domingo, 20 de noviembre de 2011

Miss you, Irish days

Recuerdo que te adelantabas dos o tres pasos. Canturreabas esto cada vez que tomábamos la curva suave en la carretera de Killiney. Entre el viejo colegio, las casas adornadas de abejas y violeta, y la montaña, y el castillo, y la promesa de la nieve. Tenías una voz curiosa, que parecía venir de alguna clase de árbol o del mar que se transparentaba entre las ramas, porque estaba hecho de cristal y nada podría romperlo. Yo creía, de verdad creía, que nada iba a romperte a ti, que ibas a quedarte por años -escupitajos a lo eterno- entre los paisajes verdes, los metálicos gruñidos de los trenes y el futuro trasnochado de una ciudad que aún no sabe de su pasado. De verdad lo creía. Y hoy sé que si yo vuelvo, que si yo retorno, que si yo me hago viento frío otra vez, tú no estarás allí.

Por eso evitaba abrazarte, porque sabía que no te irías y que tendría todo el tiempo del mundo para soñar nuestra infancia. Me equivocaba. Porque hoy sé que no volverás a masticar tréboles ni a abrirte el pecho con las conchas de la playa. Sé que ese camino será mi tumba; necesito hacerme ceniza para que me entierren bajo asfalto y cal. Y me gustaría esperarte en una de esas piedras; haber sabido antes quién eras y haberte llamado por tu nombre. Porque nunca he tenido hogar ni patria, y tú te ganaste a golpes y verdades mi aprecio. Te lo dije esa mañana entre la niebla -¿recuerdas?, esa mañana en que era tan pronto y tan tarde.

Pasarán años hasta que te vea. Pasarán, ¿qué sé yo? ¿Veinticinco meses? ¿Tal vez treinta? ¿Serán quizá cuatro o cinco los años? No voy a contarlos. No se me da bien echar de menos, pero puedes romper la regla. Odio que lo hagas y, aún así, no soportaría dejarte atrás. No ahora.

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