lunes, 20 de diciembre de 2010

Segundas oportunidades

Dime que debería quedarme por ti,
dime que podría tenerlo todo…
Estoy demasiado cansado para que me importe.

Y Alois movió la cabeza en señal de negación, y avanzó dos pasos, y dejó escapar una carcajada triste...
-Querido Arthur, me sorprende la de gente que se desliza por mi vida sin dejar poso. Creo soy como un terreno yermo e impermeable, como desiertos de plástico y vinilo. No puedes tocarme ya. Conociste la ilusión de tenerme, pero es y será siempre una quimera blanca. Enrédate con ella; no me reiré, no lo disfrutaré, pero no sé de compasiones vacías. Escúchame. Ningún tren pasa dos veces y, por eso, necesito vivir al máximo, sabiendo quién soy con intensidad nueva. Necesito respirar mi aire, no la saliva viciada de tus viejos cigarrillos o el sabor de tu piel entenebrecida por los violines. ¿Y qué? ¿Qué, ahora? ¿Qué, cuando caes con cada palabra, con cada acto, con tu egoísmo tan humano? Me dirás que yo también me equivoco, que soy ególatra e individualista, que no me importan las emociones, que genero asco. Es cierto, lo acepto: tienes razón. Pero deja que te diga algo: existe una diferencia. A ti te importa; a mí, no. ¿Lo has oído? Por eso mis personajes sienten. Porque yo no puedo. Y quiero… ¿quiero? No me hagas reír, Arthur. Enciende tu maldito cigarrillo y olvídate de mí. Araña la espalda de otro; gemirá en tus labios y así -sólo así- sabrás que vive. Yo llevo la muerte tatuada en el pecho. No puedes cambiar eso.
Lo siento, es demasiado tarde. Para todo, para nada… para ti y para mí. Extiendes los brazos y ansías tomar rosas de vientos fríos que hoy son ya lirios; donde antaño llovía, no existe ahora sino el sol y el desvelo. Vete. Por lo que más quieras, deja de llorar como un imbécil, y márchate. Está bien, está bien; tienes razón. Soy yo quien debe irse. Tu tienes una existencia de cuadrados, sentimientos y latidos. Sabes demasiado bien, querido, que yo no necesito respirar. Bésame. Una vez más. Tus labios y el tacto antiguo de tus dientes en mi hombro. Quieto. No quiero marcas, ¿olvidas que no soy tuyo? ¿Olvidas que nunca lo he sido?
¿Querías que me fuese? No, no necesito mi ropa. Tampoco el teléfono. Puedes quedarte los símbolos vacíos. Y, definitivamente, no quiero que me acompañes a la puerta. Sería ridículo que volvieses a llorar. Tu tren se ha escapado en el horizonte. Te lo has ganado a pulso, día a día, palabra a palabra. No tienes la menor idea de cómo jugar con las mariposas. Tus manos torpes quiebran las alas, arrancan las diminutas patitas y se llevan los suaves colores de la vida con una crueldad que el propio Vlad envidiaría. Ya ha sido bastante. No hay segundas oportunidades. Sí, sé que el viejo profesor de matemáticas te decía que no importaban tus errores, pues siempre podrías intentarlo de nuevo. Era sólo un idiota, creando y programando idiotas para continuar religiosamente esta sociedad idiota. Las segundas oportunidades no existen. Yo no voy a dártelas, pues la vida jamás me las ha entregado ni me ha enseñado cómo hacerlo. Ahora me toca reírme. Adiós, Arthur. Y que te vaya bien.


Nota final: Escribí este texto hace ya un tiempo... ¿una semana? ¿Dos? Fue un delirio breve, un diálogo bilateral. Tengo la rara costumbre de crear personajes opuestos y darles valores relacionados con estados de ánimo y sentimientos. Lo siento, Arthur me cae mal. Es un perfecto imbécil; lo ha sido desde que surgió de mi pluma. Y Alois... Alois es la clase de persona a la que nadie querría y que, por desgracia, a veces me saluda desde el espejo, al igual que Nemo. Paranoias sin sentido que, a veces, necesito escribir, lejos de la mera poesía en prosa. ¿Inspiración? Una película de los años cincuenta y una canción de Stone Sour. Y la sensación de dejar que algo dentro de mí se desvanezca, como el humo de un cigarrillo en el aire...

