jueves, 29 de diciembre de 2011
Vivisección
jueves, 22 de diciembre de 2011
viernes, 16 de diciembre de 2011
martes, 13 de diciembre de 2011
Las cuerdas vocales

jueves, 1 de diciembre de 2011
Aquí todos gritan
lunes, 28 de noviembre de 2011
Televisores y adoquines
domingo, 20 de noviembre de 2011
Miss you, Irish days
Por eso evitaba abrazarte, porque sabía que no te irías y que tendría todo el tiempo del mundo para soñar nuestra infancia. Me equivocaba. Porque hoy sé que no volverás a masticar tréboles ni a abrirte el pecho con las conchas de la playa. Sé que ese camino será mi tumba; necesito hacerme ceniza para que me entierren bajo asfalto y cal. Y me gustaría esperarte en una de esas piedras; haber sabido antes quién eras y haberte llamado por tu nombre. Porque nunca he tenido hogar ni patria, y tú te ganaste a golpes y verdades mi aprecio. Te lo dije esa mañana entre la niebla -¿recuerdas?, esa mañana en que era tan pronto y tan tarde.
Pasarán años hasta que te vea. Pasarán, ¿qué sé yo? ¿Veinticinco meses? ¿Tal vez treinta? ¿Serán quizá cuatro o cinco los años? No voy a contarlos. No se me da bien echar de menos, pero puedes romper la regla. Odio que lo hagas y, aún así, no soportaría dejarte atrás. No ahora.
miércoles, 16 de noviembre de 2011
Variaciones sobre una de tus pestañas. Dionisos
martes, 1 de noviembre de 2011
Jerarquías

jueves, 20 de octubre de 2011
Beberse las mariposas
miércoles, 5 de octubre de 2011
Mille anni passi sunt

Nota final: Fotograma de Belle de Jour.
jueves, 22 de septiembre de 2011
Epifanías
miércoles, 21 de septiembre de 2011
El péndulo
jueves, 8 de septiembre de 2011
Vigilias
jueves, 1 de septiembre de 2011
Nocturno
sábado, 27 de agosto de 2011
El silencio parecía un gigante...

miércoles, 24 de agosto de 2011
The year of the cat
lunes, 1 de agosto de 2011
Vientre de luna, flor de muchacho
viernes, 15 de julio de 2011
Ansia. I Movimiento
miércoles, 29 de junio de 2011
Enciérrame

domingo, 19 de junio de 2011
Tú eres
Nota final: Este texto es producto de un renascere. Unos días agradables, una compañía agradable, un lugar agradable y una serie de vivencias agradables. Mar, Mar que sin saberlo me das nombre.
martes, 17 de mayo de 2011
Lois...
Cheguei a ti nunha conversa de amigos e decidín quedarme. Canda ti. En silencio. Un deses silencios case relixiosos que preceden á acción. Un deses silencios que prometen e cumpren. Sempre. É o que ten a literatura.
Quizáis foi a orixinalidade desa frase escrita nos altares da morte ou o alento escuro das maldicións que caen e xa non desaparecen. Quizáis foi a necesidade explicitada na lingua. Quizáis foron os ventos de cambio que sopran dous meses antes da catarse. Quizáis foi a tolemia colectiva. Quizáis...
Sumerxinme en ti. Fun en ti. Fun de auga, de negación, de morte. Fun de branco sangue masculino escorregando nos beizos da terra. Fun de enfermidade e desvelo. Fun de ausencia. Fun de desexos e de aniquilacións. Fun de narcisos opostos. Fun de prohibicións e de ansias. Pero, por enriba de todo, fun de loita. Fun unha burla sen cuartel, soldado de guerras perdidas, contra o tempo e a fin, sen desprezos nin concesións.
Toquei o que puido ser o último dos teus fíos, devorado de sangues. E ameite, Lois, ameite no comezo de cada páxina quebrada antes de escribirse, ameite en cada verso que se cravaba con cravos amarelos na miña carne, ameite en cada referencia coñecida e por coñecer, ameite en cada bágoa perdida por unha morte que non debeu ser. Poeta maldito e malditista, canto de ti dixeron! Poeta de Monforte, poeta con sangue nas verbas e nas veas. Poeta...!
Que os artistas non morren nunca. Caen á ánima coma o Libera me, Domine dunha antiga ceremonia. Caen e continúan a caer. Dante e os infernos. E un bico nos peitos de gris. Saliva nuclear, química disonante. Lois, Lois. Deixa que te busque nos recunchos últimos do vento.
Lois...

