viernes, 11 de junio de 2010


Le descubrí por culpa de los comentarios despectivos de una persona poco inteligente y grabé en mi mente su Planet Earth is blue, and there's nothing I can do. Convertí en máxima vital el I don't believe in modern love y soñé muchas veces con dejarme llevar por Starman. Me fasciné a causa de su estética glam y navegué en los lindes de su estilo. Vi con escepticismo Inside the labyrinth y parpadeé varias veces con las secuencias más complejas. Y, anoche, reflexioné y lloré como pocas veces lo había hecho al sentarme frente a Merry Christmas, Mr. Laurence, con esa banda sonora tan perfecta compuesta en su mayor parte por Ryuchi Sakamoto. Una concluye que David Bowie tiene algo de sagrado, ¿un aura? No pienso elevarle a los altares, ni jugar al histerismo del fan idealizador y obsesivo. Ni mucho menos. Pero sé que quedará entre los ídolos de mi adolescencia y que siempre admiraré su voz, su estilo, su modo de aparecer en los medios y su impresionante faceta como actor. Todo y nada. Lo que, sin duda, le convierte en un verdadero koiné -icono- de su tiempo. Y de éste. Que, como suele decirse, los clásicos nunca mueren.

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