jueves, 29 de diciembre de 2011

Vivisección

Abrir la piel a escalpelo, que quiebra más que el puñal y el hacha de dos filos. Dibujar dos líneas equidistantes, sin desviación de un solo milímetro, en el vientre. Tener mucho cuidado de evitar el ombligo porque nos liga a la tierra. Hundir la hoja lenta, casi dulcemente, hasta tocar duro. Si no se toca duro es que no se vive, es que se es sólo de carne y no se sabe sentir. En este caso, retirar el escalpelo y aplicar la sierra sobre la garganta. Hacerlo muy rápido. Si no se sabe sentir, no se sabe llorar. Y el dolor pierde todo sentido.

Cumplidas a rajatabla cada una de las instrucciones, quitarse los guantes, soltarse el cabello y respirar. Hacerlo hasta trece veces antes de avanzar hacia la pared. Humedecerse los dedos con lágrimas sin nombre y pintar encima de la cal. Es total y absolutamente imprescindible que se trate de cal. Dibujar, entonces, un sol, una letra, una casa y las olas de un mar furioso. Y sumergirse. Sumergirse hasta olvidarse de cómo se llama una, cuál es la actriz de los años veinte que puebla sueños eroticos y de qué color era el caballo que desató la pasión por la monta.

Tomar después la sangre. Se recomienda el uso de pinceles de pelo de marta o, en su defecto, hebra sintética. No se garantiza la eficacia en el segundo caso. Pintar, pues, tres líneas en cada una de las mejillas. Distancia de cuatro con seis suspiros entre ellas. Alejarse de espejos. Ajustarse las botas sin respuesta al dolor de las incisiones ni a la dulzura de la sangre. Que al final somos seres de barro, metal y aire.

Respirar. Llenarse los pulmones una, dos, tres veces. Romper el escudo, desenfundar la espada, verter el veneno, abandonar la armadura y respirar. Queda prohibido el hilo y queda prohibida la aguja. No se permite coser, cerrar, coartar, temer o dar dos pasos en falso hacia atrás. No se permite subir la guardia. No se permite dejar que el miedo devore a golpes la superficie de la garganta. No se permite dejar de existir.

jueves, 22 de diciembre de 2011

en los caminos porque no
si caen edificios
se caen edificios
y me trituran los empeines
dibujados
por debajo de mis faldas

venga, llevadme a las raíces
de mi tumba
mirad qué entrañas
mirad qué entrañas secas
se anudan en el fango
y se hacen mar así

a cuchillos ciegos
y ramas secas no respires si se lloran
la garganta ¡la garganta!

porque no tengo sangre
mercurio en venas abiertas
voy a fecundarme
sangre en lengua infértil

y ahora así
y ahora calma
y ahora anudarte sí o si
me anudo
o me ahogo
bebo agua rota
que si rocas que si mar
mueran las subordinadas

viernes, 16 de diciembre de 2011

Sumus. Estis.
Subjuntivo a la manera
de los suicidas.

El nombre del dolor no existe. Es concreto.

El hecho de que no coma carne de mi carne se debe a un tabú evolutivo. Quién lo diría.

Este miedo del alba
clavado
bajo las uñas.

Nacer y morir son verbos pronominales. Como no puedo nacerme en mi triste ausencia de agua, obvia explicitar lo que resta. Sepulcros. Cal. Llamaré a alguien para que los blanquee; quizá lo hagan los perros.

Subordinar mis palabras a esta mi triste brújula sin voz es una locura coordinada. La rosa entre las piernas de Rimbaud. El emperador está borracho... Y la nave va. Va va va. La conjunción de fonemas no tiene sentido si se me clavan las letras en los antebrazos. Doler también debería ser un verbo pronominal. Eso lo arreglaría todo.

Nota: No sé qué es esto.

martes, 13 de diciembre de 2011

Las cuerdas vocales

Nada tiene que ver el dolor con el dolor
Enrique Lihn

No quiero volver a escribir un solo artículo o una preposición. Los verbos son el pecado del suicida.
Esta melancolía de útero ciego y vacío. Este no saber nacerse, este descubrirme en condena a los pronombres, este decirte siempre en oscuros.
Derrota a muertes calladas.

Si tan sólo pudiera hablar sin cortarme los labios… Que el dolor me rompa la boca a golpes sin pausa duele siempre así desde dentro y que salga, que me ahogue, que me estalle la garganta. Pero no así, no, así no, despacio, latido de carne que se desgarra a gesto de sicario, así no, no en mil muertes, no a cuchilladas en el pecho, no rasgándome así así así hilo y la punta de los pezones.

Desposeerme de mí misma con el fin de subordinarme a tu nombre es un juego demasiado perverso para que debas soportarlo. Pero si dices quiero, entonces mi cuerpo ha de abrirse en dos al llano. Ha de volverse nieve virgen. Y vivo tan sucia. Las almas lloran en las viejas playas de Petra precisamente porque en Petra jamás ha habido playas. Nadie pregunta por qué en Petra no hay playas. Nadie pregunta por qué languidezco con pececitos blancos dibujados en el vientre. Y si escribir un poema es yuxtaponer palabras y si escribir es definitivamente devorar como una perra silenciosa estos pedazos de lengua, entonces que me claven me claven me claven en la cruz. Entonces que me duelan hasta el infinito, y si se me abren las pestañas, que me las ricen en las mil ochocientas cincuenta y cuatro vueltas de la piedad.

Son labios si cierran la boca de los curas. Respiran aire amarillo con cada grito del purgatorio. A ver si así o de esta manera o rota en definitiva sin formas de lenguaje más que las de mi cuello abierto me ahogo. A ver si me encadeno a la espiral que late entre tus dos manos extendidas. A ver si… Pero aquí ya no pueden encontrarte. Ya no pueden oler los triángulos que dibujabas en casa del marino.

Se callan los tenientes si suena el violín. Ha anochecido.
Me he anochecido.


Fotograma de una peli de Beatty. No sé si quiere decir mucho.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Aquí todos gritan

Aquí todos gritan.
Y
mientras
tanto
o tanto mientras,
que ya no importa.
DIGO
Y mientras
yo
me corto las manos
con el filo azul
de tus cigarrillos,
él se muere.
Me asomé a la sala hace dos horas.
Continúa allí.
Él se muere.

Veo su juventud marcada
de putas, de aviones,
de campos quemados,
y de sal en heridas abiertas.
Veo la tierra húmeda
debajo de sus uñas
y el destello del fusil
que agoniza.
Y ahora él se muere
en la alfombra.
La colgué hace ocho días.

Jodido latín, jodeos todos.

Mis sueños
me cortan muy despacio
la punta de los pezones.
Él se muere.
Aquí todos gritan
y yo estoy tan cansada
de escucharles
de escucharme
de escupirme
escupirte
escupiros en la cara
a todos.

No sé qué es la
RABIA
la mía
que desborda, estalla, arde,
quema mi nombre
en las entrañas abiertas.
Sangre.
Semilla y sangre
de sal esparcida
que no jamás nunca nadie ninguno
puede dar fruto.
RABIA

RABIA que se me bebe las palabras,
que se me clava en las sienes
porque él se muere
en la habitación
con la piel marcada
de los electrodos
y las imágenes.
Se muere
y vosotros
TODOS VOSOTROS
tenéis la culpa.

RABIA
Hoy me he roto
en cuatro pedazos
y dudo
que mis dos piernas
vayan a seguir
un camino que se pueda
llamar
camino.
Mejor decir
RABIA
y no justificar, explicar afirmar
No nada nunca
RABIA

RABIA
Y
yo
creo
de verdad
creo
voy a volverme loca.


Man Ray fotografiaba así.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Televisores y adoquines

Ya puestos
a que sepas algo
de mí,
podría decirte que hay
demasiadas
cosas que no tengo.
No tengo sentido del humor
y lo cierto
es que no me gustan las luces
ni los niños pequeños
ni las promesas
ni las manos cuando se cierran
sin apretarme.

Ocurre que
tengo la mente rota
y el aliento
perdido entre dos imágenes.
También tengo la sombra
de esta ciudad
clavada en las entrañas.
Espero que con eso baste.

Hace frío.
¿Sabes?
Me sorprende que no lo entiendas.
Debe ser cuestión
del aire o de los neones,
pero esta tarde
he llorado
por no poder devorar
su vientre profundo.
Hay tantas mujeres
con los pechos vueltos flor…

Sin embargo,
ahora
ocurre que te espero
en el borde de esta página
para ver si cosiendo tu nombre
o subordinando a esta coordenada cortante
cada una de tus palabras
se me pasa la fiebre.

Parece que no.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Miss you, Irish days

Recuerdo que te adelantabas dos o tres pasos. Canturreabas esto cada vez que tomábamos la curva suave en la carretera de Killiney. Entre el viejo colegio, las casas adornadas de abejas y violeta, y la montaña, y el castillo, y la promesa de la nieve. Tenías una voz curiosa, que parecía venir de alguna clase de árbol o del mar que se transparentaba entre las ramas, porque estaba hecho de cristal y nada podría romperlo. Yo creía, de verdad creía, que nada iba a romperte a ti, que ibas a quedarte por años -escupitajos a lo eterno- entre los paisajes verdes, los metálicos gruñidos de los trenes y el futuro trasnochado de una ciudad que aún no sabe de su pasado. De verdad lo creía. Y hoy sé que si yo vuelvo, que si yo retorno, que si yo me hago viento frío otra vez, tú no estarás allí.

