jueves, 30 de septiembre de 2010

Oros marchitos

Y desde sus rostros cenicientos, la Muerte me habló
con su voz de pasado y presente
Me dijo, ‘Contempla’.
Y contemplé. Y conocí
la más perfecta perversión de la existencia humana
a través de espejos antiguos.
Clamé entre mármoles y oros,
y busqué la fe en los ecos indiferentes
de millones de túnicas blancas ennegrecidas por el humo.
Arañé los muros de rubíes
y encontré vida en el corazón de las piedras.
Había una extensión como de carmines atardecidos
y una multitud, enorme, a tus pies de cedro y plata.
Gritaban y se postraban.
Creí -de veras lo creí -, que eran
una exquisita unión de idólatras
bendecidos por la mano generosa de la estrella.
Sagrados en su devoción vacua.
Pero no. ¿Me oyes? No.
Recuerdo sus rostros cenicientos
y sus finas patitas de barro,
sobre las que realizaban danzas imposibles
Se acercó a mí un hombre y me tendió una máscara
y yo la besé, y la tomé, y la puse sobre mi piel.
Y no había sino silencio tras la máscara,
y silencio en sus rostros cenicientos.
Desde lo más profundo de su ser
elevaban el grito mudo al señor.
Domine, Domine, decían.
Y el sonido reverberaba en los mármoles y los oros.
La Muerte me dijo, ‘Sígueme’.
Y la seguí, y me mostró la belleza atrapada en el ámbar.
Pero he aquí que los huesos de la Dama
se reflejaban en los ojos cegados.
Y al preguntar yo por la pétrea naturaleza de aquellas pupilas,
las estatuas se estremecieron un instante sobre el pedestal
y me negaron cualquier visión ajena al sufrimiento.
Pero, ¡ah!, ¡ah! No era hermoso.
¿Qué no? Que no. Que era tan sólo de fin,
y no había sol, ni vida, ni luna, ni muerte;
no había nada en sus ojos de páramo y ausencias.
Ellos se arrodillaron y se golpearon el pecho,
y rasgaron la piel de un muchacho en los altares del odio,
y quemaron las imágenes del pecado en frenesí oscuro,
y desgarraron los olorosos pétalos manchados de violeta.
Yací, a los pies de las estatuas viejas,
mi regazo cubierto de pétalos marchitos.
Y ellos retornaron a su sangre estancada e impura
y a sus cánticos ocultos en los enigmas del lenguaje.
Y juro, mon amour, que en sus templos de mármol,
y en sus escrituras de arábigos oros,
tan sólo son bellas las humildes y desdichadas flores.


Nota final: Escribí este texto después de una visita con una persona de otra cultura a una iglesia católica. Con paciencia, expliqué el significado de las palabras latinas, la historia de Jesucristo y la vida que se escondía tras las efigies de los santos. Me senté en uno de los bancos y, entonces, olí el perfume suave de los lirios y las rosas. Descubrí que lo único vivo, hermoso y cierto eran aquellas flores. Y eso, por alguna extraña razón, me tranquilizó.

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