viernes, 5 de marzo de 2010

No, no quiero

[III parte de La lluvia de diciembre]

Y, así, él acabó encadenado a su ser, contra la voluntad de ambos. El más irónico de los destinos, él a su lado las veinticuatro horas del día, y la constante visión de su rostro de ángel disfrazado de demonio como indigna tentación. ¿Qué no soñó L al dormir a su lado? ¿Qué no deseó llorar al observar la belleza de aquella a quién él pertenecía? ¿Qué no deseó hacer, decir, gritar, suplicar, ordenar? ¿Qué no imaginó mientras contemplaba su expresión tranquila en medio del sueño?
No pocos han dicho que el hombre debe tener cuidado con aquello que desea pues, en el momento en que pierde la esperanza, el Destino se decide a juzgar y a arrastrar a los incautos hacia sí. L se había acostumbrado a la presencia de él, a sus silencios, a la frialdad con la que meditaba sus acciones y al brillo de sus ojos oscuros, que miraba en cuanto tenía ocasión con su expresión ausente, fingiendo observar la pantalla del teléfono móvil o la cucharilla de plata como si fuesen logros de la naturaleza.
Y entonces, aquella noche, sucedió. La vida juega con los extremos, se recrea cruelmente en ellos. Por primera vez, sus miradas se encontraron sin frialdad manifiesta, pues era la primigenia furia lo que se reflejaba en sus ojos. O, al menos, en los de él, porque L, de nuevo, sólo sabía pestañear con sus pupilas vacías y esa muda súplica de ser abandonado en la nieve que jamás ha conocido el calor, de niño que golpea la puerta cerrada de los ricos la noche de Navidad. Por eso, cuando él le golpeó, aún pese a que se sabía culpable de sus provocadoras palabras, de su mirada fingidamente retadora, no se arrepintió de ello. Si no conocía el calor del abrazo, al menos el dolor de su piel herida le hablaba de un contacto cercano, de un fuego que nunca nadie había despertado en él. Y le respondió. Puñetazo por puñetazo, hasta que ambos cayeron al suelo, unidos por una frágil cadena que más parecía una ironía cruel que una unión firme.
-Eres un hijo de puta, -murmuró L, mientras agitaba uno de sus brazos, intentando quitarse de encima el cuerpo de quien parecía dispuesto a golpearle de nuevo- y lo sabes.
-Y tú eres un idiota con demasiadas pretensiones, y también lo sabes -siseó él, sin aparentes intenciones de moverse.
-No me conoces. No sabes nada de mí. -L apartó la mirada por unos segundos, sacudiéndose con un poco más de fuerza, pero él, para su sorpresa, no se había apartado. Y no le había golpeado, tampoco-. No eres quién para juzgar nada.
-Has empezado tú, pequeño detective -se rió él, mirándole con sus ojos brillantes, fríos, profundos, tantas personas unidas en un solo ser que el de cabellos negros no sabía a qué se enfrentaba. Ni quería saberlo.
-¿Por qué eres tan insoportable?
-Sé mucho más de ti... -la voz de él tenía un tono de fingida burla que hizo que L evitase mirarle a la cara de nuevo-, mucho más de lo que piensas...
-No, no lo sabes, imbécil. No sabes nada de mí porque estoy vacío. Estoy tan vacío que no hay nada de mí que puedas saber, ¿es que acaso no lo entiendes?
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, mientras L apartaba definitivamente la mirada de él, extrañamente avergonzado de haber pronunciado palabras sinceras por primera vez a lo largo de su vida, de haber abierto una brecha en la solidez de la ausencia. Pensó que quizá él se apartase, supuso que era probable que le golpease de nuevo para seguir con aquella pelea cuya causa había olvido, o que le dirigiese alguna que otra palabra hiriente. Pequeño detective, idiota con demasiadas pretensiones... podría llamarle cadáver andante, que posiblemente no hubiese dicho nada. Pero, para su sorpresa, él apoyó suavemente la mano en su rostro y le hizo mirarle, cuando L no deseaba otra cosa que apartarle de sí, decirle que odiaba todo de él, precisamente porque le estaba enseñando a adorarlo.
-Vamos, tú no estás vacío... ¿Por qué dices eso, tonto?
Para cuando L se atrevió finalmente a mirarle, descubrió en él la primera sonrisa que debía haber esbozado de forma sincera, una sonrisa que hizo que esa mezcla de odio hacia sí mismo se esfumase tan rápido como había llegado. Su cuerpo experimentó un breve temblor, mientras trataba de eludir otra vez su mirada, esquivo como una gacela asustada, pero los dedos de él eran firmes y no se lo permitieron.
-Déjame en paz, ¿quieres?
-No, no quiero.
L alzó levemente las cejas, mientras apoyaba su mano, aquella que por medio de la fina cadena se unía a la de él, en su hombro y pretendió parecer decidido, como si no le afectase tenerle sobre su cuerpo después de semejantes palabras.
-¿Y qué quieres? -Murmuró L, con la voz algo quebrada-. ¿Qué coño quieres ahora?
-Te quiero a ti.
Repentino. L no podía haberlo imaginado, quizá soñado, pero no imaginado con exactitud. Y, sin embargo, sus labios respondieron al beso cálido, extrañamente comedido e incluso tímido al principio, como si él tantease terreno prohibido o temiese quebrar la flor más frágil esculpida por la mano del hombro. L abrió los ojos, sorprendido, tentado incluso de apartarle, rotas sus certezas por lo indescriptible de las sensaciones. Su cuerpo tomó la decisión en su lugar. Se apegó más a él, como si jamás hubiese sentido calor y éste sólo existiese junto al de cabello más claro, buscando sus labios con un ansia que se entremezclaba con la angustia, un deseo teñido de la suavidad natural que caracterizaba los gestos de L, tan frágil en su ficticia dureza.
Fue la primera vez. El primer abrazo prieto, el primer beso ardiente sobre el suelo frío, la primera ocasión en la que sintió los labios de él en su cuello. Las primeras respiraciones agitadas y las primeras prendas volando, apartadas, innecesarias en la danza de los cuerpos. Los primeros gemidos deseosos, necesitados, ansiosos y extrañamente colmados. Las primeras caricias a una piel que descubría diferente a la suya. Las primeras señales en su cuello y los primeros roces húmedos en su pecho pálido. Los primeros jadeos, los primeros estremecimientos de su cuerpo y las primeros movimientos de él en aquella guerra ya declarada, enseñándole qué era lo que faltaba en su existencia, qué parte de su ser estaba incompleta. Y L sintió, en aquel primer descubrimiento, que el calor derretía el hielo, que la plenitud llenaba por completo el vacío.


[Sí, señores, continúo con el famoso fanfic, ya sólo queda un post para acabarlo. Exageradamente emocional para mi gusto, realmente no me arrepiento de haberlo escrito como regalo y de estar publicándolo, aún pese a que no sea mi estilo... en estos días, tengo una desinspiración capital para todo lo que no sea un
Silva, silvae y ahora estoy demasiado emocionada con Eros, Thánatos y Fedra para redactar algo coherente]

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