Por eso evitaba abrazarte, porque sabía que no te irías y que tendría todo el tiempo del mundo para soñar nuestra infancia. Me equivocaba. Porque hoy sé que no volverás a masticar tréboles ni a abrirte el pecho con las conchas de la playa. Sé que ese camino será mi tumba; necesito hacerme ceniza para que me entierren bajo asfalto y cal. Y me gustaría esperarte en una de esas piedras; haber sabido antes quién eras y haberte llamado por tu nombre. Porque nunca he tenido hogar ni patria, y tú te ganaste a golpes y verdades mi aprecio. Te lo dije esa mañana entre la niebla -¿recuerdas?, esa mañana en que era tan pronto y tan tarde.

Pasarán años hasta que te vea. Pasarán, ¿qué sé yo? ¿Veinticinco meses? ¿Tal vez treinta? ¿Serán quizá cuatro o cinco los años? No voy a contarlos. No se me da bien echar de menos, pero puedes romper la regla. Odio que lo hagas y, aún así, no soportaría dejarte atrás. No ahora.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Variaciones sobre una de tus pestañas. Dionisos

Y ahora, sin embargo, me gustaría que alguien me explicara por qué es más digno golpearse el pecho en una iglesia que llegar a un parque, dejar los libros en el suelo y gritar:

Señor.
La jaula se ha vuelto pájaro.
¿Qué haré con el miedo?

Gritárselo a la tierra, digo. O al vientre de una mujer destripada. O a las palabras escritas en los muros. O a los niños sin ojos. O a la multitud de hormigas que me están arrancando la piel. Supongo que resulta mucho más apropiado susurrar y no abofetearte con mis ganas de devorar tu boca o con la necesidad extrema que siento de colgarte de esa viga. Ésa de ahí, sí. Son cosas que pasan. A veces.

No tengo casa, ni trabajo, ni papeles asegurados para mi mente. Soy una indigente en abstracto y cada pequeña célula de mi cuerpo se acuesta en el barro cuando oscurece. Realmente no importa. Realmente no importo, porque bastan los pronombres para ser. Los verbos resultan total y absolutamente innecesarios. Son una quimera venenosa. Son una falacia afilada cuya única función es la de rasgar venas y segar vidas. Ris, ñac, hic, ¡ay! Y... chop, chop, chop, así, gota a gota, verso a verso. Para eso sirven los verbos. Para aumentar el índice de suicidios y ayudarnos a competir con los señores del hielo, la escarcha y la nieve.

Así pues deberíamos considerar que no (me) importo. Y de eso se deriva mi total disponibilidad para importarte y, lo que resulta dulcemente irónico, para que tú empieces a importarme. Supongo que deberé renunciar de manera definitiva a hacer el amor con mi reflejo. Aplicado el silogismo que emana de nuestra realidad conjunta, me basta concluir que quiero una habitación con espejos para poder descubrir cómo tus manos me recorren entera. Y así seremos tres. Tú, yo y la otredad, o la mirada de desorden sagrado en el espejo.


Nota final: El fragmento es de Pizarnik, claro.
Man Ray fotografió así a Lee Miller.

Para bien o para mal, sigo sin tener sueño. Espero vivir demasiado entre vuestras páginas como para caerme muerta ahora, ¿no es así?

martes, 1 de noviembre de 2011

Jerarquías

No importa
si dibuja la luz
curvas dulces
o aristas de cielo
en tus caderas.

No importa
si me sumerges en
la húmeda naturaleza
de la luna
o me invades
de néctar y sangre.

No importa
si se ciñen mis manos
a tus pechos
o juegan con la soledad
violeta
del páramo.

No importa
si tu voz me ata entera
con temblores graves
o con el agudo grito
de los pájaros.

No importa si al otro lado
de tus ojos
eres hombre o mujer.

Importan tus ojos,
importa la vida e
importa el reflejo.
Importa el dolor, el ansia
y la ciega súplica.
Importan tus promesas,
importa la certidumbre
y el grito mudo.

¿Sabes lo que de verdad,
de verdad
no importa?

Lo que digan.
Eso sí que no importa.

jueves, 20 de octubre de 2011

Beberse las mariposas

Piedad para nosotros que combatimos
siempre en las fronteras de lo ilimitado.

Apollinaire

Los periódicos se amontonan con la dejadez de a quien nada importa realmente. Las viejas páginas del Times se confunden, amarillentas por la humedad, con los informes de economía, las esquelas señaladas a rotulador violeta, los anuncios de trabajo acuchillados, las reseñas musicales agrupadas sin un orden lógico y los cupones de suscripción a revistas de todo tipo rotos en pedazos muy pequeños. Cubren la alfombra y forman un extraño montículo sin forma ni aspiración a significado.

Debajo de los viejos periódicos debe de encontrarse la alfombra. O lo que queda de ella, quemada con ácido sulfúrico y sosa cáustica a intervalos regulares. No existen restos de la amplia colección de productos químicos que Maika descubrió en el desván hace seis meses, pero las horas reduciendo hierba, coca y polen a polvo invisible le han parecido demasiado cortas. Como si los líquidos corrosivos que la marean pudieran llevarse una parte del dolor. Pocas veces se ha atrevido a intentarlo. En una ocasión, tres días o tres meses atrás, derramó siete gotas de ácido clorhídrico en su mano izquierda. Fines científicos, nada más. Simplemente necesitaba saber si aquella visión era capaz de arrancarle un grito. Uno auténtico, no otro de esos tontos chillidos de placer agónico que le ensombrecen los ojos cuando Carlo se hunde en lo profundo de sus entrañas o uno de esos gemidos que le parten el pecho si recuerda al hermano muerto al otro lado del mar. No ha funcionado. Maika dibujó los vértices de una bonita estrella de seis puntas y, sin variar su expresión, la coronó con una gota en su mismo centro. La piel parece especialmente viva cuando se quema. Brilla con una luz distinta y se enrojece con un matiz metálico que la fascina. Tanto o más que el penetrante olor atado a su garganta, cada vez más intenso. Los cristales rotos de las ventanas han sucumbido a las planchas de madera que cubren los vanos y permiten que finos rayos de sol se cuelen. O lo permitirían de brillar el sol en medio de ninguna parte.

Frente a la nada, Maika ha decidido hacer de su rebeldía un baluarte y de su pecado, una manera de vivir. Frente al vacío, ha querido crear el Infierno y creer en él. Pero el dolor, cuando se torna placer despojado de sus sedas tímidas, termina arrastrando al hastío. El mal carece de función estética para nuestros feos siglos cristianos. Y Maika se aburre. Maika se aburre porque jamás ha tenido la menor idea de qué es el bien o el mal, y eso evita que descubra el auténtico sentido de la transgresión. No sabe actuar de manera moral y enorgullecerse de ello, pero su verdadera condena es opuesta: no puede saberse malvada y crear un estandarte de crueldades sobre el que echarse a dormir. Maika se pasa las noches tumbada en su cama de sábanas negras, atisbando a través de la madera rota un destello pálido. Pero no hay luz para los ciegos. Se lamenta de no conocer la oscuridad, pues rechazada del blanco, Maika siempre ha querido hacerse un nombre con letras de sangre. Hasta eso le está prohibido.

Y ya no importa. Las noches se suceden a los días en una espiral caleidoscópica sin dirección ni sentido. El tiempo no existe; ha sido sustituido por la difusa realidad del recuerdo, el abstracto y la muerte. Maika recorre el camino de la cama al escritorio cubierto de polvo; se sienta, desnuda, sobre la madera astillada y pasa el abanico de finas plumas de pavo real por sus piernas. Ríe con risa de princesa desquiciada y mira el retrato del rey de Francia, que se inclina en una de las paredes. Baja y le dedica su más sincera invitación al baile. ¿Querría usted, apuesto galán, agarrarse a mi cintura y cabalgarme la noche entera? Lo ha pensado y no va a dejar que Carlo regrese. Se ha aburrido de él. De él, del placer punzante que le corta la respiración y de los mismos rituales repetidos tantas veces, tantas noches.

Porque esta noche quiere estar sola. Quiere hacer de su soledad el velo de una difunta para ver si así consigue mancillarla. Mancillarse. Pero las horas desfilan calladas, incapaces de turbarla. Maika ha cerrado los ojos. Tendida sobre el montón de papeles que cubre su alfombra quemada, revisa los titulares uno a uno. Algunos están repasados con la estilográfica de su padre en brillante tinta roja. Otros pasan por completo desapercibidos. Maika suspira y desliza su mano por el contorno suave de los pechos. Se acaricia el vientre y, con el afán distraído de quien nada desea y nada espera descubrir, reconoce su sexo, viejo compañero de camino que desde el día de su nacimiento le volvió la espalda. La mano izquierda se afianza a las crónicas del último escritor asesinado en las selvas del Sur y la derecha juega en la humedad oscura. Ya ni eso está prohibido. Hace mucho tiempo que ha olvidado las pétreas palabras del sacerdote y el noble. Hace mucho tiempo que ha olvidado por qué está haciendo esto. Realmente no busca nada. No existe placer en el pulso del recoveco ni dolor en la fricción de sus tobillos atados. No existe nada y como no puede afirmarse la existencia de lo no existente, más valdría ahorrarse los verbos y las palabras.

