lunes, 7 de junio de 2010

Se llamaba Laura

Era una sombra pálida en el muro frágil, como si por unos instantes el hielo se negase a ser de agua y prefiriese el aire etéreo. Todo parecía posible en esos instantes y, quizá, la mejor manera de describirla fuese afirmar que el mundo se vestía de absurda fiesta y que lo contradictorio se elevaba al santo y perverso altar. Porque Laura era así. Contradictoria, santa y perversa. Demasiado especial para calificarse con palabras humanas; un particular conjunto de realidades que necesitaba de otro lenguaje. Wittgenstein situaba los límites del mundo en los del propio lenguaje, de modo que ella y yo vivíamos mundos diferentes. Lo quisiese o no, el suyo era de desierto, tundra, selva, sabana y metrópolis; el mío se teñía de un gris distante a la plata y al agua de vida. ¿Podría yo, entonces, entenderla, si todavía no imaginaba una sombra que no fuese oscura y una claridad que no se hallase teñida de blanco?
Había algo de niña en Laura que me desconcertaba. Una suerte de inocencia pura, de esa con la que no se nace, sino que se adquiere paulatinamente. Exactamente. Esa inocencia que no puede perderse pues, una vez acogida en el interior del pecho, se aferra a la carne y al espíritu con denuedo. Todos los adultos deberían poseerla al alcanzar la madurez plena; el supuesto abandono de la niñez unido al desdén hacia ésta son terribles signos de puerilidad. Laura se elevaba sobre ellos.
Y, aún así, ella tenía una mirada tejida de misterio. Ah, quién puede no recordar sus ojos brillantes, semejantes a dos océanos de este mundo contrario, donde el Agua toma el color de la Tierra y desdeña el frío azul. Las pupilas, despiertas, de la misma tonalidad que las pertenecientes al resto de los mortales, pero así mismo distintas, parecían ser reflejo del ansia con que contemplaba el mundo. Apenas por unos segundos, me atrevía a pensar que Laura lo desconocía todo y, precisamente por eso, poseía el más perfecto conocimiento de la existencia. Se trataba tan solo de una ensoñación vaga, de esas que se rompen, frágiles, cuando la sombra se vuelve oscura y la luz se torna clara.
Laura era diferente. No lo supe, sino que lo soñé sintiéndolo, la primera vez que me dirigió la palabra. Su voz tenía un timbre único; hoy sé que había algo de atemporal, de perfección del instante perdido en el tiempo, en cada una de las frases articuladas. Generaba una suerte de despreocupación teñida de raros pensamientos y complejas reflexiones. Su voz suave, aguda, plena de personalidad, con un curioso acento que -creí- procedía de la forma en que posicionaba sus labios… todo ello confirmaba el encanto de lo distinto y lo ligado a un tiempo jamás convertido en real.
Laura era una pequeña creación artística procedente de las manos de la naturaleza, como de nieve y de agua, aunque yo, oculto tras la pluma de quien escribe, adivinase una personalidad de calidez, aire y tierra. Luna, no puedo olvidarlo. Había luna en sus ojos brillantes, y luna en su piel clara, y se mostraba igualmente la Dama en sus gestos suaves. Ella era, pues, creación y creadora, obra de arte y artista. Algo en su mirada evidenciaba un espíritu que se elevaba, una agudeza abstracta para conocer los mundos frágiles de lo hermoso.
De esa manera, vi a Laura tantas veces oculta tras una gran cámara de fotos, que no puedo evitar la tentación de unir artista y herramienta. En su caso, tal cosa resultaría imposible. Existía tal fuerza creadora en los ojos de Laura, tal profundidad en sus palabras superfluas, que el carísimo aparato quedaba relegado a un adecuado segundo plano y dejaba que ella cobrase protagonismo. Así, Laura capturaba sonrisas, engrandecía paisajes, conseguía un reflejo ocasional de s propio ser y buscaba la belleza pura de las pequeñas cosas. Nosotros, pobres hombres que escribimos, la contemplábamos, respirábamos su aire y nos asomábamos a los límites de su mundo. No eran reales. Siempre lo he sabido. Laura, contradictoria, distinta, cambiante, de oscuridad y de luz, se asemejaba a un universo en continua expansión. Quizá, por eso, todos la amábamos.


Nota final: Hago un pequeño alto en la redacción de Los ojos grises para postear el regalo para la Señorita L. Se lo había prometido hace casi una semana... ¡y ya era hora! Como le expliqué, tiene algo de inspiración directa, algo de imaginación, algo de pura literatura... un conjunto de elementos. Escrito, claro está, con todo el cariño, y con todas las ganas de que te guste mucho. Ah, ya empiezo a recuperar el ritmo. Y creo que, ahora que he tocado el fondo con la punta de los dedos, podré iniciar el ascenso. O así lo espero.

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