miércoles, 3 de marzo de 2010

Juegos y desafíos

[II parte de La lluvia de diciembre. Primera parte aquí]

L no estaba seguro de hasta qué punto era capaz de recordar, de en qué momento los hechos se tornaban confusos y dejaban de atenerse a lo real. Ah, ¿qué era real? En esos instantes tenía la cada vez más vívida sensación de que nada había sido real hasta conocerle. Todos aquellos años encerrado en sí mismo, adquiriendo los más profundos conocimientos y dejándose arrastrar por el vago fin de superar, de alcanzar metas a cada punto más altas, de elevarse por encima de los demás, tan sólo para constatar su propia soledad. Buscada, era cierto, como dicen ser la mayor parte de las soledades, pero ausencia y añoranza de lo no conocido por igual.
¿De veras podía componer en su mente un relato coherente de lo vivido? Comprendió que no sería capaz, porque su existencia no había comenzado hacía más de dos décadas, sino pocos meses atrás. Porque estaba muerto, y él le había traído a la vida. Porque estaba vacío, y él había llenado su ser. Porque donde no había nada, donde sólo olvido y ausencia existían, donde sólo la vana celebridad y el anticuado sentido del deber encontraban su raíz, habían florecido madreselvas y claveles enrojecidos.
Los ojos de L se entrecerraron un instante, mientras el presente carente de significado dejaba su lugar al pasado, y la primera vez que le había visto se aparecía nítida a sus ojos. Si algo pudo llamar la atención de L desde el primer instante, desde luego ésa fue la evidente seguridad de aquél que parecía más joven incluso que él. Un estudiante modelo, el hijo de un importante policía y, para su mirada despojada de sentimentalismos, alguien sospechoso. ¿Por qué fijarse en él? ¿Por qué juzgarle digno de su tiempo? ¿Por qué darle siquiera la categoría de muchacho peligroso?
Primero un reto. A L le gustaba jugar, porque la existencia le había demostrado que no hay nada más satisfactorio que la propia superación, cuando no existe a quien superar. Y, de esa manera, por unos días él se convirtió en su pequeña y retorcida obsesión. Si bien en un inicio había estado seguro de que se trataba de su aparentemente sencillo juguete, aquél al que probar y hacer demostrar sus escasas cualidades, ¿cuánto no aumentó su sorpresa al constatar lo contrario?
Le había encontrado. A él. A su rival perfecto. Por primera vez, L tenía algo verdaderamente complicado frente a los ojos, un enigma que desentrañar. Su mente analítica se quedaba a las puertas del conocimiento, atisbaba la realidad para caer de nuevo en la ceguera. Y, de ese modo, aprendió lo que era la oscuridad y descubrió que ésta era incluso más luminosa que la certeza vacía, que la exactitud y que el frío de la victoria cuando los aplausos carecen de sentido.
No fue algo voluntario, ni siquiera buscado. Y, de hecho, se opuso, fieramente, como un corzo herido, pero el río de la vida acabó por arrastrarlo. La indiferencia analítica dejó paso a una extraña animadversión, aquella que jamás llegó a entender del todo porque, al mismo tiempo, algo en él le impulsaba a concertar una nueva cita cada día, a arrastrar a su reto a las proximidades de su existencia, al contorno de su corazón tapizado de esquirlas de hielo. Era, por supuesto, una cuestión de trabajo. Conocer al sujeto, analizar sus reacciones, conseguir un fallo por parte de él... ¿quién en la situación de L desconocía la teoría y el deber?
Y, sin embargo, la teoría y el deber quedaron relegados pronto a un segundo plano. L lo comprendió aquella mañana, frente a la taza humeante de té, con él sentado justo enfrente, tan cerca que le hubiera bastado alargar sus dedos para tocar aquel rostro en el que no había dejado de fijarse. En esos escasos minutos de conversación, en ese encarnizado debate dialéctico en el que cada cual buscaba el fallo ajeno, la superación del otro, L descubrió que las palabras de él sólo importaban porque brotaban de aquellos labios que, sin saber el por qué, habían empezado a fascinarle.
Era su reto. Su juguete. El desafío a su inteligencia analítica, pero la existencia no perdona a nadie, ni siquiera a los valientes, a los malvados o a los que se elevan por encima del resto de los mortales. El objetivo, el dinero, la fama, el deber... todo perdía sentido cuando él hablaba. Para L sólo existía su voz, sus gestos, sus ojos imposibles de escrutar fijos en sus pupilas vacías, esas pupilas a las que el frío y la soledad habían robado poco a poco la vida.
Las semanas se deslizaban con lentitud, mientras la presencia o la ausencia de él señalaban los distintos períodos de su existencia, que empezaba con cada saludo frío y distante, y terminaba con cada una de las despedidas en las que ambos se retaban con la mirada. Pero L sabía que en la suya tan sólo había cabida para una muda y quebrada súplica.


[Segunda parte del ya mencionado fanfic, algo muy sencillo, muy plano y escrito con rapidez en estos días donde tengo demasiadas cosas que hacer y pocos momentos de respiro, aunque reservo tiempo para lo veraderamente importante].

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