domingo, 13 de febrero de 2011

Michel

Y salí del espejo, hacia una galería del colapsado cementerio.
Un pájaro esmeralda y parlante se posó en un arbol esmeralda y cantó:
'Eres un hombre. Eres un hombre. Y además, estás viejo'.
'En el camino desolado donde los sagrados dioses y viajeros van y vienen,
¿no son todos los seres míseras prostitutas?'
A voz en cuello gemí en la tarde esmeralda.

Era frecuente verle en la última mesa del Joyce’s, con el cigarrillo a medio consumirse entre los dedos y el libro de poesía apoyado en el regazo, abierto como los lirios que se desgarran frente a las amapolas. Ante él, una taza de té humeante. A veces, té rojo; otras, de melocotón. La regla era que tuviese un tono rojizo o anaranjado, semejante al de la vida y al de la sangre. Casi siempre bromeaba al respecto. Beber sangre, emulando a los vampiros, era la mejor manera de ganarse un sitio en una comunidad de falsos freaks, de fanáticos de telenovela gótica, de eternos adoradores consumistas. Espera, me equivoco. Michel no bromeaba. Nunca lo hacía. Tenía mucho más interés en su cigarro a medio consumir y en su libro de poesía, que bebía versos de días y noches.
Michel no vestía a la moda, ni necesitaba hacerlo. Le recuerdo con sus pantalones oscuros y sus camisetas escritas en hebreo, con sus chaquetas de hace un siglo y sus cazadoras de piel. Decía que el hebreo, una lengua numérica, superaba con creces al latín y a los tristes idiomas germanos. Supongo que le hacían gracia los fundamentalistas, los fanáticos y los religiosos. O, quizá, simplemente necesitaba jugar los juegos de la probabilidad y los supuestos. Equivocarse siempre, sin caer jamás. Ensayo y error sin vacíos, ni emociones, ni dolor.
Y no era cosa de que el dolor le disgustase, pero él se lo buscaba, cuando quería y como quería. Una media sonrisa le iluminaba siempre el rostro; tú le mirabas y sabías que jamás podrías hacerle daño. No, no era para ti. No era para nadie. Jake presumía con demasiada frecuencia de llevárselo a la cama cada sábado, pero yo sabía la verdad. La terrible verdad. Michel no era de nadie. Michel se pertenecía a sí mismo, y con eso le bastaba. A todos debería bastarnos.
Había hambre en los ojos de Michel. Era Tántalo con la garganta quemada de sed, extendiendo los brazos hacia las granadas abiertas y las rosas secas, marchitas, heridas de muerte y azucenas. Sentado allí, el cigarrillo ya consumido y el libro abierto, sonreía al aire con la esperanza de seducirlo. Y tú te acercabas; yo también lo hacía. Michel tenía el magnetismo de los desesperados que no desesperan por nadie. Bebía su taza de té en silencio y leía en voz alta. Le daba igual que te rieses de sus afanes poéticos. Le era indiferente que mirases con un gesto extraño el girasol o el jacinto que adornaban su solapa. Le importaba demasiado poco que llorases nubes y cielos a sus pies. Realmente no significabas nada para él; yo tampoco. Los dos le amábamos, quizá porque él no nos amaba a nosotros.
Le gustaba el sexo. Mucho. No había tabúes para él, ni mentiras, ni oscuros recovecos de condena. Le gustaba lo oscuro si se oponía a la luz de los sepulcros farisaicos o las túnicas de los inquisidores. Le gustaba la mente de las personas y estaba convencido de que podía explorarse, dominarse y transformarse. Le gustaba gustarse. Le gustaban los espejos iguales, los besos que sabían a vodka y las despedidas. Sí, disfrutaba especialmente de las despedidas. Acabar, cerrar, quebrar, terminar, finalizar. Jamás empezar. Eso era para otros.
-Sí, sí, sé que prometí no hacer lo mismo que él -me dijo un día con una sonrisa de agua-. Pero, ¿qué quieres? Yo antes era como tú, y me iba bien. Supongo que me iba bien, ¿qué más da? Soy quien soy ahora. No, no me importa lo que tengas que explicarme. ¿Un monstruo, dices? Quizá un hacedor de paradojas y contradicciones, un maestro de las lunas y un aprendiz del destino, un perfecto mentiroso que odia las mentiras -se rió y apagó el cigarrillo con un gesto elegante-. Vamos, no pongas esa cara. Sabes que, en el fondo, ni siquiera te importa. Plaudite, amici, comedia finita est.
Tú lloraste. Yo también lo hice. Y él pidió otra taza de té, encendió un cigarrillo y prosiguió su lectura.


Nota final: La imagen es un gran trabajo de Cocteau. En cuanto al texto, lo escribí muy tarde, extrapolando un personaje de otro relato. Michel siempre tiene un valor misterioso en lo que escribo. Surgió mientras leía una antología de poesía, al encontrar el poema del autor japonés Mutsuo Takahashi que inaugura este artículo. Me gustan esos versos y, a día de hoy, no sé todavía por qué.

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