A Maika se le cierran los ojos. Si se duerme de cansancio, de desesperanza o de melancolía sorda, eso no lo sabemos. Pero entonces el grito rompe los sueños y las cuerdas de los violines agonizan frente a las ventanas. Y la invocación cae como una losa sobre el montón de periódicos amarillentos. Y su mano se crispa, sus dedos se engarfian. Y los labios se le abren, se le inundan de sangre viva, y su garganta calla, y debajo de su cuerpo los insectos que duermen en las esquinas de la alfombra tiemblan de temor reverencial.


Nota final: No estoy triste, ni melancólica, ni en uno de esos estados de lejano hastío que me visitan de cuando en cuando. Esto se me ocurrió anoche, mientras hojeaba un libro acerca de Man Ray y me fijaba en Soledad, la imagen que acompaña a este post. Mi vecino de arriba se decidió a poner justo en ese momento el Requiem de Mozart, en concreto el Rex Tremendae, texto que 'suena' al final de este retrato. No me gusta el estilo narrativo; mejor dicho, no me gusta mi estilo narrativo. Pero es una de esas cosas que necesitaba escribir, quizá porque siempre me ha causado una mezcla de espanto y comprensión.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Mille anni passi sunt

Supongo,
sí,
que puedo prometer
afirmarme
y decirte la verdad.
Decirte del revés;
decirte a ti,
digo,
del revés.
Que decir es siempre más difícil que callarse.
Que jurarte este sol
me está quemando la boca
de los dedos.
Y fíjate
que hay luna entre mi labios,
y fíjate
que llevo un traje dibujado
por ti.

Supongo,
sí,
que afirmo
esta búsqueda
en los cristales ciegos.
Tengo el pecho abierto
esta noche.
Tengo el pecho abierto
y se me escapan plumas.

Nacer son tres espinas
violetas.
No sé de dónde viene esta lengua
que me grita en la garganta
y estrangula mis latidos.
Supongo,
sí, que estos cristales
de silencio
me están arrancando los dientes.

Bébeme. Víveme.
Supongo,
sí,
que digo la verdad;
que decir las estatuas
es morirse ante la lluvia
cada mañana
por traerte aquí,
al hueco suave de mis sábanas.

Supongo,
sí,
que me arrasa saberme mujer
y saberme humana.
Esta noche
la luna de vacíos
me está llenando de agua
entre orquídeas.
Esta noche
soy un animal
muerto de sueños, muerto de vida.

Supongo,
sí,
que me estoy dejando sangrar
sobre el papel blanco
pero me respiro en cada palabra
y te dibujo
en los cristales
de los autobuses.

Bébeme. Víveme.


Nota final: Fotograma de Belle de Jour.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Epifanías

Digo que no estaba preparada para vivir una tragedia griega; se me daba demasiado bien ignorar las palabras de mi destino. Sabía perfectamente lo que significaba ser Edipo y, al contrario de los mil comentaristas que se han rasgado las venas en su nombre, yo encontraba una especie de descanso en su historia. Parece raro, ¿verdad? El camino de Edipo estaba señalado. Billete de ida a la tragedia. Lo tenía todo, vaya. Incesto, asesinato y mutilación. Dignos crímenes para un hombre digno. Pobre, pobre Edipo. ¡Y una mierda! Edipo se arrastraba por un sendero ya señalado. Yo estaba condenada a la indeterminación. Podrían comérseme los ratones o podría pasarme la vida acostada en mi alfombra, con un libro entre las manos y las lágrimas hundidas como cristales en los ojos.


Nota final: Tenía trece años. Ha pasado tanto tiempo... La pintura es La muerte del sepulturero, de Charles Schwave.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El péndulo

Me hago agua
y me derramo hacia dentro
para ser sangre.
Fuera llueve.
Fuera.

Desearía penetrarme
y romper las cuerdas de hueso
entre la escarcha
que abren cuatro violines.
Desearía dibujar
estrellas
en mis pechos
y besarlas
una y dos y cuatro,
y setecientas cinco
veces.

Mi infancia
es el soplo herido
de una sombra
que no pudo
ni puede ser.
Jamás.
Mi infancia es un juego
de soledades,
una condena a ciegas
al sepulcro y la muerte.

Pero me rebelé
y arañé las paredes de mármol
porque una uña tiene el valor
de los viejos elefantes.


Nota final: Pizarnik y el comienzo de curso tienen la culpa de esto. La foto es de mi adorada Lee Miller.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Vigilias

I

Me da miedo el reflejo
de los neones
y sé,
desnuda,
que soy frágil bajo las luces.
Por eso te quiero así,
oscuro,
hecho de dos vientres
y dos sangres.
Por eso
Atropmi em on
ante sus voces
marchitas.
Cógeme, arrástrame, llévame
lejos de las calles desiertas
donde corro perseguida
por las hojas y los fantasmas,
donde mi pecado es el
revoloteo
rojo de las faldas y
las palabras ocultas.
Los ritos son necesarios.
Déjame soñar
la noche de mil cristales
a tus pies
de metal y arcilla.

II

Dormí
en el mar hecho de nieve,
los cadáveres flotan
y devoran en silencio los dedos
con la garganta abierta.
Yo tenía
un caballo,
una espada,
dos pedazos de metal
y el pecho
izquierdo
desnudo. Y
galopaba, porque se cerraba el mar
y se cerraban las nubes de nieve sobre mí.
No existía espejo,
ni aire,
ni máscara.
Mi rostro
era la sima rota
de los vacíos
que se enfrentan.
Yo besaba las plumas
verdes
de las aves
antes de arrancarles el corazón
y devorarlo.
Ni siquiera sabía respirar.

III

Pero se abrieron los cristales
y caí hacia lo alto.
El agua me marcaba de frío
y me lamía la piel
en círculos concretos.
El aire me acariciaba
la punta de las pestañas
rizadas
en mil ochocientas cincuenta y cuatro
vueltas.
Los espejos se escondían de oscuros.
Toqué la sombra cálida
y me corté los dedos.
Despacio.
Bebí mi sangre
que era la suya.
Bebí mi sangre
para salvarme, para salvarte,
para salvarnos a todos.
Porque yo me colgué de la cruz inmensa
con un clavo oxidado en cada mano.
Por tres días vi la luz
y por tres días le volví el rostro.
Y a los trece minutos resucité.

IV

Entonces cesó la angustia
de sueños
y el dolor
estalló con mil agujas
entre mis sienes.
El grito se hizo grulla
en el páramo violeta.
Era mi grito
y por eso te pertenecía.


Nota final: La imagen es una obra de Kush que me recuerda mucho a Dalí.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Nocturno

Visita en esta noche a tu condenado a muerte
(El condenado a muerte, Jean Genet)

Soñé
que yacía en la encrucijada
donde laten cuatro castillos
y humean las ruinas
y las serpientes abiertas.
Soñé que me mordías entera
con los ojos vueltos del revés
y los cabellos haciendo torres
de coral y de sangre
y de vida y de cielo.
Pero me gusta el amarillo
y me gusta demasiado temblar
si sopla viento
y arañar el casco de los barcos
antes de que me cuelguen
por los tobillos
a las puertas de la muralla.
No tengo miedo.

Me corté dos dedos
de la mano izquierda
porque los sacrificios
son dulces en los picos de los
cormoranes.
Y dejé
que ellos me arrancaran
el pelo
mechón a mechón,
gota a gota
de sangre quieta
porque quería ser tu puta.

Soñé
que yacía en la encrucijada
con las manos atadas a los cuatro
puntos del viento
y que las nubes
cortantes
como de acero
me besaban los labios.

Mi sexo es una orquídea
húmeda.

Y no había silencio
ni gritos.
No había nada
porque yo no era nada
ni nadie.
Porque
yo
era tan sólo el pulso mantenido
que se desvanece y renace.

Soñé
que yacía en la encrucijada
con los ojos velados
y las manos atadas
a las cuatro señales
del viento.


Nota final: Esto debe leerse con Venus vina musica, de Corvus Corax a modo de fondo musical.

sábado, 27 de agosto de 2011

El silencio parecía un gigante...

Zoume s’enan kosmo magiko
me fonto tin Akropoli, to Lykavitto

(Eleni, Haris Alexiou. Transliteración)

Y girar, girar sobre la hierba con mis manos prolongadas en las tuyas y mi cuerpo tendiéndose, y esa sensación de desaparecer, de hacerse pequeña en la lluvia pálida. La locura de Circe -y verdoso Verdi- cayendo entre suspiros. El té se enfría en las viejas copas de coñac; no me importa. Atropmi em on. Podemos dar la vuelta a los sentidos, perdernos entre palabras, prometernos un cielo sin dioses. Podemos. Me gusta el reflejo amarillo en las torres iguales. Quiero que me lleves allí otra vez. Quiero, quiero, quiero, quiero. Eran cuatro, ¿no? O veinticinco. Qué más da. Girar, girar y gritar tan alto que se estremezcan los pájaros. Y reír con el vientre abierto y los labios ardiendo de nieve. Y reír hasta que el rostro se rasgue de luz y no quede más que la voz claveteada en el aire.

Quiero mi silencio. Quiero dormirme entre mantas de esparto y despertar con los dos brillos de una bombilla rota. Quiero soñar (te) (me) (nos) y no abrir los ojos salvo para mordisquear los párpados de los perros. Que esta vez lo sé; esta vez gano yo. Gano mi lugar y mi destino. Y es una victoria dulce, que se derrama como néctar en mi pecho, que me envuelve en la calidez de las cuerdas pulsadas, que me promete y me sujeta. Que me eleva. Es una victoria dulce, muy dulce. ¿Importa acaso que el té se enfríe? Esta mañana me dueles suave en todo el cuerpo. Esta mañana remuevo los libros y bebo páginas, golpeo los cristales hasta romperlos y acaricio las sábanas. Tengo dos manos, dos ojos, un cuello, un vientre y dos piernas. Tengo una lengua que sabe susurrar conjuros y unos brazos que se rinden sin rendirse. Tengo una mente que se abre y es un páramo, y es violeta, y tiembla, y conoce transformándose. Me tengo; por vez primera en mi vida, me tengo, me llamo, me grito. Existo. Quizá por eso puedes verme. Quizá por eso puedes soñarme y puedo soñarte yo a ti. Quizá por eso podemos vivirnos.


Nota final: Imagen del photoshoot para Vogue a cargo de Steven Meisel (Venus in furs). La cita del título es de Huir del invierno, de Luis Antonio de Villena.

miércoles, 24 de agosto de 2011

The year of the cat

Alois durmió una noche blanca y, rozado el amanecer, decidió que no quería despertarse. Pero el alba no le otorgó tregua y le arrancó, pestaña a pestaña, los sueños de los ojos y el vino acerbo de los labios. Entonces los párpados se abrieron heridos de luz. Movió con dulzura antigua el pie izquierdo y se enredó en las sábanas. Los viejos vinilos yacían esparcidos por el suelo. The year of the cat... Había una crónica de suicidios prendida en su boca y una nota de despedida que se agrietaba -humo pálido- entre dos mesas simétricas. Pero ven, tómame, bébeme, víveme. Escarcha y cielo en los techos vueltos del revés. Bowie fumaba un cigarrillo en la pared de la izquierda y los libros se amontonaban, orgía de páginas y promesas. Un culto a Dionisos vago y vacío.

Alois se dio la vuelta en la cama. Las noches blancas. Tenía dos marcas -simetrías, siempre simetrías- en los tobillos y su pie izquierdo jugaba con las sábanas, enredándose con una sensual dulzura. Sólo él sabía cómo hacerlo y, sin embargo, esa mañana decidió que no quería despertarse. Se habría arrancado las entrañas si con eso bastase para detener los gritos. Pero seguían allí, círculos exactos dentro de su cabeza. No los había trazado él, de manera que era absolutamente imposible conseguir que se callasen. Y por eso buscó la voz. Por ese mismo motivo la encontró perdida entre dos riscos y se raspó las muñecas con tal de alcanzarla. Lo hubiese dado todo por tenerla. Era quizá la primera vez en su vida que deseaba algo verdaderamente; dulce matiz de desesperación que acariciaba sus pensamientos. No tenía experiencia deseando porque jamás se había permitido desear.

Las paredes empalidecían y se retorcían en una proyección de espejos a la inversa. Alois había corrido durante horas, días, meses, años enteros. Había corrido los mil ochocientos cincueta y cuatro laberintos del Señor sin que existiese tregua para su garganta, cascada fina de trigo. Libera me, Domine, de morte. Y he aquí que la mañana se le enredaba en la piel y el susurro subía despacio por su pie izquierdo y quemaba su pecho con fuegos antiguos. Porque Alois respiraba. El aire se cristalizaba y le cortaba despacio los labios. Alois respiraba. Se le hinchaba el pecho de lunas y se abría una rosa de sangre entre sus piernas. Por eso buscaba la voz.

Se arropó con tres palabras y cerró los ojos al cielo. Que si había que luchar, lo haría de rodillas y con el veneno en los labios, el manto en el suelo y los ojos brillándole de conjuros prohibidos. Que si había que luchar, lo haría sin máscara y a pecho abierto, a vida entregada y a grito mudo. Que si había que luchar, lo haría con la sensualidad antigua de sus piernas de gato, asumiendo la rotundidad de las rosas de sangre y el páramo violeta que ensanchaba su frente y hacía de sus sienes un desierto verde. Porque Alois tenía el alma clavada en las pupilas y se hubiese arrancado la piel si con eso bastara para ser y ser de agua. Él lo sabía. Por eso se había quitado la máscara.


Nota final: Fotografía de Lee Miller. Y esto es un delicioso desvarío.

lunes, 1 de agosto de 2011

Vientre de luna, flor de muchacho

Un látigo hecho con los estambres de una orquídea

El público, F. G. Lorca

Confieso haberme encontrado en tus ojos.
Confieso haberme visto
tejida de negros y verdes,
universo sin estrellas,
escapista de sueños
y de luces.

Confieso haber delirado tu voz
y buscado tus manos en la quietud
de unas sábanas que te recuerdan
y dibujan, ciegas,
tus contornos oscuros.

Confieso haber descubierto
la naturaleza abstracta
del latido
en la profundidad
sin abismo ni sima
-vientre de luna,
flor de muchacho-.

Confieso haber destruido
en tu nombre.
Confieso haber matado e
insuflado vida
en labios yertos y pétalos iguales.
Confieso haberte pintado en los cristales
de los viejos autobuses
y las aceras abiertas.
Confieso haberte adorado
frente a los puentes de hielo
y las puertas
que se escarchan.

Agonía de estatuas.
Ni mármol ni estrellas.
Ni aire, ni aliento, ni sangre.

Confieso haberme encontrado en tus ojos.
Confieso la vida tenue, y el ansia, y la esperanza.
Confieso los soles enfrentados.
Vientre de luna,
flor de muchacho.
Me confieso.

Nota final: Impulso.

viernes, 15 de julio de 2011

Ansia. I Movimiento

Que quiero ser sólo el agua
que te resbale por la garganta
si es que sientes sed.
Que quiero ser sólo el beso
del aire en tus labios
si te asfixian los relojes de tiempo
o las rutinas encadenadas
en una proyección sideral
sin estrellas.
Que quiero ser para ti
lo que tú quieras que sea.

Y no olvidar
jamás
que yo no soy quien tú eres,
que tú no eres quien yo soy,
que ni somos ni existimos
en este vacío del placer
que me doblega.


Nota final: Esto viene al caso de Sail your sea, meet your storm, all I want..., una canción que me ha marcado más de lo debido.

miércoles, 29 de junio de 2011

Enciérrame

Las palabras son cárceles necesarias. Se hacen flores marchitas en tu boca. Fluyen de mis dedos y pervierten una realidad creada, condenada a repetirse. Ni siquiera los senderos iguales bastan, porque todo es espejo de espejos. Cada letra se torna una condena. Cada sílaba, una sentencia de muerte a la existencia. Las palabras son cárceles que atrapan la realidad, que reducen el juego de la vida a una relación científicamente bimembre. Repulsiva. Las palabras son nuestra daga contra la muerte. Una espada de dos filos. Y Damocles se nos bebe desde dentro.

La realidad no existe sin las palabras porque no tiene entidad sin ser pensada. El hombre es anterior y posterior al hombre. El hombre es una paradoja exacta y vuelta del revés. Negar la existencia es caer. Quizá resulte lo más deseable. Negar la propia humanidad requiere palabras. Ser libre requiere palabras. Las palabras son cárceles necesarias, luego ser libre se torna el valiente acto de cargarse de cadenas. Delimitamos, parcelamos y conocemos por medio de las palabras. Las juzgamos amigas; no las vemos de aire, no las vemos cálices llenos de cicuta que se escurre entre labios abiertos. Asesinato.

Necesarias. ¿Necesarias? Como las normas sociales. Previas -pro, proto- al mismo concepto de norma. Ácidas, siempre ácidas. Como el dolor o el placer. Como la vida. Asesinato. Sin palabras no somos sino animales temerosos abocados al fin. Nos quedamos sin instinto y sin razón. Nos hacemos barro primero y nos negamos sin negarnos. Porque el mayor valor de la nada es su certeza de ser nada y su búsqueda ciega del éxtasis tembloroso. Inmolaciones. Las palabras son cárceles necesarias. Nos hacen libres.

Atrapan la realidad. La capturan y la tergiversan. La crean. Son, en realidad, instrumentos en nuestras manos inexpertas. Son las pobres cabezas de turco de la intolerancia. Son los juguetes de un niño grande. Son los escudos de la confrontación y las espadas del odio. El impulso disfrazado. Máscaras. Construcciones. La interculturalidad se convierte en un mito derrotado por la naturaleza humana. Piedra sobre piedra. Y cae. Siempre cae. Qué terrible y qué exquisito.