jueves, 9 de diciembre de 2010

Nada, y la nada misma

Me tomas de la mano y me llevas más allá del río de esquirlas,
donde los helechos son cristales agudos
y el vacío pende como una espada sobre nosotras,
bajo aguas que acarician sangre de niños degollados
y bilis de carneros coronados de lirios.
Y juras por el tiempo, por la vida y por la historia.
Y lloras, con tu corazón de carne herida.
Pero a mí me duele este vacío en todo el cuerpo;
una extensión yerma y blanca
entre esencias impuras y gasolina quemada.
Me duele esta ausencia en cada tramo de mi piel,
esta ausencia del sentir que me arrastra y me doblega,
que me obliga a yacer entre olvidos más ciertos que la muerte.
Porque no basta tu calor para mi cruz humana,
ni tus palabras para mi alma de anhelos.
Porque no entibian tus dedos mis rosas marchitas,
ni siquiera al ser arrojadas desde las cimas ocultas.
Que río, que te busco, que gimo, que muero
entre tus brazos de sirena, amazona y náyade.
Por y para nada.
Pues es la nada la muerte misma,
y ésta me ha marcado con sus mil mariposas.
Déjame sentir, ¡déjame sangrar mi tristeza de lunas!
Déjame respirar lejos de mi aire asfixiante
y mata, muere, vive, eleva y cae.
Porque duele, duele, duele,
porque es aire denso y amarillo
que asfixia, hierve y quema, pero no rasga.
Aguamarinas de cristales rotos en tu mirada oscura.
Una vez más. Y basta.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Blanco nuclear

Cuando el despertador inundó la habitación entera con su rítmico y molesto sonido, Alois llevaba ya casi dos horas lejos del mundo de los sueños. Y, sin embargo, nada en la estática posición de su cuerpo, en el lento ascender y descender de su delgado pecho o en la sonrisa que curvaba sus enrojecidos labios parecía advertir al común espectador de que se hallase despierto. Ni siquiera Arthur lo sabía. No. Poco importaba que sus brazos se enredasen en torno al flexible cuerpo de Alois, o que su pecho buscase el latido eterno en el del ajeno. No. La respuesta era una negación absoluta de la conciencia: así había sido, así era y así sería por siempre. Que los dioses les guardasen a ambos, pero en especial al desventurado.
Alois parpadeó un segundo y gruñó como un pequeño animalito al sentir el movimiento del cuerpo de Arthur, que se tensaba en el titánico esfuerzo de alcanzar el despertador y apagarlo antes de que el estridente ruido les arrancase por completo del sueño. Alois sabía que frente a sus ojos se entrelazaban las ilusiones blancas de auroras y, por eso, cuando la mano suave de Arthur viajó por su costado buscando la suya, procuró que no la encontrase. Un gesto quizá fuera de lugar, incluso cruel, pero cuyos motivos eran conocidos por Alois. Sabía de ellos demasiado bien.
-¿Quieres jugar? -La voz de Arthur fue apenas un susurro cerca de su oído. Alois negó lentamente. Le hubiera gustado pedirle que se callase, pero no lo hizo. Al fin y al cabo, el otro no tenía la culpa. Nadie la tenía y, aún así, todos se empeñaban en buscarla. Unos, se nombraban a sí mismos culpables en un egoísmo de planetas sin destino. Y otros, los más, le culpaban a él, con el índice farisaico alzado y el veneno rosado bajo la lengua bífida.
Arthur no dijo nada. Alois le sintió erguirse cuando él se sentó en la cama para alcanzar su cajetilla de tabaco y encender un cigarro. El olor familiar del humo invadiendo sus pulmones le calmó, como un emisario del suicidio lento y seguro en que había convertido su vida. Qué paradójico, ¿no? Se acercó a la ventana en completo silencio, sin mirar atrás, sin hacer el más mínimo gesto de buscar una sábana con la que cubrirse. Hacía mucho tiempo que había perdido el temor a la desnudez del cuerpo.
Jugaba a imaginar las formas que el humo grisáceo adoptaría, tal como de niño se había divertido pintando con brillantes colores el destino que, de eso estaba seguro, le aguardaba entre las esquinas contrarias de la existencia. Pero el azul marino, el naranja brillante y el morado intenso jamás habían sido más que eso: colores cuya pertenencia a la realidad no se revelaba más clara o más cierta que la de las esculturas de humo vacuo. Alois se había perdido a sí mismo hasta que no había quedado nada que encontrar y, entre los fríos riscos que rodeaban la cueva donde los ermitaños moraban, Alois trazaba ahora las últimas señales de lo que él había sido y ya jamás sería. Se construía a partir de cada marca sobre su piel y buscaba las manos del hombre para labrarlas, convencido de que lo creado por el ser humano podría traer a su espíritu el calor olvidado de la vida.
Qué equivocado estaba… qué terriblemente equivocado estaba. Los cinceles de carne no abandonaban más que rastros perecederos, y no había mundo ni cielo en la voz de las personas. Alois lo comprendía; no existía más que un instante puro, el último, el de las mil agonías contrarias firmemente enlazadas. Y, después, nada. Después tan sólo el arduo despertarse del día siguiente, después la luz del sol que hacía hervir el cianuro en las venas de cobre, después las manos extrañas en su piel marcada, después las promesas abandonadas entre dos rosas de cristal. La nada misma era la que le otorgaba la bienvenida con los brazos abiertos.
Quizá por eso prefería el frío de la mañana junto a la ventana entreabierta, antes que el cálido abrazo de Arthur. Quizá por eso sus labios, heridos de muerte y de arena, se apretaban con suavidad justa en torno al cigarrillo. Quizá por eso sentía esa pulsión del otro lado en lo más hondo de su pecho, como mil lirios recién florecidos que le llamasen y tratasen de seducir sus sentidos. Él no se dejaría arrastrar. Necesitaba de la vida para completar su búsqueda inconclusa de la quimera perfecta, ésa que le ayudaría a quebrar esquirla a esquirla los hielos que le rodeaban y que le mostraría la clara realidad: él no respiraba entre blancos metales y nieves finitas, sino que su mismo corazón había sido esculpido con agua helada y cieno. En cuanto el sueño traspasase la coraza blanca, todo terminaría. Era posible que eso buscase Alois con cada aliento, tal como la mariposa pálida ronda la llama de la vela hasta que sus alas prenden y su diminuto cuerpo se consume en un estallido irrevocable.


