miércoles, 24 de agosto de 2011

The year of the cat

Alois durmió una noche blanca y, rozado el amanecer, decidió que no quería despertarse. Pero el alba no le otorgó tregua y le arrancó, pestaña a pestaña, los sueños de los ojos y el vino acerbo de los labios. Entonces los párpados se abrieron heridos de luz. Movió con dulzura antigua el pie izquierdo y se enredó en las sábanas. Los viejos vinilos yacían esparcidos por el suelo. The year of the cat... Había una crónica de suicidios prendida en su boca y una nota de despedida que se agrietaba -humo pálido- entre dos mesas simétricas. Pero ven, tómame, bébeme, víveme. Escarcha y cielo en los techos vueltos del revés. Bowie fumaba un cigarrillo en la pared de la izquierda y los libros se amontonaban, orgía de páginas y promesas. Un culto a Dionisos vago y vacío.

Alois se dio la vuelta en la cama. Las noches blancas. Tenía dos marcas -simetrías, siempre simetrías- en los tobillos y su pie izquierdo jugaba con las sábanas, enredándose con una sensual dulzura. Sólo él sabía cómo hacerlo y, sin embargo, esa mañana decidió que no quería despertarse. Se habría arrancado las entrañas si con eso bastase para detener los gritos. Pero seguían allí, círculos exactos dentro de su cabeza. No los había trazado él, de manera que era absolutamente imposible conseguir que se callasen. Y por eso buscó la voz. Por ese mismo motivo la encontró perdida entre dos riscos y se raspó las muñecas con tal de alcanzarla. Lo hubiese dado todo por tenerla. Era quizá la primera vez en su vida que deseaba algo verdaderamente; dulce matiz de desesperación que acariciaba sus pensamientos. No tenía experiencia deseando porque jamás se había permitido desear.

Las paredes empalidecían y se retorcían en una proyección de espejos a la inversa. Alois había corrido durante horas, días, meses, años enteros. Había corrido los mil ochocientos cincueta y cuatro laberintos del Señor sin que existiese tregua para su garganta, cascada fina de trigo. Libera me, Domine, de morte. Y he aquí que la mañana se le enredaba en la piel y el susurro subía despacio por su pie izquierdo y quemaba su pecho con fuegos antiguos. Porque Alois respiraba. El aire se cristalizaba y le cortaba despacio los labios. Alois respiraba. Se le hinchaba el pecho de lunas y se abría una rosa de sangre entre sus piernas. Por eso buscaba la voz.

Se arropó con tres palabras y cerró los ojos al cielo. Que si había que luchar, lo haría de rodillas y con el veneno en los labios, el manto en el suelo y los ojos brillándole de conjuros prohibidos. Que si había que luchar, lo haría sin máscara y a pecho abierto, a vida entregada y a grito mudo. Que si había que luchar, lo haría con la sensualidad antigua de sus piernas de gato, asumiendo la rotundidad de las rosas de sangre y el páramo violeta que ensanchaba su frente y hacía de sus sienes un desierto verde. Porque Alois tenía el alma clavada en las pupilas y se hubiese arrancado la piel si con eso bastara para ser y ser de agua. Él lo sabía. Por eso se había quitado la máscara.


Nota final: Fotografía de Lee Miller. Y esto es un delicioso desvarío.

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