No hay una única fuerza. No existe un verbo igual. Cae. Siempre cae. Son juegos de semiótica. Artimañas del demonio que llevamos en lo más profundo de nosotros mismos. Porque es en la brecha de la luz, en el lazo ambiguo de lo oscuro, donde florece el impulso. Impulso, acción, reacción. Latido. Pensamiento. Y una construcción suicida en nombre de la palabra. Una paradoja sumergida. Real. Mucho más real que la realidad misma.


domingo, 19 de junio de 2011

Tú eres

Todavía conservo el amargo sabor de tu sal en los labios. Todavía acierto a sentir el licor resbalando despacio, rosa de pubis abiertos. Se abren de roca las aguas, profetas en tierra desconocida, mares de cal y de cianuro. Humo amarillo que asciende entre las algas y se rompe en la espuma. Lo cubre todo. Y me siento pequeña, diminuta frente a esta eternidad que Tú eres. Una eternidad de silencios rotos. Las horas fueron más rápidas que el reloj y se hicieron polvo de cieno. Él sigue con su tic-tac inflexible. No se callará, no. Pero el tiempo se desvanece si Tú eres. Existencias vacías de esencia; eres y basta.

A mí me basta. Que te anegas con tus aguas y te asfixias una y otra vez contra las piedras. Te retuerces; gimes. Por y para nadie. Sin nadie. Que no me necesitas, ya lo sé. Y arremetes de nuevo. La tierra no resiste. Nada resiste. Se abre. Me alzas, me socavas. Tu sal en mis labios. Por un instante no hay futuro. Ni futuro, ni aire, ni temor, ni sol, ni cielo. Nada sino ese grito callado y ese débil pulso de lo que se quiebra. Mil cristales saltan en el aire. Mil nubes se hacen cristal en el aire. Avanzas. Dama de Grises, mil veces Reina, Señora entre orquídeas. Se enfurecen los vientos y aúllan. Se quejan, ¿no les oyes? Pero no te importa. Tú avanzas. Tú eres.

Y me tienes aquí esperándote, sintiendo el latido oculto de tu existir inmenso, tocando las lágrimas que se tornan diamantes y los diamantes que cortan la piel. Agua. Este frío que me llena, que me arrastra. Que me mueve a mirarte y desearte. A entender que no podré ir a ti si no vienes Tú en el preciso instante del eclipse. Conozco los peligros que tu vientre encierra y los acepto. Los acepto aún aquí, aguardando tu vuelta, los labios entreabiertos. Tu sabor a sal se irá esta noche. Qué tristeza tan callada, como calla el placer, como silencia el dolor, como amordaza la felicidad. Qué juego de sombras el de buscarte otra vez. Lo haré. Sabes que lo haré. Espérame. Oh, espérame…


Nota final: Este texto es producto de un renascere. Unos días agradables, una compañía agradable, un lugar agradable y una serie de vivencias agradables. Mar, Mar que sin saberlo me das nombre.

martes, 17 de mayo de 2011

Lois...

Cheguei a ti nunha conversa de amigos e decidín quedarme. Canda ti. En silencio. Un deses silencios case relixiosos que preceden á acción. Un deses silencios que prometen e cumpren. Sempre. É o que ten a literatura.

Quizáis foi a orixinalidade desa frase escrita nos altares da morte ou o alento escuro das maldicións que caen e xa non desaparecen. Quizáis foi a necesidade explicitada na lingua. Quizáis foron os ventos de cambio que sopran dous meses antes da catarse. Quizáis foi a tolemia colectiva. Quizáis...

Sumerxinme en ti. Fun en ti. Fun de auga, de negación, de morte. Fun de branco sangue masculino escorregando nos beizos da terra. Fun de enfermidade e desvelo. Fun de ausencia. Fun de desexos e de aniquilacións. Fun de narcisos opostos. Fun de prohibicións e de ansias. Pero, por enriba de todo, fun de loita. Fun unha burla sen cuartel, soldado de guerras perdidas, contra o tempo e a fin, sen desprezos nin concesións.

Toquei o que puido ser o último dos teus fíos, devorado de sangues. E ameite, Lois, ameite no comezo de cada páxina quebrada antes de escribirse, ameite en cada verso que se cravaba con cravos amarelos na miña carne, ameite en cada referencia coñecida e por coñecer, ameite en cada bágoa perdida por unha morte que non debeu ser. Poeta maldito e malditista, canto de ti dixeron! Poeta de Monforte, poeta con sangue nas verbas e nas veas. Poeta...!

Que os artistas non morren nunca. Caen á ánima coma o Libera me, Domine dunha antiga ceremonia. Caen e continúan a caer. Dante e os infernos. E un bico nos peitos de gris. Saliva nuclear, química disonante. Lois, Lois. Deixa que te busque nos recunchos últimos do vento.

Lois...

Notas finais: Felices Letras 2011.

viernes, 13 de mayo de 2011

Sólo quizá...

Quizá crecer sea esto. Beberse el cáliz amargo de la vida hasta los posos, dejar atrás, resistir con una sonrisa de agua en los labios. Caer, perder y morir en cada envite, quebrarse poco a poco. Quizá sea negarse lentamente. Quizá crecer sea aferrarse a una máscara o un molde, hacerse niña desvalida con certezas de mujer. Y son siempre -siempre- cegueras de quien no sabe ver sin ojos.

Hasta en eso pertenezco al reino de los condenados. Me quedo con vosotros, sí. La vida de sangre antes que una muerte prematura entre venenos. El dolor -el dolor y dos odas- antes que sus calmantes para enfriar espíritus y enturbiar lagos quietos. El ansia sin paz y sin tregua antes que la miserable consecución del deseo. El miedo antes que la certidumbre. La melancolía sorda y abierta antes que el sentimentalismo afectado. Las palabras antes que la mentira. Y la hipocresía como un lujo callado que se diluye en venas de mercurio.

Quizá crecer sea olvidar. Olvidar, negar, asesinar el recuerdo en páramos blancos. No hay sangre cuando se mata un recuerdo, sólo un hilo fino de agua. Muere entre las grietas de un desierto sin confines. Muere. Los recuerdos no son hermosos al morir; no son cisnes, ni ratas, ni mártires.

Y es que es demasiado fácil perderse en la propia sombra. Demasiado fácil esconderse entre banderas, llorar anhelos prohibidos al pie de los cañaverales, hundirse la espada en el vientre. Pero, ¡ay! Qué difícil es desgarrarse la piel con los propios dedos y arrancarla muy despacio, tira a tira. Qué difícil es el dolor cuando no es de agua, cuando no pulsa, cuando no llama. Qué difícil es abrirse el pecho de lado a lado y arrancarse el corazón. Qué difícil es ponerlo en un altar para que se seque, se mustie, se torne carne blanquecina y putrefacta. Qué difícil.

Qué difícil es ser. Así, sin piel que cubra las carnes heridas, sin máscara, sin ropas, sin armas. Así, existiendo simplemente, los labios abiertos y la súplica en lenguas enredadas. Qué difícil es afirmar. Afirmarse. Qué difícil es reconstruir. Reconstruirse. Qué difícil es empezar con los ojos vendados, sin manos ni guía, sin camino trazado en violeta.

Y buscar siempre el pulso humano escondido al otro lado de la emoción. Y no volver atrás, ni un solo paso.

Qué difícil.


Nota final: Imagen de un photoshoot de Dangerous Muse. Grito mudo. Lo curioso es que me siento feliz de gritar. Feliz. Y es extraño.

jueves, 5 de mayo de 2011

Frenesí blanco

No importa cuándo,
no importa por qué.

Pero
debemos hundir
los dedos fríos en las llagas,
debemos romper de cadenas
los mares,
debemos beber
hasta la última gota de veneno blanco.

Dos pasos hacia delante
y la caída que lleva al abismo
-azul-
donde una grita
y no tiene respuesta.

Ni la quiere.

Hay dos lirios entenebrecidos
y los huesos de un poeta
al que se han comido los perros.
Hay dos poetas de lirio
y las tinieblas caninas
de un banquete.

Hay una sombra.

Hay dos dados, una esclava muerta y tres promesas.

Hay un vacío
de desiertos entenebrecidos de mármol.

Contradicción.

Que sí, Arthur, que debemos
arrancarnos la piel tira a tira
y crear la máscara perfecta.

Frenesí.

Vino cálido en los labios, rosas
y una pluma entre las páginas
del libro de Isaías.
Y llenarnos la boca de juramentos,
el corazón de ídolos vacuos,
las manos de espuma blanca
y la lengua de besos sin nombre,
súplicas hechas de barro,
curvas enredadas de saliva.

Y no creer jamás en las escrituras,
no beber de los labios del apóstol,
no profesar la herejía entre cálices,
no vestir las túnicas doradas
y manchadas de púrpura.

Porque la desnudez humana
es la única máscara posible
para el miedo.

Por eso, Arthur, arráncate la piel
tira a tira,
beso a beso,
palabra a palabra,
golpe a golpe.

