viernes, 2 de abril de 2010

Poesía

Poesía. Maldita, soñada, aprendida, manipulada, vendida, comprada, entregada, subestimada, prohibida, ensalzada, adorada, reverenciada. Vivida. Quien se decide a escribir poemas se arroja sin remisión al grato abismo del desvelo y la feliz amargura. Voluntariamente, se obliga a mirarse en el espejo, ese espejo que a veces permite la más favorable distorsión de la realidad y que otras juega con la mente para dañar en autodestructiva ansia de dolor. Es ése el punto -donde lo ficticio y lo real se juntan, donde el palpable frío del mar y la hermosura de éste hacen rozar su calidad de extremos- en que surge el irremediable estallido. El trueno, la tempestad calma, el brillo repentino y fugaz, la avalancha de cristales de hielo. Y el ansia. De escribir, de tomar la pluma o el teclado, trazando palabras y letras imposibles, difíciles de escoger y, al tiempo, de reprimir y obligar a quedarse adheridas al papel; de impedir una nueva huida de lo expresado hacia la mente creadora. Quien escribe poesía, se sumerge en su propio ser; puede, por unos instantes, ser ese dios que ve y conoce aquello de sí mismo que con tanta frecuencia le es negado. Quien escribe poesía, se descubre y se observa, se asoma a lo que jamás antes se atrevió a ver. Quien escribe poesía aprende a vivir.


Nota final: La Semana Santa está resultando simplemente increíble. Mi Gaylle, el gran picnic, Santiago lloviendo (Chove en Santiago, meu doce amor...), Cambados contigo... ¿se puede pedir más? Estoy extraordinariamente prolífica en lo que a escribir se refiere y, aún así, no acabo de centrar ideas. Leo a Renée Vivien y a Lorca de forma obsesiva y doy vueltas a un nuevo proyecto literario, quizá retomar cierta novelilla... aún no lo sé. Y, además, con Yuri -mi cámara, queridos, mi cámara- estoy disfrutando de unas excursiones cuanto menos artísticas.

2 comentarios: