jueves, 18 de marzo de 2010

Rosas de cristal oscuras

Cuesta asumir hasta qué punto las acciones más sencillas llaman a la puerta de lo que se creía olvidado. Y hoy, frente a un vaso de Coca Cola, he recordado. Lo he hecho con una vividez difícil de describir, que ni en mi última inmersión en las evidencias más claras del pasado, fui capaz de alcanzar. Sí, he recordado. No ha sido un pensamiento agradable. No ha sido un recuerdo grato. No ha sido siquiera uno de esos pensamientos tejidos de dolor y de alegría, esos que suelen incluir a un amigo, a una novia, a un padre. No. Ha sido el recuerdo puro y descarnado, de aquello en lo que no se quiere pensar y que, sin embargo, sigue ahí. ¿Quién sabe por cuánto tiempo?

En medio de un intento de convertir la cueva de Polifemo que es mi habitación en un templo a mi medida, encontré el pasado domingo una cantidad increíble de cosas que creía perdidas. Aparecieron las postales traídas de Roma, las cartas que me enviaba con una amiga a los cinco años, la cruz de plata que me regaló mi padre hace cuatro años, los folletos de la librería Berkana, los dibujos con estampado militar, las primeras poesías que escribí y los cuentos que de pequeña redactaba, las flores secas de un regalo de mis primos entregado cuando me rompí la piernas, el bolígrafo que más me gustaba cuando estaba en Primaria, los álbumes con las fotos de cuando hacía equitación y de lo que sospecho es el acuario de O Grove, los recortes de periódicos de tema literario y, especialmente, las copias de los textos que he ido redactando, mis novelillas tontas sobre la antigua Roma y los relatos breves y sencillos. Todo esto hubiera pasado sin mayor relevancia, con no más que alguna sonrisita estúpida y una revisión benévola al pasado con David Bowie de fondo, de no ser por el último y tortuoso hallazgo. Los diarios. Encontré mis diarios, aquel escrito desde que tenía seis hasta ocho, el de nueve a diez y, por desgracia, el de doce a catorce.

Los dos primeros no me dieron problemas. El tercero, sí. Los seres humanos tenemos la interesante costumbre de jugar con el recuerdo del dolor involuntariamente. ¿Alguna vez os habéis roto un hueso o cortado de forma muy salvaje? Posiblemente, luego no recordaréis el dolor exactamente, no podréis revivirlo... tan sólo será una imagen mental directo resultado de nuestra percepción. Yo olvido los dolores físicos. Y, cuando las rosas de cristal se quiebran, quedan cicatrices. El domingo se abrieron un poco. Hoy me he limitado a asomarme a la herida, a contemplar la sangre y comprender que las cicatrices son un relativo final.

Me vi de nuevo. Con dos, quizá tres años, de menos, enfrentada a un mundo que no era el mío, que nunca lo sería. Recordé mis sentimientos, volví a imaginar mis manos sujetando el bolígrafo. La amargura... ¿puedo describirla? Me miro en el espejo del pasado y, por fortuna, no me reconozco. Podría jugar a pensar que se trataba de una exageración o que, simplemente, ha sido una cuestión de maduración. Sería mentirme. Ha sido más que una cuestión de maduración. Una y otra vez, los ojos fijos en el espejo del alma. Y el dolor, ¿puedo describir eso también? Recuerdo aquella sensación de no tener futuro, de no servir, de estar a punto de empeorar lo que ya era malo por culpa de algo que yo no deseaba. Las miradas. Las palabras. Y ese recuerdo que sigue vivo, los nombres un día escritos y, por no maldecirlos, considerados victoriosos. ¿Culpable? Yo, siempre yo, siempre mi ser en mi propio punto de mira, fusilado y soldado danzando al tiempo, en un mismo cuerpo.

