martes, 5 de enero de 2010

Ella oraba

Los agonizantes rayos del sol se derramaban, aún en todo su orgulloso capricho, sobre la superficie de mármol, arrancándole fugaces destellos de hermosa piedra que jamás se entrega a la vacuidad. El viento, todavía suave, todavía firmemente dominado por la brida de un dios que no existe, hacía ondear fugazmente la seda translúcida, de cuando en cuando señalada por los pétalos que se precipitaban desde las elevadas flores. Flotaban un instante, meciéndose suavemente en el aire, y después seguían su camino hacia el suelo.

Ellos sabían, como también lo sabía Layla, que cuando se elige un camino es imposible renunciar a él y que, si el destino toma una decisión, en pétrea realidad es grabada ésta. Y así como caían los pétalos, sin dolor ni tristeza, así ella se ungió esa tarde con mirra y aceite, así vistió su esbelto cuerpo con la más hermosa de las túnicas y así sostuvo las ofrendas frente al altar de mármol. Serena a imagen de la estatua de la diosa que honraba, humana en la rotundidad de su hermosura y el brillo ambarino de sus ojos.

Como cada día, alzó los brazos al cielo y oró. Oró a quien no oye y, sin embargo, escucha. Oró a quien no tiene pan y, sin embargo, come. Oró a quien no ve y, sin embargo, mira. Oró a quien no ansía y, sin embargo, ama. Oró a quien no tiene voz y, sin embargo, clama. Oró a quien no existe y, sin embargo, es.

Oró. Sus cabellos castaños se mecían suavemente, al igual que sus ropas blancas, adornadas con los pétalos que no dejaban de caer y que sobre ella se derramaban como signo de una silenciosa promesa. Los ojos cerrados, los brazos hacia el cielo tendidos y su cuerpo arqueado, tenso y al tiempo armoniosamente tranquilo. Un sueño. Un delirio. Una vida trazada con letras de sangre sobre el mármol.


Layla no escuchó los tambores, tampoco el entrechocar de espadas, o los vítores de una humanidad que oculta su miedo matando. No fue consciente del intenso crepitar de las llamas, que lamía como un cruel amante las cercanías del templo. Troya. Tebas. Roma. Y esa época que cae, que muere, que grita y sabe que su grito se desvanecerá en un río de fuego y desolación. Mas Layla nada de eso pudo oír. Ella tan sólo oraba con sus brazos alzados hacia el cielo.

Un instante. Un instante y las estatuas de mármol se quiebran en el suelo. Un instante y las sedas caen ultrajadas. Un instante y las flores se desvanecen en las llamas. Un instante y el silencio muere en los brazos del odio. Un instante y se tiñe de bermeja sangre el hogar de la diosa, que es la risa del niño, el alma de la mujer, la sonrisa del hombre, el pensamiento elevado sobre la tierra y el más certero amor a las personas.

[Extracto de mi novela en proceso]

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