Por eso, Arthur, vive.
Vive en los pálidos labios de Alois.
Vive en sus codos vueltos del revés.
Vive en sus pestañas,
como erizos quebrados de estrellas.
Vive enredado en sus suspiros,
en sus mentiras de cielo,
en su imagen transparente.
Vive en Alois.

Vive.


Nota final: Pearls, de Erwin Olaf. Escrito con Stamp on the ground de fondo, una canción que jamás habría elegido para el acto de crear. Pero esto es... una maniobra de escapismo, que no escafismo.

lunes, 18 de abril de 2011

Pandora

Si pudiera yo hacer de mis penas un coral
y del coral vestidos para colibríes.
Y besar con sus picos abiertos los pechos distintos,
y sentir el pulso silencioso de la sangre,
y romper sus patas de bronce.

Si pudiera yo saber que tus labios
son tan sólo para los caballitos de mi nombre,
si pudiera yo vencer esta línea
roja de fuego que me alza,
si pudiera yo abrazar el infinito cósmico,
si pudiera yo besar la llaga en el costado
y lamer las huellas del Discípulo.

Si pudiera yo contar hormigas,
si pudiera yo saber cuántas mariposas
aletean entre los dos polos de tu frente:
migración suicida es la del aliento entre tu boca
y mis labios entenebrecidos;
ay, si pudiera yo contar las pisadas de pajaritos negros
en el baile de nuestras lenguas.
Si pudiera yo, ay, si yo pudiera,
reventarían mis mirares de sombra
en mil orquídeas envilecidas por el violeta.

Si pudieras tú decir cuánto me quieres
y hacer de tu querer un paquete
fechado, tasado, pesado,
clavado en todos los participios
del verbo hipócrita.
Ay, si tú pudieras…
El desierto yermo abriría sus fauces de ausencia.


Nota final: La imagen es Pandora, a cargo de Yvonne Park. El texto es un delirio de noche sin fiebre transformado durante noches con fiebre.

martes, 12 de abril de 2011

Cuaderno de notas

Alois dejó el maletín de cuero en el césped seco y se tumbó bajo uno de los sauces, que acariciaba con sus ramas extendidas la superficie del río. Encendió un cigarrillo y le dio un par de caladas. Qué aburrido. Le hubiese gustado fumarse las alitas de las mariposas quebradas o arrojar su grueso volumen de ética -que ni para Nicómaco era- al sacerdote vecino. Pero no podía. Vivir en sociedad comportaba una serie de riesgos que debían ser asumidos. El primero de ellos, perder el total concepto de uno mismo. El segundo, despreciar lo grotesco. Y el tercero, enamorarse de la ignorancia y la ceguera hasta llegar a las sagradas nupcias. Optó por sacar su cuaderno de notas. Y escribió.

Lo hermoso es, en definitiva, una percepción. Por tanto, dado que sería pueril -gloriosamente pueril- considerar que en la percepción de lo bello influye tan sólo lo referente a los sentidos, el clímax estético es natural e irrepetible por antonomasia. De ahí lo efímero de lo hermoso; necesariamente efímero, para evitar una decadencia de la percepción y el peor de los males, la decepción tornada aburrimiento.
La experiencia estética se conserva en la memoria tal como una hormiga encerrada por siglos en un pedazo de ámbar. La sedosa textura del recuero altera y deforma, pero jamás en tal medida como una segunda percepción. La segunda percepción destruye sueños y rompe quimeras, esas gloriosas quimeras que nos convierten en esclavos dichosos. La segunda percepción juega los juegos de la ciencia y de lo real. La segunda percepción es un vaho de opio adulterado.
El riesgo gira, pues, en torno a la valoración del inefable clímax y a su tentativa de repetición. Por fortuna, existe el paso del tiempo y la arbitrariedad de los hechos. Ellos saben bien cómo decidir en nuestro lugar.


Nota final: Alma Tadema, por supuesto. Y una reflexión ante las mariposas atravesadas por finas agujas.

miércoles, 30 de marzo de 2011

No puedo no ser

Prisión de París, madrugada del 12 de marzo. Paisaje con dos claroscuros, un oficial venido a menos y un recluso peligroso, Jacques Dufaunt. Cuatro horas para la ejecución, pública, como lo es toda exhibición del poder de la ley. Aquí todo el mundo se olvida de la Ley.

No tengo miedo a la muerte, sino al último instante de lucidez. ¿Usted no, monsieur du Blanc? Ya veo. A usted se le ha olvidado el miedo con tantos ejércitos, tantos besos de mujeres robadas y tantas órdenes. No creo que debamos temer el final. La nada misma es el destino natural del hombre y, cuando seamos nada y nada seamos, ¿cree usted que a alguien le importará su interés por Tomás de Aquino? Déjese de causas primeras. Déjese, ya que estamos, de trascendencias y de teleologías bizarras. Al diablo con Aristóteles. ¡Al diablo! Si tan sólo existiese la más mínima esperanza de que el diablo existiera, monsieur du Blanc. Pero a la nada misma, que de tan nada ya ni mayúscula tiene, es adonde nos dirigimos.
Lo que yo temo es el último instante de lucidez. Ese momento en que comprenderé -comprenderá, comprenderemos, comprenderéis, comprenderán- la futilidad del afán del hombre. No, nadie se muere de muerte. Todos nos moriremos enfermos de vida, saturados de sangre, con las carnes podridas por el tedio y la monotonía. Nos moriremos ebrios de silencio, con la bilis de carneros sobre las pupilas y los besos de las vírgenes enredados en los dedos rotos. Nos moriremos de anhelo, desgarrados por mil espinitas de erizo, vapuleados y reducidos a ceniza blanca entre las olas de un mar que no exigimos. Nos moriremos de tantos calmantes, de tanto dolor escondido, de tantas drogas de agua atravesadas en el corazón. De eso nos moriremos nosotros, que buscamos, que ansiamos y desistimos. No dude usted, monsieur du Blanc, que yo ya he desistido.
Míreme. Amanece en dos horas y el verdugo traerá la cicuta. ¡Ya me gustaría a mí, como Sócrates! Sí, ríase, ríase. Traerá la silla eléctrica, o la horca, o el cuchillo afilado, o la cruz de madera. Preferiría la cruz, ya ve. Dicen que el dolor purifica. Quizá sea simplemente una falacia de locos trasnochados. Dos mil años de locura y un patíbulo como altar mayor; un agonizante es el divino sacerdote. Eso sí que es una falacia de locos trasnochados. Pero no me haga caso. Yo elijo la cruz. Una cruz negra, enorme, como un mundo de grande. Una cruz de brazos que abracen, que yo nunca he sabido hacerlo y quiero intentarlo antes de que llegue el instante último. Una cruz de peces verdosos, una copa de hiel para mi garganta seca, una corona de doradas espinas, un grito que ahogue el mío, un beso de Judas. ¡Claro! Eso me falta. El beso de Judas. ¿Me lo dará usted, monsieur du Blanc? Es cierto, es cierto. Lo olvidaba. Todos los hombres llevamos la marca del beso de Judas en la mejilla. Se nos quiebra el alma en pedacitos sin recomponer, un rompecabezas donde no existen pistas, ni brújula, ni guía, ni camino. Todos llevamos a Judas a nuestro lado y, en cada embite de Fortuna, dejamos que nos muerda con fuerza el cuello y beba. Silencio. Jamás he amado a Judas. Nunca podría amar a Judas. ¿Qué quiere que le diga, monsieur du Blanc? Ya de ser malo, pídale a los de su Iglesia que me regalen la seña de Caín. Oh, por supuesto que sí. Yo no pedí ser Caín, pero, si debo ocupar un lugar en sus santos lugares, que sea el de Hermano. Él no temía a la muerte. Ya se lo he dicho, monsieur du Blanc. Yo tampoco le tengo miedo.


Nota final: El cuadro es La creación del hombre, de William Blake. Es una de las pinturas que más me han afectado siempre. Creo que el rostro del hombre refleja muy bien el sufrimiento de la existencia humana, como si ese nacimiento entre serpientes, bajo una mano que ni impone ni acaricia, fuera el inicio de una condena feliz hasta su último instante: desespero y conciencia. Interpretación subjetiva, por supuesto. Pero adoraré mi subjetivismo por un día.
Música inspiradora: Endzeit, de Heaven shall burn.

sábado, 26 de marzo de 2011

Negro de redes

Los pajecillos alzan los brazos de luna.
Ni siquiera tú creerías en ellos
porque llevan máscara.
Pero
aquí
o allá,
en
la
franja
amarilla que soporta soledades,
en el gemir de prisas y carreteras,
en los reflejos blancos de las prostitutas,
en el pecho roto
de los niños de barro.
Aquí o allá,
Adán rosa viola a Eva, rota roca de agonías.
La máscara no es enemiga del hombre,
porque el hombre es máscara
y nada hay sino un Narciso blanqueado
o un bello sepulcro de asfixias.
La máscara es enemiga de la mano.
La mano que se alza
y que cae entre dos vientos oscuros.
La mano que promete y que jura.
La mano que no miente,
porque basta ya la máscara rosa
y los besos de las golondrinas,
porque basta ya de ventanas
y basta ya de susurros sibilantes de serpiente.
La mano que se tiende en silencio.
La mano que envuelve, que acoge.
La mano que eleva
y la mano que arroja al suelo
entre desmadejadas madejas de lino.
La mano que rompe y construye.
La mano que abofetea en silencio.
(Bendito silencio quebrado de nubes)
La mano que se hunde transparente,
lenta, certera, segura.
La mano de dedos largos, femeninos, dueños.
La mano que impone.
La mano que bebe.
La mano que exige
y da siempre, al final,
dulces caracoles de llanto,
dulces lágrimas enroscadas,
dulces besos de agua
que los hijos de los fariseos no entienden.