viernes, 13 de mayo de 2011
Sólo quizá...
Hasta en eso pertenezco al reino de los condenados. Me quedo con vosotros, sí. La vida de sangre antes que una muerte prematura entre venenos. El dolor -el dolor y dos odas- antes que sus calmantes para enfriar espíritus y enturbiar lagos quietos. El ansia sin paz y sin tregua antes que la miserable consecución del deseo. El miedo antes que la certidumbre. La melancolía sorda y abierta antes que el sentimentalismo afectado. Las palabras antes que la mentira. Y la hipocresía como un lujo callado que se diluye en venas de mercurio.
Quizá crecer sea olvidar. Olvidar, negar, asesinar el recuerdo en páramos blancos. No hay sangre cuando se mata un recuerdo, sólo un hilo fino de agua. Muere entre las grietas de un desierto sin confines. Muere. Los recuerdos no son hermosos al morir; no son cisnes, ni ratas, ni mártires.
Y es que es demasiado fácil perderse en la propia sombra. Demasiado fácil esconderse entre banderas, llorar anhelos prohibidos al pie de los cañaverales, hundirse la espada en el vientre. Pero, ¡ay! Qué difícil es desgarrarse la piel con los propios dedos y arrancarla muy despacio, tira a tira. Qué difícil es el dolor cuando no es de agua, cuando no pulsa, cuando no llama. Qué difícil es abrirse el pecho de lado a lado y arrancarse el corazón. Qué difícil es ponerlo en un altar para que se seque, se mustie, se torne carne blanquecina y putrefacta. Qué difícil.
Qué difícil es ser. Así, sin piel que cubra las carnes heridas, sin máscara, sin ropas, sin armas. Así, existiendo simplemente, los labios abiertos y la súplica en lenguas enredadas. Qué difícil es afirmar. Afirmarse. Qué difícil es reconstruir. Reconstruirse. Qué difícil es empezar con los ojos vendados, sin manos ni guía, sin camino trazado en violeta.
Y buscar siempre el pulso humano escondido al otro lado de la emoción. Y no volver atrás, ni un solo paso.
Qué difícil.
jueves, 5 de mayo de 2011
Frenesí blanco
no importa por qué.
Pero
debemos hundir
los dedos fríos en las llagas,
debemos romper de cadenas
los mares,
debemos beber
hasta la última gota de veneno blanco.
Dos pasos hacia delante
y la caída que lleva al abismo
-azul-
donde una grita
y no tiene respuesta.
Ni la quiere.
Hay dos lirios entenebrecidos
y los huesos de un poeta
al que se han comido los perros.
Hay dos poetas de lirio
y las tinieblas caninas
de un banquete.
Hay una sombra.
Hay dos dados, una esclava muerta y tres promesas.
Hay un vacío
de desiertos entenebrecidos de mármol.
Que sí, Arthur, que debemos
arrancarnos la piel tira a tira
y crear la máscara perfecta.
Frenesí.
Vino cálido en los labios, rosas
y una pluma entre las páginas
del libro de Isaías.
Y llenarnos la boca de juramentos,
el corazón de ídolos vacuos,
las manos de espuma blanca
y la lengua de besos sin nombre,
súplicas hechas de barro,
curvas enredadas de saliva.
Y no creer jamás en las escrituras,
no beber de los labios del apóstol,
no profesar la herejía entre cálices,
no vestir las túnicas doradas
y manchadas de púrpura.
Porque la desnudez humana
es la única máscara posible
para el miedo.
Por eso, Arthur, arráncate la piel
tira a tira,
beso a beso,
golpe a golpe.
Por eso, Arthur, vive.
lunes, 18 de abril de 2011
Pandora

Nota final: La imagen es Pandora, a cargo de Yvonne Park. El texto es un delirio de noche sin fiebre transformado durante noches con fiebre.
martes, 12 de abril de 2011
Cuaderno de notas

