lunes, 9 de agosto de 2010

Porqués Cariacontecidos

Y la noche cayó por su propio peso, sirviendo de siete velos para tus besos.
Temblaban en el último instante de tu sol las alas muertas de una mariposa
que aleteaban hacia el horizonte, buscando porqués que nadie pudo darles.
Porqués de fuego, de escarcha, de tiempo.
Porqués rotos al borde del abismo, porqués que nadie espera, y que todos ansían.
Porque los porqués de la mariposa, son sólo proyecciones de sombra, que no existen, que no respiran, que sólo mantienen su melancolía. Honda.
Melancolía eterna de aguas celestes, oscuras, y de sangre quieta. Pero tu sol, ¡tu sol! De mil agonías rasgadas por el grito de lo inefable, por el susurro cálido de las noches de Arabia.
Arabia que fue arena en tu recuerdo, rascando y descascarillando los restos de tu cariño. Que cayeron en un balde, el balde del que bebió su hambre. Hambre de tierra firme, y de que todo fuera oasis.
Mas tú lo sabías, tú llevabas aquellas palabras grabadas en tu carne de diosa. Que no era siglo de oasis ni de aguas del Norte, sino de silente sed en un desierto de ausencias, donde ni la rosa blanca, ni la margarita impura, abrían sus pétalos a la luz crepuscular.
Y tú lo sabías, oh ladino susurrar del viento. Mientras me convencías que no era sino oasis, lo que faltaba en mi aliento. Y alentando, alentando en el alma, me condujiste a noches de sufrimiento. Más me diste también felicidad, mezquina hoja cimbreante con doble filo y doble verbo.
Y tú lo sabías, oh reír de las aguas del arroyo encerradas en el viejo cántaro de barro. Susurrabas palabras de oro y de ámbar, tintando de púrpura las huellas del tiempo en el retrato inmortal del espíritu. Dibujabas con tu mano de espigas y arena sobre mis palabras, aquellas que en tu nombre invocaban la más sublime de las decadencias.
Y tú lo sabías cuando, juez y verdugo, espada y cáñamo, te abatiste sobre mi esperanza. Otrora verde, otrora encendida. Otrora un rescoldo, una salida. Y la cercenaste, y la laceraste. Y bajo tu tacón se estrelló mi retrato. Esquirlas, sólo quedan esquirlas, de lo que un día he sido y he soñado. Esquirlas, sólo quedan esquirlas de polvo atormentado.
Y yo lo sabía. Certeza pálida de amanecer perdido en los desiertos de Libia, donde no existe sino sol y hambre de luna. Certeza de vientos escarchados, cristales de la cansada bailarina que yacen en el suelo, palabras grabadas en el perfume del terciopelo. Una noche de negro manto, pues yo lo sabía. Y no existe hoy sino penar y ausencia, silencio de sepulcros de cal hendido por la hoja fría de la muerte.
Y yo lo sabía, cuando, torpe y quizá cegado, me abandoné a tus brazos. ¿No comprendes que en ese momento, disfrutaba estando encadenado? Pero tú fuiste grieta, y fuiste halo. Fuiste despertar amargo. Y entonces mis cadenas tintinearon, y las vi, nítidas, tanto como mi desengaño. Y cayó la ceguera. Y se alzó el deambular desesperado. Y cayó tu imagen. Y se alzó un halo de alquitrán entreverado.
Mas eran de acero y de cobre, de metales templados en tus besos de anhelo. Ah, momento antiguo en que ansié tus ataduras y deseé encontrar mi ser frágil frente a tus ojos de gacela. Extiendo mi espíritu quebrado, cielo de estrellas y lunas contrarias. No vuelo. Mis palabras de idólatra adoran tu estatua, tu imagen de cordero falso entre ámbar y sangre. Son de acero y de cobre, de metales templados en tus besos de anhelo. Y, aunque respiro, no vivo si no es entre las cadenas áurea de tu pecho.
No vuelo, me arrastro. Y martilleo las cadenas de mi sino enamorado. No vuelo, me enfango y recuerdo las caricias que repartías con tus manos, sobre este cuerpo ya repudiado, ya desconocido, ya lejano.
No vuelo, sólo me arrastro, sobre trozos de cristales que mis ojos han llorado, sobre aguas de caudales que tu desidia ha descauzado. Ya no vuelo, mis alas bajo tus recuerdos, enterradas han quedado. Ya sólo me arrastro, lejos, donde no puedas oír mis llantos. Ya no vuelo, sólo me arrastro, mordiendo las rosas, al filo de tus porqués traicionados.

Nota final: Es la primera vez que hago esto. La primera vez que escribo una suerte de poema en prosa (o algo parecido) en compañía de otra persona. Ha sido un pequeño proyecto llevado a cabo con Moi, un increíble señorito al que conozco desde hace poco y que se ha ganado un lugar en mi espíritu de pergaminos viejos, teclados y musicalidades extrañas. Creo que no estaríamos compartiendo estos graznidos de cuervo míos y esos bonitos versos tuyos de no ser porque tú portabas aquella libreta violácea y yo, mi inseparable Moleskine. Qué casualidad, ¿no? He de decir que ha sido hermoso redactar de esta manera y que querré repetirlo, en breves.

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