lunes, 6 de diciembre de 2010

Blanco nuclear

Cuando el despertador inundó la habitación entera con su rítmico y molesto sonido, Alois llevaba ya casi dos horas lejos del mundo de los sueños. Y, sin embargo, nada en la estática posición de su cuerpo, en el lento ascender y descender de su delgado pecho o en la sonrisa que curvaba sus enrojecidos labios parecía advertir al común espectador de que se hallase despierto. Ni siquiera Arthur lo sabía. No. Poco importaba que sus brazos se enredasen en torno al flexible cuerpo de Alois, o que su pecho buscase el latido eterno en el del ajeno. No. La respuesta era una negación absoluta de la conciencia: así había sido, así era y así sería por siempre. Que los dioses les guardasen a ambos, pero en especial al desventurado.
Alois parpadeó un segundo y gruñó como un pequeño animalito al sentir el movimiento del cuerpo de Arthur, que se tensaba en el titánico esfuerzo de alcanzar el despertador y apagarlo antes de que el estridente ruido les arrancase por completo del sueño. Alois sabía que frente a sus ojos se entrelazaban las ilusiones blancas de auroras y, por eso, cuando la mano suave de Arthur viajó por su costado buscando la suya, procuró que no la encontrase. Un gesto quizá fuera de lugar, incluso cruel, pero cuyos motivos eran conocidos por Alois. Sabía de ellos demasiado bien.
-¿Quieres jugar? -La voz de Arthur fue apenas un susurro cerca de su oído. Alois negó lentamente. Le hubiera gustado pedirle que se callase, pero no lo hizo. Al fin y al cabo, el otro no tenía la culpa. Nadie la tenía y, aún así, todos se empeñaban en buscarla. Unos, se nombraban a sí mismos culpables en un egoísmo de planetas sin destino. Y otros, los más, le culpaban a él, con el índice farisaico alzado y el veneno rosado bajo la lengua bífida.
Arthur no dijo nada. Alois le sintió erguirse cuando él se sentó en la cama para alcanzar su cajetilla de tabaco y encender un cigarro. El olor familiar del humo invadiendo sus pulmones le calmó, como un emisario del suicidio lento y seguro en que había convertido su vida. Qué paradójico, ¿no? Se acercó a la ventana en completo silencio, sin mirar atrás, sin hacer el más mínimo gesto de buscar una sábana con la que cubrirse. Hacía mucho tiempo que había perdido el temor a la desnudez del cuerpo.
Jugaba a imaginar las formas que el humo grisáceo adoptaría, tal como de niño se había divertido pintando con brillantes colores el destino que, de eso estaba seguro, le aguardaba entre las esquinas contrarias de la existencia. Pero el azul marino, el naranja brillante y el morado intenso jamás habían sido más que eso: colores cuya pertenencia a la realidad no se revelaba más clara o más cierta que la de las esculturas de humo vacuo. Alois se había perdido a sí mismo hasta que no había quedado nada que encontrar y, entre los fríos riscos que rodeaban la cueva donde los ermitaños moraban, Alois trazaba ahora las últimas señales de lo que él había sido y ya jamás sería. Se construía a partir de cada marca sobre su piel y buscaba las manos del hombre para labrarlas, convencido de que lo creado por el ser humano podría traer a su espíritu el calor olvidado de la vida.
Qué equivocado estaba… qué terriblemente equivocado estaba. Los cinceles de carne no abandonaban más que rastros perecederos, y no había mundo ni cielo en la voz de las personas. Alois lo comprendía; no existía más que un instante puro, el último, el de las mil agonías contrarias firmemente enlazadas. Y, después, nada. Después tan sólo el arduo despertarse del día siguiente, después la luz del sol que hacía hervir el cianuro en las venas de cobre, después las manos extrañas en su piel marcada, después las promesas abandonadas entre dos rosas de cristal. La nada misma era la que le otorgaba la bienvenida con los brazos abiertos.
Quizá por eso prefería el frío de la mañana junto a la ventana entreabierta, antes que el cálido abrazo de Arthur. Quizá por eso sus labios, heridos de muerte y de arena, se apretaban con suavidad justa en torno al cigarrillo. Quizá por eso sentía esa pulsión del otro lado en lo más hondo de su pecho, como mil lirios recién florecidos que le llamasen y tratasen de seducir sus sentidos. Él no se dejaría arrastrar. Necesitaba de la vida para completar su búsqueda inconclusa de la quimera perfecta, ésa que le ayudaría a quebrar esquirla a esquirla los hielos que le rodeaban y que le mostraría la clara realidad: él no respiraba entre blancos metales y nieves finitas, sino que su mismo corazón había sido esculpido con agua helada y cieno. En cuanto el sueño traspasase la coraza blanca, todo terminaría. Era posible que eso buscase Alois con cada aliento, tal como la mariposa pálida ronda la llama de la vela hasta que sus alas prenden y su diminuto cuerpo se consume en un estallido irrevocable.


Nota final: Esto tiene que ver con 'Cause I feel like I'm the worst, so I always act like I'm the best... No hay demasiado que decir. Tan sólo que hace frío. Mucho, mucho frío. De ése que lo inunda todo, y no deja resquicio alguno sin recorrer, y no es de vida o de sangre.
La imagen pertenece a la genial película The pillow book.

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