Nota final: Alma Tadema, por supuesto. Y una reflexión ante las mariposas atravesadas por finas agujas.
miércoles, 30 de marzo de 2011
No puedo no ser
sábado, 26 de marzo de 2011
Negro de redes
viernes, 11 de marzo de 2011
El discípulo
Él te miraba y tú sabías de las espinas hundidas en su piel. Despacio, lenta, muy lentamente. El dolor del alma es un tormento que se ofrece frío. Sí, como puedes imaginar, frías eran también las piedras de la vieja iglesia, y fríos los bancos, y frío el corazón del anciano sacerdote. Los cánticos y el chirriar del órgano se perdían en una cúpula sin nombre, adornada por ángeles desvaídos, sin sexo, sin vida en sus ojos glaucos. Pablo levantaba la mirada para verlos, pero la luz divina le cegaba. O, quizá, se trataba de los rayos del sol; no puedo saberlo. Ni siquiera él lo tenía demasiado claro.
Las beatas rasgaban las cuerdas de los gatos al pasar las páginas de sus pequeños libros forrados de piel, rápidas y agudas. Sabían de padrenuestros, de avemarías y de salmos. Sabían de infiernos y de pecados. Sabían, y en esto eran expertas, de la infinita ira de Dios. La habían sufrido en sus carnes, ¿no era así? Un hijo muerto. Una cosecha perdida a causa de la escarcha. Un dolor agudo en el vientre, que crecía y se agarraba a los pulmones, que se bebía la vida no aprovechada con la premura del visionario y el náufrago.
Pablo también sabía de la ira de Dios. Pablo tenía dieciséis años y un secreto. Sí, puedes creerme: un secreto. Un secreto que se le atravesaba en la garganta y le quemaba, que le impedía atacar las patitas de los ratones. Respiraba humo amarillo y soñaba los negros sueños de las cámaras de gas, adormilado durante las plegarias del mediodía. Y, cuando el señor cura se daba la vuelta para internarse en la sacristía, se dejaba llevar por el terrible atrevimiento de abandonar su lugar en el banco. Resonaba el órgano en la iglesia entera, con notas de juicio y de espera. Y Pablo se estremecía, como si le hubiesen arrancado la túnica de monaguillo y expuesto en el mismo altar, como si hubiesen escrito con veneno de verdades el secreto en el medio de su frente. Caín.
Él no había pedido ser Caín. Con el corazón escurriendo en sus dedos blancos, avanzaba entre las filas de muebles, entre los ribetes de oro, entre las estatuas vacías. Siempre se arrodillaba frente a la misma imagen, la que menos fieles tenía. La sangre del Cristo era cierta; sus labios dibujaban un gesto de éxtasis, de sufrimiento o de vida. Pablo no lo entendía, pero le bastaba mirar. Unir sus manos, cerrar los ojos y rezar. Bajaba la cabeza y, a veces, miraba de reojo las elegantes botas de Marina, la gentil soltera que poseía una tienda de perfumes. Unas botas altas, negras, de fino tacón aguzado, como la lágrima de un ángel que se hubiese estrechado hasta lo imposible, hasta convertirse en la lengua de Lucifer. No, él no había pedido ser Caín.
Puentes blancos
A mis pies se extendía la ciudad entera: un remolino de brillos rotos de agua, un sinfín de geométricos caleidoscopios. ¡Y los coches! Soldados de un régimen sin líder, guerreros fieros de un mañana sin luna enrejada. Sí, al borde mismo del puente acerado, de cuero y de negro bajo las luces blancas, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. Conocí su belleza; la perfecta hermosura del sol que se apaga y se esconde para siempre, sol hecho de pecado y de molicie.
Los seres humanos amamos los cánones. Jugamos a ser Apolo y creamos en los acantilados de lo imposible un modelo, un koiné, una figura de mármol. El mármol es frío; las proporciones son frías y el deber moral se asemeja en gelidez a los glaciares árticos. ¡Malditas matemáticas! Jugamos a ser Apolo y arañamos espejos en un frenesí del que no descubrimos sino la piel desgarrada. Y, sin embargo, el ser humano es genuinamente imperfecto. Es oscuro. Es diabólico y divino a un tiempo. El ser humano cae, y es en su caída el más maravilloso de cuantos entes conoce el amor por el saber.
Descubrí la belleza de lo que está corrompido; llamamos corrupción a las manchas sobre el molde perfecto, a las gotas de sangre en el cristal de plata. ¿Por qué no va a ser hermoso lo condenado? ¿Por qué no tomar los temores humanos y alzarlos a los altares? La literatura, la verdadera literatura, no busca la proporción perfecta y la armonía escrita, sino la sangre y la carne, el alma de tierra. ¿Pasión? El frío es una pasión igualmente, cuando se convierte en arte. Pero, ¡cuidado! Pasión en su genuino significado, al igual que Eros y Thánatos unidos, fundidos, fruncidos en los faldones de una Historia condenada a la masculinidad.
