jueves, 20 de octubre de 2011

Beberse las mariposas

Piedad para nosotros que combatimos
siempre en las fronteras de lo ilimitado.

Apollinaire

Los periódicos se amontonan con la dejadez de a quien nada importa realmente. Las viejas páginas del Times se confunden, amarillentas por la humedad, con los informes de economía, las esquelas señaladas a rotulador violeta, los anuncios de trabajo acuchillados, las reseñas musicales agrupadas sin un orden lógico y los cupones de suscripción a revistas de todo tipo rotos en pedazos muy pequeños. Cubren la alfombra y forman un extraño montículo sin forma ni aspiración a significado.

Debajo de los viejos periódicos debe de encontrarse la alfombra. O lo que queda de ella, quemada con ácido sulfúrico y sosa cáustica a intervalos regulares. No existen restos de la amplia colección de productos químicos que Maika descubrió en el desván hace seis meses, pero las horas reduciendo hierba, coca y polen a polvo invisible le han parecido demasiado cortas. Como si los líquidos corrosivos que la marean pudieran llevarse una parte del dolor. Pocas veces se ha atrevido a intentarlo. En una ocasión, tres días o tres meses atrás, derramó siete gotas de ácido clorhídrico en su mano izquierda. Fines científicos, nada más. Simplemente necesitaba saber si aquella visión era capaz de arrancarle un grito. Uno auténtico, no otro de esos tontos chillidos de placer agónico que le ensombrecen los ojos cuando Carlo se hunde en lo profundo de sus entrañas o uno de esos gemidos que le parten el pecho si recuerda al hermano muerto al otro lado del mar. No ha funcionado. Maika dibujó los vértices de una bonita estrella de seis puntas y, sin variar su expresión, la coronó con una gota en su mismo centro. La piel parece especialmente viva cuando se quema. Brilla con una luz distinta y se enrojece con un matiz metálico que la fascina. Tanto o más que el penetrante olor atado a su garganta, cada vez más intenso. Los cristales rotos de las ventanas han sucumbido a las planchas de madera que cubren los vanos y permiten que finos rayos de sol se cuelen. O lo permitirían de brillar el sol en medio de ninguna parte.

Frente a la nada, Maika ha decidido hacer de su rebeldía un baluarte y de su pecado, una manera de vivir. Frente al vacío, ha querido crear el Infierno y creer en él. Pero el dolor, cuando se torna placer despojado de sus sedas tímidas, termina arrastrando al hastío. El mal carece de función estética para nuestros feos siglos cristianos. Y Maika se aburre. Maika se aburre porque jamás ha tenido la menor idea de qué es el bien o el mal, y eso evita que descubra el auténtico sentido de la transgresión. No sabe actuar de manera moral y enorgullecerse de ello, pero su verdadera condena es opuesta: no puede saberse malvada y crear un estandarte de crueldades sobre el que echarse a dormir. Maika se pasa las noches tumbada en su cama de sábanas negras, atisbando a través de la madera rota un destello pálido. Pero no hay luz para los ciegos. Se lamenta de no conocer la oscuridad, pues rechazada del blanco, Maika siempre ha querido hacerse un nombre con letras de sangre. Hasta eso le está prohibido.

Y ya no importa. Las noches se suceden a los días en una espiral caleidoscópica sin dirección ni sentido. El tiempo no existe; ha sido sustituido por la difusa realidad del recuerdo, el abstracto y la muerte. Maika recorre el camino de la cama al escritorio cubierto de polvo; se sienta, desnuda, sobre la madera astillada y pasa el abanico de finas plumas de pavo real por sus piernas. Ríe con risa de princesa desquiciada y mira el retrato del rey de Francia, que se inclina en una de las paredes. Baja y le dedica su más sincera invitación al baile. ¿Querría usted, apuesto galán, agarrarse a mi cintura y cabalgarme la noche entera? Lo ha pensado y no va a dejar que Carlo regrese. Se ha aburrido de él. De él, del placer punzante que le corta la respiración y de los mismos rituales repetidos tantas veces, tantas noches.