No sé si puedo describirlo. Sé que no puedo sentir lo que sentí otra vez, pero me recorren escalofríos de conocer mi vulnerabilidad. Recuerdo los llantos secos que no surgían ya, y esa sensación de estar vacía, tan vacía... que nada cabía ya dentro de mí, la angustia sorda que ahogaba... eso es algo que escribía mucho, ahora lo leo y veo la comparación más natural, la de la hiedra en torno a la piedra. Y ese deseo de acabar. De un final. No por olvido, no por renuencia, no por odio, sino por deseo de paz. Sólo esa idea de final, que hoy me crea una suerte de miedo hacia mí misma.

A día de hoy, sé que lo he superado. Sé que no guardo rencores, que aunque todavía me cruzo con las personas que me hicieron sentir el último eslabón de una cadena a la que ni siquiera pertenecía, no hay odio. Normalmente, ni siquiera existe el recuerdo. Éste duerme, sepultado hasta que se le llama de nuevo, y hoy habita en mí. No guardar rencor no significa olvidar. Y, si alguien me lo pidiese ahora, podría detallar palabras, gestos, miradas, escritos. Porque están grabados. Marcados dentro de mí. Me han cincelado, señalado, dejado cicatrices imborrables, aunque yo no quiera. Y hoy las veo, rozo mi piel y las siento como si quemasen.

¿Por qué? Me lo pregunté en su día y me lo pregunto hoy. Todavía no entiendo la razón. Y ya puede venir el mayor maestro de psicología a explicarme las fases de la edad del pavo o el mejor sociólogo a decirme que siempre ha sido lo mismo, que yo seguiré sin entender por qué alguien se ríe de quien es diferente, sea por la razón que sea. No podré comprender qué placer existe en minar a otro, en reducirlo a simple nada, a resarcirse en ello, muchas veces de forma inconsciente. Es un comportamiento que no se da en el reino animal; ni siquiera las hienas o los buitres, a los que usamos para todos nuestros ejemplos negativos, hacen eso. Es inhumano. Una vergüenza para quien se comporta así. Y una cobardía.

Hoy lo sé. Y sé que fui valiente porque gracias a alguien, a muchos, a mí misma, aprendí a quererme. Ellos... son sólo voces en el viento. Hoy regresa el recuerdo, pero soy más fuerte que la brisa y no duele. Ya no duele. Existían dos caminos... bien, quizá tres. Elegí el mejor y no me arrepiento de ello. Ni el final ni la renuncia son opciones reales y factibles para quien quiere ser feliz o, al menos, seguir siendo; acusadme de proferir filosofías de andar por casa. Pero recuerdo. No lo olvidéis. Recuerdo. Son señales, y hoy las miro con un deje de orgullo. Y entiendo que el pasado, pasado es, y que mi diario puede reposar como cuando lo abandoné hace casi dos años. Ahora, en paz. Como vivo yo. Recuerdo. No lo olvidéis. Nombres grabados, hechos guardados en la memoria y un concepto, una serie de experiencias, que nunca se borrarán. M@riel, Luillet Jackes, Luisa... ¿qué importa? Soy quien soy, y sólo eso importa.


Nota final: Texto largo, ¿verdad? Muy personal, un poco literario, pero definitivamente sincero. Necesitaba desahogarme. No, no estoy triste. Tan sólo quería hacer pequeña memoria y recordar lo que me vino a la mente a causa de ese domingo de limpieza y de una breve conversación. Sirva, además, para recordarme mis principios, y lo que jamás haré, ni permitiré hacer. Con eso basta. Quiero, además, aprovechar para dar unas gracias ya pronunciadas, pero repetidas tardíamente, a las personas que me ayudaron en esos momentos y que contribuyeron con su granito de arena a que las cosas cambiasen paulatinamente, que me hicieron respirar otra vez. ¿Cómo diría Emilie Autumn? To keep me breathing as the water rises up again... Eso mismo. Respiro. Y respiraré siempre, por más que suba el agua y me anegue. Porque he aprendido a eso, a respirar, aunque no exista el aire. O, quizá, parafraseando a Vetusta Morla... Y respirar tan fuerte que se rompa el aire.

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