viernes, 11 de marzo de 2011

Puentes blancos

De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. El sabor viejo del pan de arroz jugaba en mi boca; detrás de mí, los viandantes corrían, se afanaban en su eterno transcurrir de cigarras y hormigas. Yo respiré porque no sentía la presión del tiempo; en realidad, ni siquiera tenía adónde ir. Sorprende lo dolorosamente libre que se siente una cuando se olvida de los relojes. Es como renacer, como resucitar; ¡sepulcros blanqueados!
A mis pies se extendía la ciudad entera: un remolino de brillos rotos de agua, un sinfín de geométricos caleidoscopios. ¡Y los coches! Soldados de un régimen sin líder, guerreros fieros de un mañana sin luna enrejada. Sí, al borde mismo del puente acerado, de cuero y de negro bajo las luces blancas, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. Conocí su belleza; la perfecta hermosura del sol que se apaga y se esconde para siempre, sol hecho de pecado y de molicie.
Los seres humanos amamos los cánones. Jugamos a ser Apolo y creamos en los acantilados de lo imposible un modelo, un koiné, una figura de mármol. El mármol es frío; las proporciones son frías y el deber moral se asemeja en gelidez a los glaciares árticos. ¡Malditas matemáticas! Jugamos a ser Apolo y arañamos espejos en un frenesí del que no descubrimos sino la piel desgarrada. Y, sin embargo, el ser humano es genuinamente imperfecto. Es oscuro. Es diabólico y divino a un tiempo. El ser humano cae, y es en su caída el más maravilloso de cuantos entes conoce el amor por el saber.
Descubrí la belleza de lo que está corrompido; llamamos corrupción a las manchas sobre el molde perfecto, a las gotas de sangre en el cristal de plata. ¿Por qué no va a ser hermoso lo condenado? ¿Por qué no tomar los temores humanos y alzarlos a los altares? La literatura, la verdadera literatura, no busca la proporción perfecta y la armonía escrita, sino la sangre y la carne, el alma de tierra. ¿Pasión? El frío es una pasión igualmente, cuando se convierte en arte. Pero, ¡cuidado! Pasión en su genuino significado, al igual que Eros y Thánatos unidos, fundidos, fruncidos en los faldones de una Historia condenada a la masculinidad.
En el fondo, siempre me ha dolido el peso de las estatuas. Oh, sí, el perfecto juego bíblico, la maravillosa declaración de universales principios que elude deberes, el sorpresivo elogio al sufrimiento gratuito. Eso no va a cambiar. Creo en las personas; eso equivale a decir que creo en lo efímero, en lo que está condenado desde su nacimiento, en lo sucio por las llagas de la existencia. Creo en las personas y en su imperfección, digna de la mayor de las odas. Creo en la hermosura de cada gota de agua derramada en la tierra. Creo en la verdad del barro, en la necesidad de mancharse las manos con su aliento y beber de sus pozas, para conocer el dolor y el más cortante de los placeres. No creo en la bondad, ni en la felicidad, ni en la perfección. No creo en la divinidad de oro; en todo caso, en la de oro hueco. Pregúntame si creo en el amor; será divertido. Creo en las personas.
De pie, al borde mismo del puente acerado, comprendí el más profundo sentido de la decadencia. No había mendigos bajo el arco, pero sí una muchedumbre de ratas abandonadas a su suerte en la metrópolis de la pureza, que se repite hasta la saciedad aquí y en todas partes, como la ilusión de espejos que describía Aldecoa. Oh, pobres, pobres mendigos disfrazados, víctimas de vuestra propia pobreza, orgullosos de la ignorancia de mármol, maquis de un símbolo que jamás os ha escuchado: ¡yo os maldigo!
Bendije a Dioniso. Reí, caminé. Bajé del puente.


Nota final: Dolorosamente real, sí. La imagen es Alandus, de Erwin Olaf.

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