Porque esta noche quiere estar sola. Quiere hacer de su soledad el velo de una difunta para ver si así consigue mancillarla. Mancillarse. Pero las horas desfilan calladas, incapaces de turbarla. Maika ha cerrado los ojos. Tendida sobre el montón de papeles que cubre su alfombra quemada, revisa los titulares uno a uno. Algunos están repasados con la estilográfica de su padre en brillante tinta roja. Otros pasan por completo desapercibidos. Maika suspira y desliza su mano por el contorno suave de los pechos. Se acaricia el vientre y, con el afán distraído de quien nada desea y nada espera descubrir, reconoce su sexo, viejo compañero de camino que desde el día de su nacimiento le volvió la espalda. La mano izquierda se afianza a las crónicas del último escritor asesinado en las selvas del Sur y la derecha juega en la humedad oscura. Ya ni eso está prohibido. Hace mucho tiempo que ha olvidado las pétreas palabras del sacerdote y el noble. Hace mucho tiempo que ha olvidado por qué está haciendo esto. Realmente no busca nada. No existe placer en el pulso del recoveco ni dolor en la fricción de sus tobillos atados. No existe nada y como no puede afirmarse la existencia de lo no existente, más valdría ahorrarse los verbos y las palabras.

A Maika se le cierran los ojos. Si se duerme de cansancio, de desesperanza o de melancolía sorda, eso no lo sabemos. Pero entonces el grito rompe los sueños y las cuerdas de los violines agonizan frente a las ventanas. Y la invocación cae como una losa sobre el montón de periódicos amarillentos. Y su mano se crispa, sus dedos se engarfian. Y los labios se le abren, se le inundan de sangre viva, y su garganta calla, y debajo de su cuerpo los insectos que duermen en las esquinas de la alfombra tiemblan de temor reverencial.


Nota final: No estoy triste, ni melancólica, ni en uno de esos estados de lejano hastío que me visitan de cuando en cuando. Esto se me ocurrió anoche, mientras hojeaba un libro acerca de Man Ray y me fijaba en Soledad, la imagen que acompaña a este post. Mi vecino de arriba se decidió a poner justo en ese momento el Requiem de Mozart, en concreto el Rex Tremendae, texto que 'suena' al final de este retrato. No me gusta el estilo narrativo; mejor dicho, no me gusta mi estilo narrativo. Pero es una de esas cosas que necesitaba escribir, quizá porque siempre me ha causado una mezcla de espanto y comprensión.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Mille anni passi sunt

Supongo,
sí,
que puedo prometer
afirmarme
y decirte la verdad.
Decirte del revés;
decirte a ti,
digo,
del revés.
Que decir es siempre más difícil que callarse.
Que jurarte este sol
me está quemando la boca
de los dedos.
Y fíjate
que hay luna entre mi labios,
y fíjate
que llevo un traje dibujado
por ti.

Supongo,
sí,
que afirmo
esta búsqueda
en los cristales ciegos.
Tengo el pecho abierto
esta noche.
Tengo el pecho abierto
y se me escapan plumas.

Nacer son tres espinas
violetas.
No sé de dónde viene esta lengua
que me grita en la garganta
y estrangula mis latidos.
Supongo,
sí, que estos cristales
de silencio
me están arrancando los dientes.

Bébeme. Víveme.
Supongo,
sí,
que digo la verdad;
que decir las estatuas
es morirse ante la lluvia
cada mañana
por traerte aquí,
al hueco suave de mis sábanas.

Supongo,
sí,
que me arrasa saberme mujer
y saberme humana.
Esta noche
la luna de vacíos
me está llenando de agua
entre orquídeas.
Esta noche
soy un animal
muerto de sueños, muerto de vida.

Supongo,
sí,
que me estoy dejando sangrar
sobre el papel blanco
pero me respiro en cada palabra
y te dibujo
en los cristales
de los autobuses.

Bébeme. Víveme.


Nota final: Fotograma de Belle de Jour.