lunes, 1 de marzo de 2010

La lluvia de diciembre

Parte I. La huida

Corría. Corría como si bastase la distancia para emular al olvido, como si con cada esquina doblada, la añoranza se decidiese a instalarse en la calle dejada atrás. Corría, en medio de la oscuridad que tan sólo él podía ver, sus pasos apenas alumbrados por cuatro estrellas errantes, como él mismo, que no tenía casa ni la había tenido, que había cercenado sus raíces y se había entregado al viento. Corría, sus cabellos empapados por la intensa lluvia de diciembre, sus ropas rasgadas, y su garganta inundada por un grito, el grito tantos años oculto, el grito que quiebra el hielo y desata la llama, que rompe los cristales oscuros en mil esquirlas dispuestas a hundirse en la piel.
La luna no alumbraba su carrera; era un náufrago surgido de la tempestad, un caminante abandonado por sus congéneres en tierra desconocida. Y, en medio del frío, de la lluvia y del cansancio, tan sólo subsistía el recuerdo. Esos pensamientos que lentamente dejaban surcos en su espíritu, esas imágenes que revivirían una y otra vez hasta que la muerte le reclamase, esas voces que todavía resonaban en sus oídos. Sus propias palabras se repetían una y otra vez, como un eco lejano que no deseaba escuchar, como una burda representación de sí mismo.
Todo lo que comienza concluye, y así su carrera terminó, frente a la estatua de mármol, mientras la lluvia se derramaba sobre su cuerpo, haciendo que sus ropas se pegasen de incómoda manera a su piel, helando cada centímetro de ésta, mientras pugnaba por alcanzar un poco más de aire, para exhalar luego aquel vaho invisible. Agotado, con la mirada perdida, sus ojos grandes y oscuros llenos de vacío, porque el único que los había llenado era quien le había arrebatado la vida, quien le había arrastrado a la encrucijada de la existencia y le había puesto frente a su turbio reflejo.
Y ahora se hallaba allí, quebrado, permitiendo que la lluvia, aquélla que todo lo purifica, bendijese su ser impuro y le ayudase a encontrar una respuesta. En vano. L sabía, desde el inicio de su desesperada carrera hacia ninguna parte, que en lo más hondo de su ser ya había decidido. Poco importaba en esos instantes lo que dijese su razón. Incluso los años de cuidado aprendizaje y estudio, el dominio profundo de los sentimientos y de la psicología humana, ardían en el fuego, desaparecían y dejaban a L desnudo frente a su propio ser. Su corazón se había pronunciado y ni el propio dios a cuya estatua se aferraba en esos instantes podría cambiar un ápice de la decisión tomada.
¿Qué le quedaba si no era el recuerdo? Se dejó caer lentamente, consumido por el ansia de olvido jamás encontrado. Permitió que su cuerpo resbalase por el costado del frío mármol, sin preocuparse porque las espinas de los rosales que crecían a ambos lados de la estatua dejasen huellas de color carmín en su pálida piel. El dolor no existía para L; en esos instantes, incluso sonrió, porque el débil rojo de la sangre era semejante al latir de la pasión y de la vida, a la flecha de Eros hundida tanto tiempo atrás en lo más profundo de su ser. Pero Eros, ¡qué estúpido había sido al olvidarlo!, caminaba de la mano de Thánatos. El Amor y la Muerte, entrelazados hasta el último instante. Así debía ser y así sería.


[En esta ocasión, posteo la primera parte de un fanfic que he escrito en honor de una amiga, Isobello. Tiene temática yaoi -por ello, evidentemente es dedicado, suelo escribir más yuri- y se basa en el manga Death Note, guión y personajes por Tsugume Ohba y dibujo por Takeshi Obata. No es gran cosa, pero últimamente tengo la cabeza en demasiados sitios, y especialmente en ti. Iré publicando poco a poco las distintas partes que componen La lluvia de diciembre].

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