Nota final: La imagen es mi obra favorita del fotógrafo Erwin Olaf, parte de su serie Chessmen. Equivale a decir que es una de mis trabajos favoritos en este mundo. Me gusta la composición, ese B/N tan interesante, la evocación y la identificación... toda una colección de razones más o menos implícitas. El texto, totalmente modificado desde su primera génesis, es un grito. Un grito dulce, un agradecimiento silencioso.
Música con la que debe acompañarse: Rain, Ryuichi Sakamoto.

viernes, 11 de marzo de 2011

El discípulo

Pablo tenía dieciséis años. Dieciséis años, un libro de poemas, una curiosidad por la terrena realidad del mundo y un secreto. Pablo llevaba dos astillas de cedro clavadas en el pecho, dos cruces de cielo atravesadas como las de la Dolorosa. Había una herida de cieno en el costado de Pablo, en la que mil y tres hormigas hurgaban, rascaban, bullían, buscaban. Había un poema de astillas y de costados en la frente de Pablo. Había dieciséis páginas rotas entre sus pezones encendidos.
Él te miraba y tú sabías de las espinas hundidas en su piel. Despacio, lenta, muy lentamente. El dolor del alma es un tormento que se ofrece frío. Sí, como puedes imaginar, frías eran también las piedras de la vieja iglesia, y fríos los bancos, y frío el corazón del anciano sacerdote. Los cánticos y el chirriar del órgano se perdían en una cúpula sin nombre, adornada por ángeles desvaídos, sin sexo, sin vida en sus ojos glaucos. Pablo levantaba la mirada para verlos, pero la luz divina le cegaba. O, quizá, se trataba de los rayos del sol; no puedo saberlo. Ni siquiera él lo tenía demasiado claro.
Las beatas rasgaban las cuerdas de los gatos al pasar las páginas de sus pequeños libros forrados de piel, rápidas y agudas. Sabían de padrenuestros, de avemarías y de salmos. Sabían de infiernos y de pecados. Sabían, y en esto eran expertas, de la infinita ira de Dios. La habían sufrido en sus carnes, ¿no era así? Un hijo muerto. Una cosecha perdida a causa de la escarcha. Un dolor agudo en el vientre, que crecía y se agarraba a los pulmones, que se bebía la vida no aprovechada con la premura del visionario y el náufrago.
Pablo también sabía de la ira de Dios. Pablo tenía dieciséis años y un secreto. Sí, puedes creerme: un secreto. Un secreto que se le atravesaba en la garganta y le quemaba, que le impedía atacar las patitas de los ratones. Respiraba humo amarillo y soñaba los negros sueños de las cámaras de gas, adormilado durante las plegarias del mediodía. Y, cuando el señor cura se daba la vuelta para internarse en la sacristía, se dejaba llevar por el terrible atrevimiento de abandonar su lugar en el banco. Resonaba el órgano en la iglesia entera, con notas de juicio y de espera. Y Pablo se estremecía, como si le hubiesen arrancado la túnica de monaguillo y expuesto en el mismo altar, como si hubiesen escrito con veneno de verdades el secreto en el medio de su frente. Caín.
Él no había pedido ser Caín. Con el corazón escurriendo en sus dedos blancos, avanzaba entre las filas de muebles, entre los ribetes de oro, entre las estatuas vacías. Siempre se arrodillaba frente a la misma imagen, la que menos fieles tenía. La sangre del Cristo era cierta; sus labios dibujaban un gesto de éxtasis, de sufrimiento o de vida. Pablo no lo entendía, pero le bastaba mirar. Unir sus manos, cerrar los ojos y rezar. Bajaba la cabeza y, a veces, miraba de reojo las elegantes botas de Marina, la gentil soltera que poseía una tienda de perfumes. Unas botas altas, negras, de fino tacón aguzado, como la lágrima de un ángel que se hubiese estrechado hasta lo imposible, hasta convertirse en la lengua de Lucifer. No, él no había pedido ser Caín.


Nota final: Otra imagen más para Estatuas de Barro. Imagen del gran Jean Cocteau.

Puentes blancos

De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. El sabor viejo del pan de arroz jugaba en mi boca; detrás de mí, los viandantes corrían, se afanaban en su eterno transcurrir de cigarras y hormigas. Yo respiré porque no sentía la presión del tiempo; en realidad, ni siquiera tenía adónde ir. Sorprende lo dolorosamente libre que se siente una cuando se olvida de los relojes. Es como renacer, como resucitar; ¡sepulcros blanqueados!
A mis pies se extendía la ciudad entera: un remolino de brillos rotos de agua, un sinfín de geométricos caleidoscopios. ¡Y los coches! Soldados de un régimen sin líder, guerreros fieros de un mañana sin luna enrejada. Sí, al borde mismo del puente acerado, de cuero y de negro bajo las luces blancas, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. Conocí su belleza; la perfecta hermosura del sol que se apaga y se esconde para siempre, sol hecho de pecado y de molicie.
Los seres humanos amamos los cánones. Jugamos a ser Apolo y creamos en los acantilados de lo imposible un modelo, un koiné, una figura de mármol. El mármol es frío; las proporciones son frías y el deber moral se asemeja en gelidez a los glaciares árticos. ¡Malditas matemáticas! Jugamos a ser Apolo y arañamos espejos en un frenesí del que no descubrimos sino la piel desgarrada. Y, sin embargo, el ser humano es genuinamente imperfecto. Es oscuro. Es diabólico y divino a un tiempo. El ser humano cae, y es en su caída el más maravilloso de cuantos entes conoce el amor por el saber.
Descubrí la belleza de lo que está corrompido; llamamos corrupción a las manchas sobre el molde perfecto, a las gotas de sangre en el cristal de plata. ¿Por qué no va a ser hermoso lo condenado? ¿Por qué no tomar los temores humanos y alzarlos a los altares? La literatura, la verdadera literatura, no busca la proporción perfecta y la armonía escrita, sino la sangre y la carne, el alma de tierra. ¿Pasión? El frío es una pasión igualmente, cuando se convierte en arte. Pero, ¡cuidado! Pasión en su genuino significado, al igual que Eros y Thánatos unidos, fundidos, fruncidos en los faldones de una Historia condenada a la masculinidad.
En el fondo, siempre me ha dolido el peso de las estatuas. Oh, sí, el perfecto juego bíblico, la maravillosa declaración de universales principios que elude deberes, el sorpresivo elogio al sufrimiento gratuito. Eso no va a cambiar. Creo en las personas; eso equivale a decir que creo en lo efímero, en lo que está condenado desde su nacimiento, en lo sucio por las llagas de la existencia. Creo en las personas y en su imperfección, digna de la mayor de las odas. Creo en la hermosura de cada gota de agua derramada en la tierra. Creo en la verdad del barro, en la necesidad de mancharse las manos con su aliento y beber de sus pozas, para conocer el dolor y el más cortante de los placeres. No creo en la bondad, ni en la felicidad, ni en la perfección. No creo en la divinidad de oro; en todo caso, en la de oro hueco. Pregúntame si creo en el amor; será divertido. Creo en las personas.
De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. No había mendigos bajo el arco, pero sí una muchedumbre de ratas abandonadas a su suerte en la metrópolis de la pureza, que se repite hasta la saciedad aquí y en todas partes, como la ilusión de espejos que describía Aldecoa. Oh, pobres, pobres mendigos disfrazados, víctimas de vuestra propia pobreza, orgullosos de la ignorancia de mármol, maquis de un símbolo que jamás os ha escuchado: ¡yo os maldigo!
Bendije a Dioniso. Reí, caminé. Bajé del puente.


