domingo, 6 de febrero de 2011

Un corsé, dos rosas y tres velas para el demonio

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Un silencio frío se extendió entre ellos. Alex se llevó la mano a los labios y rompió a llorar sin un solo sonido. No entendía por qué estaba llorando. Sus ojos iban de la ropa a la figura de su Amo, tan elegante como siempre, y de su Amo a la ropa. Quería ponérsela. Ah, cómo lo deseaba. Quería presumir con las medias bordadas delante del hombre a quien pertenecía, y postrarse a sus pies, y dejar que le azotase con la fusta hasta que no le quedasen ganas de pensar en rebelarse. O fingir que se rebelaba. Quería besarle las elegantes botas para demostrarle lo agradecido que estaba y, después, cuando toda la escena acabase, acostarse a su lado y confesarle que había sido el mejor cumpleaños de su vida. Pero sólo acertó a llorar en voz baja, sin atreverse a mirarle o a decir nada más.
Recordaba demasiado bien a su padre. Sí, ¿cómo iba a olvidarlo? Sus gritos cuando le había descubierto se le habían grabado en lo más hondo. El dolor -qué diferente era el dolor placentero del dolor que dejaba regustos amargos- al quedarse solo en su habitación, con el cuerpo lleno de moratones. Él no había querido hacer daño a nadie. Él no había querido ofender a Dios, ni a la Iglesia, ni a ese Generalísimo del que tanto hablaba su padre. Pero nadie le había entendido. Alex había corrido a las habitaciones de su madre y se había probado casi religiosamente sus vestidos. Se había calzado sus zapatos. Se había pintado las infantiles mejillas con mucho colorete y se había mirado al espejo. Sólo tenía nueve años y el dolor de una Primera Comunión hecha con traje de niño le pesaba. Había sido una carga muy grande, pero, en esos momentos, cubierto con el vestido de verano de su madre -flores rojas y verdes, como las de Lorca- se había sentido libre. ¡Libre! Se había reído. Había ensayado, incluso, un movimiento de brazos de sevillana, orgulloso. Y, en ese momento, había llegado su padre.
Alex bajó la mirada, avergonzado de sí mismo. Los chicos no se ponían vestidos. Los chicos no se maquillaban. Los chicos jugaban al fútbol, llevaban pantalones y lanzaban piropos a las muchachas. Los chicos se ufanaban de sus formas varoniles, se peleaban en el barro y escribían sobre la guerra. Y él se consumía de repugnancia cada vez que se miraba al espejo y descubría un cuerpo que no había pedido. Cerraba los ojos, como si aquella ‘cosa’ que colgaba entre sus piernas fuera a desvanecerse por ello, como si su pecho plano fuese a redondearse mágicamente o sus estrechas caderas estuvieran a punto de tornarse fecundas. Qué guapa estás, Alex. Su reflejo se reía dolorosamente de él. Acababa comprobando que de sus propios labios brotaba la risa; escarchada, rota en pequeñísimos pedazos. Como él mismo. No era nada: sólo una sombra entre sí y el no, un pelele sacudido por el viento, un juguete de un dios que le había vuelto la espalda.

[...]



Nota final: Esto es un extracto muy reducido de un regalo de cumpleaños para una amiga, que escribí con todo el cariño, aunque no sean mis registros habituales. Creé a Alex en base a Alessandro, un personaje de mi De Profundis. La salvedad es que Alex -Alejandro o Alexandra- se siente mujer y ni siquiera sabe lo que está sintiendo.

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