domingo, 29 de noviembre de 2009

Bajo la lluvia

Veo llover desde la ventana y por un instante me imagino en la calle, bajo las gruesas gotas que caen de un cielo que llora y arañan la tierra con la dadivosa crueldad de aquel que mata y muere conociendo su sino. Sueño mi cuerpo empapándose del llanto de las nubes, clamando a un edén que no existe hoy y purificando las indignas manchas del pasado en el frío golpear del agua.

El agua que da vida y la roba, señora arbitraria, pero imprescindible para nosotros, pobres humanos. La observo envolviéndome, llevándose aquello que desde dentro me hiela con su propio frío. Tan sólo yo existiendo, sin necesidad de ser nada, bajo la rotunda fuerza de una naturaleza que avasalla y toma, pero no destruye ni daña.

Y, al mirar el cielo oscuro por la tormenta, veo la luz; al contemplar las gotas de lluvia que acosan a los viandantes, veo la vida; al estremecerme ante el repentino latigazo de un trueno, escucho el clamor de quienes como yo no temen al frío, a la galerna o al agua que un dios en el que nadie confía derrama sobre los mortales y que de los pobres mortales nace.


Con cada gota que resbala sobre mi cuerpo, una pena me abandona, un dolor ya vivido se desvanece, una lágrima se hiela en los riscos de la indiferencia, una añoranza retorna a su origen y aplica divina eutanasia al recuerdo que al mundo la trajo. Con cada gemido de mi alma liberada, doy otro paso de funámbulo en la cuerda que he tendido sobre el acantilado, entrego mi ser a lo que de mí queda en el cosmos y dejo que las inquinas manchas dejadas por tu querer sean sólo cicatrices que la lluvia limpia y borra.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Autobuses

Me gustan las paradas de autobús. Me gusta sentarme bajo la marquesina y ver a gente partir y llegar, adivinar en sus rostros sentimientos y pensamientos. Me gusta contemplar al joven que cede el paso a un anciano y a la chica de cabello largo y lacio que escucha música en sus auriculares mientras aguarda la llegada del transporte público. Me gusta mirar a quien viste diferente y a quien se expresa diferente, a quien tiene otro color de piel o a quien lleva una camiseta sorprendente. Me gusta ver la vida en los ojos apagados por el invierno, el brillo en las pupilas que reflejan la lluvia.

Me gusta aguardar a que llegue el autobús, con la mirada perdida en una carretera que cientos de ruedas pisaron llevando consigo la lacra de un progreso insano. Me gusta escrutar con los ojos el fondo de la calle para adivinar si se acerca o no el ansiado vehículo. Me gusta pensar en el destino de quienes se suben a uno de los autobuses que pasan frente a mí, si esa noche reirán o llorarán, si conocerán a su pareja o romperán con aquella que llevaba años con ellos, si darán un abrazo de aliento a un amigo u otorgarán la puñalada de gracia a un alma moribunda. Me gusta saber que en esta vida elegimos, de forma consciente o inconsciente, tomar un autobús u otro, caminar por un sendero o por otro.

Me gusta contemplar la llegada del autobús esperado y subir con paso rápido. Me gusta permanecer de pie junto a una de las ventanas, viendo sin que me vean a aquellos que caminan por las calles. Me gusta sentir a mi alrededor a personas sufriendo de lo individual de nuestra existencia, tantos seres humanos que viajamos juntos hacia un mismo e irremediable destino, y que a menudo sólo alzamos la mano para dañar o permanecemos indiferentes ante el otro.

Me gusta oír las conversaciones de quienes me rodean sin escucharlas, disfrutar del buen ánimo que, por más que mil políticos quieran dejar a la altura de los suelos con ayuda de la muy real crisis, todavía demostramos los españoles. Me gusta ver mi reflejo en el cristal y preguntarme quién soy. Me gusta ver de nuevo ese mismo reflejo y preguntarme quién he sido y quién seré. Me gusta ver los anticuados anuncios y los frescos spots de publicidad de las pantallas que nos informan de los vacuos valores de la bolsa y preguntarme quién me recordará. Quién nos recordará a todos nosotros cuando no seamos más que polvo en el viento.

Me gusta llegar a mi destino y descender con calma del autobús. Me gusta ayudar a quienes tienen dificultades para solventar la diferencia de alturas con mi brazo. Me gusta sentir la vida, la esencia de la especie humana, tan cerca de mí. Me gusta ver alejarse el autobús. Me gusta caminar por la calle con la sensación de estar acompañada aunque sólo el viento frío de noviembre honre mi sonrisa desvaída.