Esta tarde de lunes con tintes de domingo, tras visitas a Fellini y raras tristezas de cristal, he retornado a mis recuerdos del reciente viaje a Irlanda y desempolvado las anotaciones tomadas en la Moleskine. Me gusta regresar a estos escritos llevados a cabo en momentos mágicos, en lugares mágicos, perdida en mi mágica soledad. Dublín ha sido exactamente lo que necesitaba como culmen para mi viaje interior. Ha sido arte, y ha sido amor de aire, y ha sido inspiración, y ha sido historia, y ha sido humanidad, y ha sido cultura, y ha sido vida. Creo que nunca había aprovechado tanto una visita a otro país.
Diez de la noche, tras una mágica visita a la Biblioteca Nacional, la Galería Nacional, mil tiendas, un plato de pasta exquisita y una estatua eterna.
El púrpura es un color fascinante porque representa el erotismo, la muerte y la piedad cristiana. Quizá sea cosa del subconsciente, quizá de la razón de Freud, pero me fascina. Definitivamente, siento.
En un banco de la iglesia del campus de Cork, entre vidrieras de Harry Clark, mosaicos en latín y palabras japonesas. Uno de los lugares más hermosos y sugerentes que he visitado.
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