jueves, 9 de diciembre de 2010

Nada, y la nada misma

Me tomas de la mano y me llevas más allá del río de esquirlas,
donde los helechos son cristales agudos
y el vacío pende como una espada sobre nosotras,
bajo aguas que acarician sangre de niños degollados
y bilis de carneros coronados de lirios.
Y juras por el tiempo, por la vida y por la historia.
Y lloras, con tu corazón de carne herida.
Pero a mí me duele este vacío en todo el cuerpo;
una extensión yerma y blanca
entre esencias impuras y gasolina quemada.
Me duele esta ausencia en cada tramo de mi piel,
esta ausencia del sentir que me arrastra y me doblega,
que me obliga a yacer entre olvidos más ciertos que la muerte.
Porque no basta tu calor para mi cruz humana,
ni tus palabras para mi alma de anhelos.
Porque no entibian tus dedos mis rosas marchitas,
ni siquiera al ser arrojadas desde las cimas ocultas.
Que río, que te busco, que gimo, que muero
entre tus brazos de sirena, amazona y náyade.
Por y para nada.
Pues es la nada la muerte misma,
y ésta me ha marcado con sus mil mariposas.
Déjame sentir, ¡déjame sangrar mi tristeza de lunas!
Déjame respirar lejos de mi aire asfixiante
y mata, muere, vive, eleva y cae.
Porque duele, duele, duele,
porque es aire denso y amarillo
que asfixia, hierve y quema, pero no rasga.
Aguamarinas de cristales rotos en tu mirada oscura.
Una vez más. Y basta.

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