Nota final: Esto tiene que ver con 'Cause I feel like I'm the worst, so I always act like I'm the best... No hay demasiado que decir. Tan sólo que hace frío. Mucho, mucho frío. De ése que lo inunda todo, y no deja resquicio alguno sin recorrer, y no es de vida o de sangre.
La imagen pertenece a la genial película The pillow book.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Cenizas blancas

Dime que estoy viva. Dímelo una y otra vez, para que pueda creerte, para que no quede rastro alguno de la arena seca en los mármoles negros, y no sea sino sangre lo que corre sobre las tierras antes yermas y escarpadas. Dímelo con tus manos entretejidas de corales, con tu boca sedienta de cielos, con tus rosas abiertas y llorosas. Dímelo hasta los infinitos contrarios y clávame en la cruz de las quimeras fracasadas, para que conozca el sabor acre de la derrota y resurja de él aferrándome a tu cuerpo blanco. Oblígame a entender que tu cuerpo es el único asidero posible entre olas que se entrelazan y háblame de esa eternidad en la que no creo.
Dime que estoy viva. Pídeme que te ansíe mientras mi corazón todavía lata y muéstrame el curvarse de tu cuerpo en esa danza que tan sólo las dos -tú, yo- conocemos, en la que nos anudamos y nos buscamos hasta el paroxismo agudo. Y duele, y me equivoco, y ruego, y busco, y muero, y grito en tus oídos blancos, y sé con cada respiración, con la plenitud absoluta del instante eterno, que estoy viva.
Dímelo. Dímelo mientras mis labios todavía enrojezcan bajo tus besos.


Nota final: Remotamente inspirado por While your lips are still red, de Nightwish. Confusiones y luz. Mucha luz. Hermosa, blanca y viva. Viva. La fotografía, a cargo del más que genial Gregory Colbert, ha formado parte de la exposición itinerante Ashes and Snow.