En el fondo, siempre me ha dolido el peso de las estatuas. Oh, sí, el perfecto juego bíblico, la maravillosa declaración de universales principios que elude deberes, el sorpresivo elogio al sufrimiento gratuito. Eso no va a cambiar. Creo en las personas; eso equivale a decir que creo en lo efímero, en lo que está condenado desde su nacimiento, en lo sucio por las llagas de la existencia. Creo en las personas y en su imperfección, digna de la mayor de las odas. Creo en la hermosura de cada gota de agua derramada en la tierra. Creo en la verdad del barro, en la necesidad de mancharse las manos con su aliento y beber de sus pozas, para conocer el dolor y el más cortante de los placeres. No creo en la bondad, ni en la felicidad, ni en la perfección. No creo en la divinidad de oro; en todo caso, en la de oro hueco. Pregúntame si creo en el amor; será divertido. Creo en las personas.
De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. No había mendigos bajo el arco, pero sí una muchedumbre de ratas abandonadas a su suerte en la metrópolis de la pureza, que se repite hasta la saciedad aquí y en todas partes, como la ilusión de espejos que describía Aldecoa. Oh, pobres, pobres mendigos disfrazados, víctimas de vuestra propia pobreza, orgullosos de la ignorancia de mármol, maquis de un símbolo que jamás os ha escuchado: ¡yo os maldigo!
miércoles, 23 de febrero de 2011
Las palabras no sirven, son palabras
Ella se detuvo al borde del lago, donde yacían los cadáveres verduzcos de los cisnes. Una estela de sangre -rubíes de cielo- dibujaba un camino de agonías entre sus huesos helados y arrancaba sus últimas plumas. Temblaba la nota más aguda de un violín -las estepas azules- en el aire y temblaban también las lágrimas entre helechos quemados.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Caminó uno, dos, tres pasos. El hielo bajo sus pies era tan delgado que permitía observar con inaudita claridad el fondo de las aguas, donde flotaban nervios de gasolina ardiente y el aire era amarillo, sujeto y objeto de una burbuja defenestrada. Ella resbaló. Calló, silenciando así su caída. Y los cisnes se estremecieron un segundo, muertos, con las gargantas abiertas de temor y de llamas.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Ella vino a mí y se miró en mi reflejo pálido. Extendió la mano y me tocó. Una vez. Y otra. Y otra más. Me dijo: "Te odio". Le dije: "Lo mismo siento yo por ti". Pretendió abofetearme, pero sus dedos rozaron la superficie de cristal y de hielo sin tocar más que la reproducción de sus propias uñas. Me miré en sus ojos de helechos y le sonreí, a medias burlona, a medias sincera. Ella también se rió. Creo que se reía de sí misma. No me extraña.
Y tú, ¿de qué tienes miedo?
Se sentó junto a los cisnes muertos y se acarició delicadamente la piel, casi como si se tuviese lástima. Su cuerpo blanco se confundía fácilmente con la nieve y en el aire había un reflejo oscuro de sus cabellos. Estaba desnuda. No, no sé por qué estaba desnuda, aunque en ese momento comprendí que era así como debía estar. Quizá porque yo la miraba y ella me miraba a mí. Qué horrible vista era la de sus pupilas vacías, dos balas perdidas de una guerra que había terminado mucho tiempo atrás.
-Triste reflejo de plata, ilusión tímida en este atardecer de hielos -me susurró, arañando débilmente mi rostro de agua con la punta de sus uñas moradas-. La poesía ha muerto. No sirve. Las palabras no sirven, son palabras. Ha muerto mi lenguaje y ha muerto mi espíritu de cieno. Ha muerto mi boca, que ya no sabe qué decir para tocarla, porque se ha equivocado siendo ella. Ha muerto mi tierra y mi valle escarpado, coronado de rosas y de mieles amargas.
Se rió. Tenía una risa rota, quebrada en mil pedacitos diminutos, que se derramaba hilo a hilo, madeja a madeja de seda y oro. Lloraba con su risa oscura, pero yo sabía que no me dejaría beber sus lágrimas. Ya bastaba con las mías.
-Ha muerto la poesía -volvió a reírse, se levantó y alzó los brazos, ensayando una pirueta sobre el hielo y la nieve-. Ha muerto el veneno de mi lengua, porque no basta para llenar de aire amarillo mi corazón de plomo. ¿Qué importa ya mi clamar mudo? No sé hablar. Las palabras no sirven, son palabras. Y aunque busque mi alma la expresión máxima, se hunde en la tierra y en la sangre, se anega de vacío y de silencio. Duele. El peso del mundo es demasiado grande para un solo hombre, y yo soy una mujer. No quiero ser Atlas. No quiero ser Dionisio coronado de pámpanos. No quiero ser Atenea en su altar de la sabiduría. Yo quiero ser Prometeo y sufrir mi castigo por siglos, y expiar mi culpa verdadera junto a las voces verdaderas y olvidadas. Quiero pedir perdón -pedir perdón, a ti, triste reflejo de plata- y cantar mi agonía de lunas. Ha muerto la poesía y todos debemos danzar en torno al túmulo. Así que levántate. Ven, coge mi mano. Rásgate las ropas y danza, pues ha muerto la poesía. Debo apurar hasta la última gota de este cáliz de hiel, que calma mi sed y me doblega, que me ata y me conduce a la cruz blanca, mil diamantes de anhelo y de nube. Allí, cordero de un dios sacrílego, sacrificio negro al azul del agua, esperaré la hora de descender al sepulcro. Besaré los picos de los cuervos y gritaré, tan fuerte que nadie podrá oír mi voz reseca.