viernes, 11 de marzo de 2011

El discípulo

Pablo tenía dieciséis años. Dieciséis años, un libro de poemas, una curiosidad por la terrena realidad del mundo y un secreto. Pablo llevaba dos astillas de cedro clavadas en el pecho, dos cruces de cielo atravesadas como las de la Dolorosa. Había una herida de cieno en el costado de Pablo, en la que mil y tres hormigas hurgaban, rascaban, bullían, buscaban. Había un poema de astillas y de costados en la frente de Pablo. Había dieciséis páginas rotas entre sus pezones encendidos.
Él te miraba y tú sabías de las espinas hundidas en su piel. Despacio, lenta, muy lentamente. El dolor del alma es un tormento que se ofrece frío. Sí, como puedes imaginar, frías eran también las piedras de la vieja iglesia, y fríos los bancos, y frío el corazón del anciano sacerdote. Los cánticos y el chirriar del órgano se perdían en una cúpula sin nombre, adornada por ángeles desvaídos, sin sexo, sin vida en sus ojos glaucos. Pablo levantaba la mirada para verlos, pero la luz divina le cegaba. O, quizá, se trataba de los rayos del sol; no puedo saberlo. Ni siquiera él lo tenía demasiado claro.
Las beatas rasgaban las cuerdas de los gatos al pasar las páginas de sus pequeños libros forrados de piel, rápidas y agudas. Sabían de padrenuestros, de avemarías y de salmos. Sabían de infiernos y de pecados. Sabían, y en esto eran expertas, de la infinita ira de Dios. La habían sufrido en sus carnes, ¿no era así? Un hijo muerto. Una cosecha perdida a causa de la escarcha. Un dolor agudo en el vientre, que crecía y se agarraba a los pulmones, que se bebía la vida no aprovechada con la premura del visionario y el náufrago.
Pablo también sabía de la ira de Dios. Pablo tenía dieciséis años y un secreto. Sí, puedes creerme: un secreto. Un secreto que se le atravesaba en la garganta y le quemaba, que le impedía atacar las patitas de los ratones. Respiraba humo amarillo y soñaba los negros sueños de las cámaras de gas, adormilado durante las plegarias del mediodía. Y, cuando el señor cura se daba la vuelta para internarse en la sacristía, se dejaba llevar por el terrible atrevimiento de abandonar su lugar en el banco. Resonaba el órgano en la iglesia entera, con notas de juicio y de espera. Y Pablo se estremecía, como si le hubiesen arrancado la túnica de monaguillo y expuesto en el mismo altar, como si hubiesen escrito con veneno de verdades el secreto en el medio de su frente. Caín.
Él no había pedido ser Caín. Con el corazón escurriendo en sus dedos blancos, avanzaba entre las filas de muebles, entre los ribetes de oro, entre las estatuas vacías. Siempre se arrodillaba frente a la misma imagen, la que menos fieles tenía. La sangre del Cristo era cierta; sus labios dibujaban un gesto de éxtasis, de sufrimiento o de vida. Pablo no lo entendía, pero le bastaba mirar. Unir sus manos, cerrar los ojos y rezar. Bajaba la cabeza y, a veces, miraba de reojo las elegantes botas de Marina, la gentil soltera que poseía una tienda de perfumes. Unas botas altas, negras, de fino tacón aguzado, como la lágrima de un ángel que se hubiese estrechado hasta lo imposible, hasta convertirse en la lengua de Lucifer. No, él no había pedido ser Caín.


Nota final: Otra imagen más para Estatuas de Barro. Imagen del gran Jean Cocteau.

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