lunes, 29 de noviembre de 2010

Veritas


Y son mil silencios flotando en el aire, frágiles como mariposas cuyas alas se hubiesen tornado de cristal. Caen, quiebran, matan, mueren. Sangran. Porque es tierra de verde, y de fuego, y de vida. No el desierto yermo en que crucifiqué mis dedos ante sus piedras, no la llanura de blancos y de muerte frente a la que los manantiales se tornaban secos y el agua era veneno en la garganta, gasolina ardiente en venas de plástico y cobre.
Pero llegaste tú. Llegaste tú y los soles temblaron un instante, oscuros de luz y de certidumbre. Llegaste tú y amainó el viento, y rugieron las sales vírgenes en los mares contrarios. Llegaste tú y se elevó del mundo entero un grito, que no era ya silencio ni ausencia, sino rosas rasgadas y enrojecidas por tus besos. Llegaste tú y se abrieron las siete puertas de los siete palacios, y se postraron ante ti los dioses en el suelo, con las ropas rasgadas y las cadenas brillantes. Llegaste tú y alzó el brazo Amor Victorioso, y lloraron las plañideras frentes a las tumbas de los héroes vacíos, y vino de las nubes un canto de alondras y riachuelos vivos.
Llegaste tú y rendiste los muros de la ciudadela, y con las manos desnudas, sin escudo ni espada, te aventuraste en las sendas. Serpenteaste entre negruras y rojizas umbrías, con un susurro de violetas en tu oído y una guirnalda de lirios enredada en tus muslos de náyade. Era tu voz como mil cascadas de agua rotas entre las piedras, tejidas de vida y de anhelo. Me arrastraste a las viejas hojas de primavera, entre mil iris oscuros. Y arrancaste de mi espíritu el grito.
Gracias. Gracias en las mil y una alturas de mi voz humana.


Nota final: Me ha quedado un poco extraño, un tanto pseudo-poético, pero muy sincero a un tiempo. Y es eso.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Agua

Ella no ve las luces encendidas a ambos lados de la carretera, ni escucha el sonido distante de los coches. Camina, la calle desierta, los viandantes acurrucados como palomas que no son de paz bajo los arcos, el fulgor estelar oculto por el veneno y la culpa. Tiembla el hielo entre la hiedra y las flores blancas, semejantes a las que cubren las tumbas de los desventurados. Ella camina, sin ver más allá que la sombra oscura a la que traicioneramente se llama senda, sin sentir otra cosa que las gotas de lluvia estrellarse rítmicamente contra su piel. Aprieta los brazos contra su pecho, sosteniendo un bulto, como una adúltera que en tiempos antiguos llevase consigo al prohibido fruto de su vientre para abandonarlo a las puertas de un orfanato. Y, sin embargo, compara la extensión de sus dedos a las armas de los lirios y conoce las curvas del desierto yermo que cobija y que la anega con sus tormentas eternas. No puede hacer nada. Tan sólo asfixiarse lentamente en el temblor de las ciudades quebradas. Camina. Un paso, dos, tres. Y ahora son cuatro. Casi corre.
No es una princesa de los tiempos modernos, no es una adúltera engrandecida entre letras escarlatas, no es un juguete en manos del destino. Es una mujer. De carne y de agua, pero sobre todo de nieve y frío. Mírala. Presta atención a su paso firme y a la decisión con la que sus botas militares golpean el suelo en armonías contrarias. Te lo dice. Te dice claramente que no tienes lugar en su vida, porque ella misma ha conseguido expulsarse de su alma. Buscas contornos dulces, y ella sólo conoce espinas. Buscas amor, y ella sólo puede darte el pulso eterno de las rosas. Buscas ídolos, y ella apenas alberga la crueldad indefinible de su existencia humana. Mas no desistas. No temas el brillo peligroso del cuero de su chaqueta, ni juzgues las marcas aceradas en su cuello. No sabes lo que significan. ¿Acaso conoces una sola de las respiraciones de su espíritu? Es dueña de sí misma y no conoce propiedad más allá de las paredes de su cuerpo, que es uno con la historia y con el mundo. Bebe de sus senos leche amarga, y sangre, y miel, y devora su carne en el paroxismo último del rito y de lo irracional. Márchate luego, pues tú no comprendes su camino. Tú no entiendes el porqué de sus pasos agitados allá donde nadie camina, su necesidad de olvidar los paraguas y las barreras, su mirada ávida de romper beso a beso el tejido de la existencia.
Yo conozco su secreto. Sé lo que cobijan sus brazos temblorosos, helados por la lluvia, rígidos como los de un cadáver. Lleva consigo una cámara fotográfica que perteneció a su padre, un libro de relatos de Wilde, un cuaderno lleno de palabras ilegibles y una grabadora para buscar las voces de las mariposas. No puede permitir que la lluvia toque la sola superficie de estos objetos; no son dignos. Viven como emisarios, mensajeros prohibidos entre la trascendencia y sus débiles suspiros humanos. Es ella quien debe recibir la violencia blanca del agua. Y así lo hace: la frente desnuda, las manos pálidas, los labios curvados en una sonrisa vacía de significado. Camina, corre, grita en silencio, mata. Y, así, es arrastrada por el suicida impulso que obliga a abrazar la vida.


Nota final: Escribí este texto en un estado de ánimo extrañamente vivo, tras una caminata deseada bajo la lluvia, con el cabello empapado y las calles en efecto desiertas. Supongo que es una proyección, una ensoñación, o un ensayo de lo que voy a llamar visiones breves. Es un pedacito de vida, en todo caso. La fotografía, por cierto, fue tomada en marzo de este año, durante mi última visita a Santiago, cuando todavía había agua. Y ya cantaba Vegas... Pero qué mal, Nacho, has vuelto a hacerlo mal. Era un juego y ahora es real.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Fragmentos dublineses

Esta tarde de lunes con tintes de domingo, tras visitas a Fellini y raras tristezas de cristal, he retornado a mis recuerdos del reciente viaje a Irlanda y desempolvado las anotaciones tomadas en la Moleskine. Me gusta regresar a estos escritos llevados a cabo en momentos mágicos, en lugares mágicos, perdida en mi mágica soledad. Dublín ha sido exactamente lo que necesitaba como culmen para mi viaje interior. Ha sido arte, y ha sido amor de aire, y ha sido inspiración, y ha sido historia, y ha sido humanidad, y ha sido cultura, y ha sido vida. Creo que nunca había aprovechado tanto una visita a otro país.

Abandoné el pájaro sin remordimientos. Es mi signo de amor al arte y de libertad. Cuando el avión ascendió, supliqué que mi dolor de agua se fundiera con la tierra que abandonaba, que fuera uno con el hielo y regresara como rosas de filos cortantes. Lo hizo. Soy, de otra manera, feliz. Vivo en otro lugar, donde yo no existo. Y, así, descubro quién se esconde tras mi máscara.

Diez de la noche, tras una mágica visita a la Biblioteca Nacional, la Galería Nacional, mil tiendas, un plato de pasta exquisita y una estatua eterna.

El púrpura es un color fascinante porque representa el erotismo, la muerte y la piedad cristiana. Quizá sea cosa del subconsciente, quizá de la razón de Freud, pero me fascina. Definitivamente, siento.

En un banco de la iglesia del campus de Cork, entre vidrieras de Harry Clark, mosaicos en latín y palabras japonesas. Uno de los lugares más hermosos y sugerentes que he visitado.