domingo, 23 de enero de 2011

Imago mortis

-El ojo humano es una pequeña esfera blanca. En él, resulta posible distinguir el iris, que tantos se quedan mirando como si señalase el final de los tiempos y la pupila, que funciona como una pequeña ventana a la realidad.
La voz de don Teócrato pocas veces había sido tan aburrida. Cuando él hablaba, una suerte de monotonía de noviembres enlazados flotaba en el aula, llena hasta los topes de críos harapientos. Era una monotonía de rostros dobles, que oprimía y asfixiaba con la actitud silenciosa de un refinado sádico. Oh, sí, lo recuerdo muy bien. El latido primero y último, dos timbres iguales que señalaban principio y fin de las clases. ¿En verdad cree usted que puede llegar a imaginarlo? Era un latido siempre reiterado, siempre repetido; entregado a una eternidad que se constituía como la máxima negación del tiempo. La voz de don Teócrato, viejo buitre de alas cortadas, nos recordaba una y otra vez la verdad de nuestros días: nos habíamos perdido, a caballo entre lo que había sucedido y lo que ya jamás ocurriría. Nos habíamos convertido en un frágil reducto de mariposas quemadas, en un oasis ficticio, en una quimera de enseñanzas prometidas e ignorancia asegurada. Don Teócrato elevaba un día a los altares al antiguo Horacio; al siguiente, era la aritmética lo que motivaba los movimientos de sus manos huesudas, como garras de pájaro tieso. Yo tan sólo podía pensar en que, apenas dos meses después, tendría que abandonar aquel aula desvencijada para ayudar en casa. Eso había dicho mi padre. Y, aún siendo consciente de que posiblemente no me crea, le diré que realmente no deseaba irme.

[...]

Cada vez que miraba los ojos de Daniel, no podía evitar imaginarme también los ojos de los cuervos. Eran tan diferentes… ¿Ha mirado usted alguna vez a un cuervo a los ojos? No lo haga. Son negros y están hechos de carbón y cuero quemado; ni siquiera existen, ocultos por el oscuro plumaje. Sé que los cuervos estaban celosos de la mirada azul de Daniel. Yo también lo estaba, pero tenía todo mi derecho: él había sido mi mejor amigo, antes de que el hijo de los vecinos, aquel cuyo padre se había enriquecido en las Américas, le hiciese abandonarme. Habíamos jugado entre los arroyos, cazados saltamontes y peleado como dos verdaderas fieras. Nos habíamos prometido amistad eterna, en un intento de emular a los viejos héroes; yo le había jurado protegerle, por encima de todo. Y él, entonces, me había abrazo y me había dicho: “Te quiero mucho, Cándido”. Era el único que no se reía de mi nombre. Y, también, el único que me había dirigido semejantes palabras, tan poco propias de un hombre. Luego, cuando me escupió a la cara y se marchó con Antonio el de los López, tan sólo me quedó su mirada azul, que a veces se clavaba en mí durante las clases. ¿No le parece pueril que lo recuerde?
No deje que me desvíe, por favor. Como le decía, los cuervos eran mis rivales. Yo sabía muy bien lo que tramaban. Estaba convencido. A veces, llegaba incluso a temer que aquellas aves se abalanzasen sobre Daniel, tal como el cuervo de los relatos de don Teócrato se precipitaba hacia el mal ladrón clavado en la cruz. Y, al mismo tiempo, lo deseaba. Entonces, imaginaba a un sinnúmero de aquellas aves -cientos, miles, millones; una masa negra y ruidosa- posándose sobre el bonito rostro blanco de él y hundiendo sus patitas en la carne suave, dejando que leves regueros de sangre -el sacrificio de nuestro señor Jesucristo- se deslizasen por su cuello. En ese momento, casi como culminaciones, veía los picos, hechos de ébano o de arcilla, hundiéndose en los blancos globos oculares y llevándose la luz, llamando a gritos a la oscuridad. Una oscuridad sin nombre, igual a la sangre de los ahorcados. Bastaba un instante más para que un escalofrío de excitación me recorriese entero y me obligase a separar la vista de Daniel, preocupado porque él descubriese mi expresión de extraña ansiedad. Era un juego divertido mirarle sin que él me viese.

[...]