Nota final: Dolorosamente real, sí. La imagen es Alandus, de Erwin Olaf.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Las palabras no sirven, son palabras

Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Ella se detuvo al borde del lago, donde yacían los cadáveres verduzcos de los cisnes. Una estela de sangre -rubíes de cielo- dibujaba un camino de agonías entre sus huesos helados y arrancaba sus últimas plumas. Temblaba la nota más aguda de un violín -las estepas azules- en el aire y temblaban también las lágrimas entre helechos quemados.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Caminó uno, dos, tres pasos. El hielo bajo sus pies era tan delgado que permitía observar con inaudita claridad el fondo de las aguas, donde flotaban nervios de gasolina ardiente y el aire era amarillo, sujeto y objeto de una burbuja defenestrada. Ella resbaló. Calló, silenciando así su caída. Y los cisnes se estremecieron un segundo, muertos, con las gargantas abiertas de temor y de llamas.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Ella vino a mí y se miró en mi reflejo pálido. Extendió la mano y me tocó. Una vez. Y otra. Y otra más. Me dijo: "Te odio". Le dije: "Lo mismo siento yo por ti". Pretendió abofetearme, pero sus dedos rozaron la superficie de cristal y de hielo sin tocar más que la reproducción de sus propias uñas. Me miré en sus ojos de helechos y le sonreí, a medias burlona, a medias sincera. Ella también se rió. Creo que se reía de sí misma. No me extraña.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Se sentó junto a los cisnes muertos y se acarició delicadamente la piel, casi como si se tuviese lástima. Su cuerpo blanco se confundía fácilmente con la nieve y en el aire había un reflejo oscuro de sus cabellos. Estaba desnuda. No, no sé por qué estaba desnuda, aunque en ese momento comprendí que era así como debía estar. Quizá porque yo la miraba y ella me miraba a mí. Qué horrible vista era la de sus pupilas vacías, dos balas perdidas de una guerra que había terminado mucho tiempo atrás.
-Triste reflejo de plata, ilusión tímida en este atardecer de hielos -me susurró, arañando débilmente mi rostro de agua con la punta de sus uñas moradas-. La poesía ha muerto. No sirve. Las palabras no sirven, son palabras. Ha muerto mi lenguaje y ha muerto mi espíritu de cieno. Ha muerto mi boca, que ya no sabe qué decir para tocarla, porque se ha equivocado siendo ella. Ha muerto mi tierra y mi valle escarpado, coronado de rosas y de mieles amargas.
Se rió. Tenía una risa rota, quebrada en mil pedacitos diminutos, que se derramaba hilo a hilo, madeja a madeja de seda y oro. Lloraba con su risa oscura, pero yo sabía que no me dejaría beber sus lágrimas. Ya bastaba con las mías.
-Ha muerto la poesía -volvió a reírse, se levantó y alzó los brazos, ensayando una pirueta sobre el hielo y la nieve-. Ha muerto el veneno de mi lengua, porque no basta para llenar de aire amarillo mi corazón de plomo. ¿Qué importa ya mi clamar mudo? No sé hablar. Las palabras no sirven, son palabras. Y aunque busque mi alma la expresión máxima, se hunde en la tierra y en la sangre, se anega de vacío y de silencio. Duele. El peso del mundo es demasiado grande para un solo hombre, y yo soy una mujer. No quiero ser Atlas. No quiero ser Dionisio coronado de pámpanos. No quiero ser Atenea en su altar de la sabiduría. Yo quiero ser Prometeo y sufrir mi castigo por siglos, y expiar mi culpa verdadera junto a las voces verdaderas y olvidadas. Quiero pedir perdón -pedir perdón, a ti, triste reflejo de plata- y cantar mi agonía de lunas. Ha muerto la poesía y todos debemos danzar en torno al túmulo. Así que levántate. Ven, coge mi mano. Rásgate las ropas y danza, pues ha muerto la poesía. Debo apurar hasta la última gota de este cáliz de hiel, que calma mi sed y me doblega, que me ata y me conduce a la cruz blanca, mil diamantes de anhelo y de nube. Allí, cordero de un dios sacrílego, sacrificio negro al azul del agua, esperaré la hora de descender al sepulcro. Besaré los picos de los cuervos y gritaré, tan fuerte que nadie podrá oír mi voz reseca.
Elí, elí, lemà sabachtaní?


Notas finales: Ejercicio literario a partir de una canción, You're loved. Las citas en cursiva son, respectivamente, de:
-Nocturno, de Rafael Alberti.
-Una casa de granadas, de Oscar Wilde.
-Evangelio según Juan. Significa Dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado? Me ha impresionado siempre. Mucho.
El cuadro es de Dalí. Siempre me ha marcado. Primero, por la posición del crucificado. Y especialmente -amén de la composición y los detalles técnicos- por el papelito en blanco sobre la cabeza del hombre. No pone INRI; no pone nada. Podría ser cualquiera -podríamos serlo todos los seres humanos- quien colgase de la cruz. Puede colgar esperando mi nombre -o el tuyo, triste reflejo de agua- desde hace demasiado tiempo. Puede que ya esté escrito. Puede que yo sea el hombre de la cruz y, en ese caso, sería mi propio dios. Eso demostraría que dios se equivoca; siempre.

domingo, 13 de febrero de 2011

Michel

Y salí del espejo, hacia una galería del colapsado cementerio.
Un pájaro esmeralda y parlante se posó en un arbol esmeralda y cantó:
'Eres un hombre. Eres un hombre. Y además, estás viejo'.
'En el camino desolado donde los sagrados dioses y viajeros van y vienen,
¿no son todos los seres míseras prostitutas?'
A voz en cuello gemí en la tarde esmeralda.

Era frecuente verle en la última mesa del Joyce’s, con el cigarrillo a medio consumirse entre los dedos y el libro de poesía apoyado en el regazo, abierto como los lirios que se desgarran frente a las amapolas. Ante él, una taza de té humeante. A veces, té rojo; otras, de melocotón. La regla era que tuviese un tono rojizo o anaranjado, semejante al de la vida y al de la sangre. Casi siempre bromeaba al respecto. Beber sangre, emulando a los vampiros, era la mejor manera de ganarse un sitio en una comunidad de falsos freaks, de fanáticos de telenovela gótica, de eternos adoradores consumistas. Espera, me equivoco. Michel no bromeaba. Nunca lo hacía. Tenía mucho más interés en su cigarro a medio consumir y en su libro de poesía, que bebía versos de días y noches.
Michel no vestía a la moda, ni necesitaba hacerlo. Le recuerdo con sus pantalones oscuros y sus camisetas escritas en hebreo, con sus chaquetas de hace un siglo y sus cazadoras de piel. Decía que el hebreo, una lengua numérica, superaba con creces al latín y a los tristes idiomas germanos. Supongo que le hacían gracia los fundamentalistas, los fanáticos y los religiosos. O, quizá, simplemente necesitaba jugar los juegos de la probabilidad y los supuestos. Equivocarse siempre, sin caer jamás. Ensayo y error sin vacíos, ni emociones, ni dolor.
Y no era cosa de que el dolor le disgustase, pero él se lo buscaba, cuando quería y como quería. Una media sonrisa le iluminaba siempre el rostro; tú le mirabas y sabías que jamás podrías hacerle daño. No, no era para ti. No era para nadie. Jake presumía con demasiada frecuencia de llevárselo a la cama cada sábado, pero yo sabía la verdad. La terrible verdad. Michel no era de nadie. Michel se pertenecía a sí mismo, y con eso le bastaba. A todos debería bastarnos.
Había hambre en los ojos de Michel. Era Tántalo con la garganta quemada de sed, extendiendo los brazos hacia las granadas abiertas y las rosas secas, marchitas, heridas de muerte y azucenas. Sentado allí, el cigarrillo ya consumido y el libro abierto, sonreía al aire con la esperanza de seducirlo. Y tú te acercabas; yo también lo hacía. Michel tenía el magnetismo de los desesperados que no desesperan por nadie. Bebía su taza de té en silencio y leía en voz alta. Le daba igual que te rieses de sus afanes poéticos. Le era indiferente que mirases con un gesto extraño el girasol o el jacinto que adornaban su solapa. Le importaba demasiado poco que llorases nubes y cielos a sus pies. Realmente no significabas nada para él; yo tampoco. Los dos le amábamos, quizá porque él no nos amaba a nosotros.
Le gustaba el sexo. Mucho. No había tabúes para él, ni mentiras, ni oscuros recovecos de condena. Le gustaba lo oscuro si se oponía a la luz de los sepulcros farisaicos o las túnicas de los inquisidores. Le gustaba la mente de las personas y estaba convencido de que podía explorarse, dominarse y transformarse. Le gustaba gustarse. Le gustaban los espejos iguales, los besos que sabían a vodka y las despedidas. Sí, disfrutaba especialmente de las despedidas. Acabar, cerrar, quebrar, terminar, finalizar. Jamás empezar. Eso era para otros.
-Sí, sí, sé que prometí no hacer lo mismo que él -me dijo un día con una sonrisa de agua-. Pero, ¿qué quieres? Yo antes era como tú, y me iba bien. Supongo que me iba bien, ¿qué más da? Soy quien soy ahora. No, no me importa lo que tengas que explicarme. ¿Un monstruo, dices? Quizá un hacedor de paradojas y contradicciones, un maestro de las lunas y un aprendiz del destino, un perfecto mentiroso que odia las mentiras -se rió y apagó el cigarrillo con un gesto elegante-. Vamos, no pongas esa cara. Sabes que, en el fondo, ni siquiera te importa. Plaudite, amici, comedia finita est.
Tú lloraste. Yo también lo hice. Y él pidió otra taza de té, encendió un cigarrillo y prosiguió su lectura.


Nota final: La imagen es un gran trabajo de Cocteau. En cuanto al texto, lo escribí muy tarde, extrapolando un personaje de otro relato. Michel siempre tiene un valor misterioso en lo que escribo. Surgió mientras leía una antología de poesía, al encontrar el poema del autor japonés Mutsuo Takahashi que inaugura este artículo. Me gustan esos versos y, a día de hoy, no sé todavía por qué.