que le azotase con la fusta hasta que no le quedasen ganas de pensar en rebelarse. O fingir que se rebelaba. Quería besarle las elegantes botas para demostrarle lo agradecido que estaba y, después, cuando toda la escena acabase, acostarse a su lado y confesarle que había sido el mejor cumpleaños de su vida. Pero sólo acertó a llorar en voz baja, sin atreverse a mirarle o a decir nada más.
Recordaba demasiado bien a su padre. Sí, ¿cómo iba a olvidarlo? Sus gritos cuando le había descubierto se le habían grabado en lo más hondo. El dolor -qué diferente era el dolor placentero del dolor que dejaba regustos amargos- al quedarse solo en su habitación, con el cuerpo lleno de moratones. Él no había querido hacer daño a nadie. Él no había querido ofender a Dios, ni a la Iglesia, ni a ese Generalísimo del que tanto hablaba su padre. Pero nadie le había entendido. Alex había corrido a las habitaciones de su madre y se había probado casi religiosamente sus vestidos. Se había calzado sus zapatos. Se había pintado las infantiles mejillas con mucho colorete y se había mirado al espejo. Sólo tenía nueve años y el dolor de una Primera Comunión hecha con traje de niño le pesaba. Había sido una carga muy grande, pero, en esos momentos, cubierto con el vestido de verano de su madre -flores rojas y verdes, como las de Lorca- se había sentido libre. ¡Libre! Se había reído. Había ensayado, incluso, un movimiento de brazos de sevillana, orgulloso. Y, en ese momento, había llegado su padre.
Alex bajó la mirada, avergonzado de sí mismo. Los chicos no se ponían vestidos. Los chicos no se maquillaban. Los chicos jugaban al fútbol, llevaban pantalones y lanzaban piropos a las muchachas. Los chicos se ufanaban de sus formas varoniles, se peleaban en el barro y escribían sobre la guerra. Y él se consumía de repugnancia cada vez que se miraba al espejo y descubría un cuerpo que no había pedido. Cerraba los ojos, como si aquella ‘cosa’ que colgaba entre sus piernas fuera a desvanecerse por ello, como si su pecho plano fuese a redondearse mágicamente o sus estrechas caderas estuvieran a punto de tornarse fecundas. Qué guapa estás, Alex. Su reflejo se reía dolorosamente de él. Acababa comprobando que de sus propios labios brotaba la risa; escarchada, rota en pequeñísimos pedazos. Como él mismo. No era nada: sólo una sombra entre sí y el no, un pelele sacudido por el viento, un juguete de un dios que le había vuelto la espalda.

[...]



Nota final: Esto es un extracto muy reducido de un regalo de cumpleaños para una amiga, que escribí con todo el cariño, aunque no sean mis registros habituales. Creé a Alex en base a Alessandro, un personaje de mi De Profundis. La salvedad es que Alex -Alejandro o Alexandra- se siente mujer y ni siquiera sabe lo que está sintiendo.