Ahora me dedicaba su eterna sonrisa, que se deformaba lentamente hasta convertirse en una mueca de extrañas dimensiones. La voz de don Teócrato se perdió muy lejos y el murmullo de las plumillas sobre el papel se hizo extrañamente distante. Sólo existía la expresión de burla en el rostro de Daniel; su naricilla ligeramente fruncida, su mirada buscando en ocasiones la aprobación de Antonio. Parecía recordarme lo que jamás había sido y jamás sería. Parecía reírse de mí en mi propio rostro. ¡Lo estaba haciendo! Podía escuchar las carcajadas estremeciendo el aire lento y frío del aula, cortándolo en pedazos muy finos. Eran sus carcajadas. ¡El demonio, el demonio! ¿Era posible que don Teócrato no lo escuchase?
Las manos comenzaron a temblarme. Lo hacen ahora, mientras escribo esto. Yo sé muy bien lo que desean, pero ya no puedo dárselo. Es demasiado tarde. Antes no lo era, ¿sabe? Por eso lo hice.
Para cuando quise darme cuenta, había empezado a sudar y a respirar muy fuerte. Me puse de pie frente al pupitre y don Teócrato me miró con un gesto de molestia en su rostro anciano.
-¿Qué le ocurre, señor Martínez? ¡Siéntese!
No le oí. Daniel me miró esta vez de manera fija y las carcajadas que resonaban en mis oídos y golpeaban las paredes, regresando para atormentarme, se hacían más fuertes. Era Antonio quien se reía, recordándome lo inútil que yo había sido como amigo. También Daniel, con un deje de ironía en sus ojos. Ah, sus ojos… ¡Mentían! Se lo aseguro. Eran un beso de Judas, una cabeza de san Juan Bautista sobre el sexo de Herodías. Eran lo más abyecto que usted pueda imaginarse. Aquel inocente azul se erigía como una estatua de falsas utopías trasnochadas y aquellas pupilas prometían visiones limpias de malos prejuicios que se estrellaban contra las paredes de la realidad.
-¿Qué te pasa, Cándido? -La voz de Daniel fue lo único que pude escuchar en esos momentos-. ¿Ahora te has puesto enfermo como la fresca de tu madre?
Ella se estaba muriendo. Y él lo sabía. Lo sabía. Las carcajadas se tornaron mucho más intensas; de lo fuertes que eran, podrían reducir a añicos las paredes y los vidrios que había sobre la mesa de don Teócrato. Caminé dos pasos. Faltaban otros tres. Y luego ya ninguno. La punta de la estilográfica se hundió sin emitir un solo sonido; me sorprendió constatar lo blanda que era aquella esfera blanquecina. Imagino que Daniel chilló; ya supone usted. Me quedé mirando la sangre densa y oscura que corría por su rostro. Sonreí. Sí, yo tenía razón. La sangre relucía tan negra como la había imaginado.


Nota final: Estos son fragmentos de un relato tremendista (sí, tremendismo de los años 40, Cela y toda esa gente a la que no guardo un aprecio literario muy claro) que tuve que escribir para literatura. Se me ha ocurrido publicar esta pequeña parte, quizá porque es algo diferente a lo que redacto normalmente. La imagen pertenece a la genial película Un chien andalou de Luis Buñuel y Salvador Dalí; junto a una canción de Rammstein, me inspiró para redactar mi texto.

domingo, 16 de enero de 2011

Porque es cierto, Alois: quieras o no, la vida te da sorpresas. A la vuelta de una esquina, entre los huesos rotos de las rosas, a los pies de la estatua de piedra. En el susurro silente y sumiso del aire. En el último canto del pájaro que cae frente al sol. En un juego decadentista. Rimbaud y Verlaine no se equivocaron. Y se amaron hasta apurar el último delirio.
Nunca digas nunca. Que si este cáliz no es para ti, que si los lirios amenazan con espadas encendidas, que si rompen las olas en un mar que ya no es el tuyo. Nunca digas nunca. Que si no puedes ni sabes querer, que si ése no es tu sitio, que si no hay rosas húmedas para ti. ¿Me oyes, Alois? Nunca digas nunca.
Porque algo ha gritado que siempre. Alguien ha dicho que sientes. ¿Puedes mentir ahora? ¿Pues clavar tus adoradas esquirlas de sol y castigo ahora?
No, no puedes.
Porque sabes y quieres saber, porque puedes y quieres poder, porque sientes y quieres sentir que ella.

Que Ella.

martes, 4 de enero de 2011

Encadéname

No quiero sentir miedo. No quiero temer la sombra oscura del tiempo, esa devoradora de rosas fragantes, esa blanca ilusión de carne y mármol. No quiero temer la frialdad de las salas vacías y el helado tacto de los clavos en mi pecho, hundiéndose lentamente entre sangres impuras y yermas. No quiero temer la soledad impuesta por las calles desiertas y las luces de neón, ángeles desgarrados de cielos antiguos. No quiero temer el latido primero y último de Arthur. No quiero temer el sabor del vino acerbo que es el recuerdo, ni la pálida derrota del olvido.
No quiero temerme.
No quiero temerte.
No, no quiero sentir miedo. Nunca más.


Tenemos todo el tiempo del mundo. Tenemos la eternidad entera, cuajada de cristales, a nuestros pies. Lo tenemos todo.
El reloj está parado; pasan ya de las ocho. Llegamos tarde al banquete de los bienaventurados. Ni el Conejo, ni Alicia, ni la Reina Roja nos esperarán. Quizá el Sombrerero nos comprenda, pero no dirá nada. Sabe que no queremos que diga nada y asume que es de locos llegar a tiempo, en especial cuando el Tiempo, así con mayúsculas, es nuestro.