miércoles, 29 de junio de 2011

Enciérrame

Las palabras son cárceles necesarias. Se hacen flores marchitas en tu boca. Fluyen de mis dedos y pervierten una realidad creada, condenada a repetirse. Ni siquiera los senderos iguales bastan, porque todo es espejo de espejos. Cada letra se torna una condena. Cada sílaba, una sentencia de muerte a la existencia. Las palabras son cárceles que atrapan la realidad, que reducen el juego de la vida a una relación científicamente bimembre. Repulsiva. Las palabras son nuestra daga contra la muerte. Una espada de dos filos. Y Damocles se nos bebe desde dentro.

La realidad no existe sin las palabras porque no tiene entidad sin ser pensada. El hombre es anterior y posterior al hombre. El hombre es una paradoja exacta y vuelta del revés. Negar la existencia es caer. Quizá resulte lo más deseable. Negar la propia humanidad requiere palabras. Ser libre requiere palabras. Las palabras son cárceles necesarias, luego ser libre se torna el valiente acto de cargarse de cadenas. Delimitamos, parcelamos y conocemos por medio de las palabras. Las juzgamos amigas; no las vemos de aire, no las vemos cálices llenos de cicuta que se escurre entre labios abiertos. Asesinato.

Necesarias. ¿Necesarias? Como las normas sociales. Previas -pro, proto- al mismo concepto de norma. Ácidas, siempre ácidas. Como el dolor o el placer. Como la vida. Asesinato. Sin palabras no somos sino animales temerosos abocados al fin. Nos quedamos sin instinto y sin razón. Nos hacemos barro primero y nos negamos sin negarnos. Porque el mayor valor de la nada es su certeza de ser nada y su búsqueda ciega del éxtasis tembloroso. Inmolaciones. Las palabras son cárceles necesarias. Nos hacen libres.

Atrapan la realidad. La capturan y la tergiversan. La crean. Son, en realidad, instrumentos en nuestras manos inexpertas. Son las pobres cabezas de turco de la intolerancia. Son los juguetes de un niño grande. Son los escudos de la confrontación y las espadas del odio. El impulso disfrazado. Máscaras. Construcciones. La interculturalidad se convierte en un mito derrotado por la naturaleza humana. Piedra sobre piedra. Y cae. Siempre cae. Qué terrible y qué exquisito.

No hay una única fuerza. No existe un verbo igual. Cae. Siempre cae. Son juegos de semiótica. Artimañas del demonio que llevamos en lo más profundo de nosotros mismos. Porque es en la brecha de la luz, en el lazo ambiguo de lo oscuro, donde florece el impulso. Impulso, acción, reacción. Latido. Pensamiento. Y una construcción suicida en nombre de la palabra. Una paradoja sumergida. Real. Mucho más real que la realidad misma.


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