jueves, 1 de julio de 2010

Utopía

[Extracto del relato que terminé hace un par de días. Y repito: tan sólo es un extracto]

El reloj se había detenido. Las cinco de la tarde. El tiempo parecía haberle hecho merecedor de la cruel paradoja de la eternidad; él, convertido en dios poseedor de la inmovilidad en aquel mundo veloz. Jean se rio e, instantes después, rompió a llorar. Se sintió patético. El férreo control emocional y la más intrínseca disciplina le condujeron a una triste realidad de sables. Rozó con sus dedos el espejo y se rio en voz baja, uniendo el llanto y la alegría en una misma estatua de cristal quebrado. Como Eros y Thánatos, que se fundían en un paroxismo último. Se sorprendió al recordar tan antigua fábula, mito y certeza.
Parpadeó. Una, dos, tres veces. Y, esta vez, constató que no necesitaba gafas. No se trataba de un adelanto tecnológico, de una herramienta o de uno de esos excelsos bienes de los que su capital le hacía merecedor. No se trataba de su felicidad pautada y encerrada entre los cuadraditos de una hoja de papel llena de fórmulas y complejas ecuaciones. Nada y todo. Jean apartó la mirada. Había pensado. ¡Había pensado! Quizá fue el brillo repentino de sus ojos, brillo de locura y certeza, lo que le impulsó a ignorar sus propias pupilas. Lo que le hizo temerse.
La melodía de Liszt continuaba desgarrando nota a nota el aire de la habitación. En un arranque de furia, los ojos anegados de lágrimas y un rictus a modo de sonrisa en sus labios, Jean se arrojó sobre el piano que se hallaba al fondo de la estancia. Su mirada vagó al reloj. Las cinco de la tarde. Suspiró, tranquilo. Por unos instantes, se atrevió a creer que la vida era suya y que, más allá de la máscara que el espejo le había mostrado, existía un destello. Sí, eso debía ser. Bastaba con revivirlo. Bastaba con permitir que los dedos helados de los cadáveres arrancasen la pintura que cubría la porcelana, para que, más tarde, esos mismos dedos, ya cálidos gracias a la pulsión de la vida, rompiesen en pedazos el cristal chino. Apartó de un manotazo las carpetas repletas de papeles que reposaban sobre el instrumento e hizo que el busto de Aristóteles se estrellase con un sonido sordo en el suelo. Después cerró un instante los ojos y se permitió regresar a una niñez lejana. Pensó en aquellos días en los que la música se revelaba falsa herramienta y vida, en los que el sonido poseía la facultad de arrancar los gemidos, las sonrisas, las lágrimas, los gritos encerrados en su espíritu, convirtiéndolos en la incompleta expresión de lo inefable. Liszt. Las manos de Jean arrancaron los más excelsos sonidos al piano, alcanzando la calidad de los mejores artistas europeos sin grandes dificultades. Pero, ¡ay! A medida que sus dedos viajaban con velocidad sobre las teclas y la música inundaba la habitación eclipsando la del tocadiscos, la furia de Jean aumentaba, teñida de una angustia terrible. Su interpretación rozaba la excelencia técnica, mas él sabía -sentía- que su vacío se reflejaba en cada una de las notas. Horror. Había convertido a Liszt en una segunda máscara que, con cada vuelta y cada acorde, se tornaba más tristemente frágil. Le pareció la peor de las perversiones, el más grande de los desvíos en esa existencia de senderos bifurcados y ocultos.
Se apartó del piano como si las teclas pudiesen quemarle los dedos. En el suelo yacía el busto de Aristóteles, roto y rodeado de papeles escritos en inglés, japonés y alemán que le recordaban sus obligaciones. Las cinco de la tarde, todavía. El tiempo era suyo. Se acercó al tocadiscos, y lo pateó con fuerza, intentando, quizá, acallar la excelencia lírica de la pieza para piano o el susurro oculto de la aguja, ahora claramente perceptible. Parecía chirriar dentro de su mente, como millones de ratas que amenazasen con roer su máscara y alcanzar su espíritu muerto. Jean gritó y volvió a patear el mueble de madera, buscando con ello silenciar la música y arrojar la perfección humana de Liszt a sus pies. Miró el reloj, de nuevo. Las cinco de la tarde. Con paso sereno se acercó a la ventana y encendió otro cigarrillo. Le había dicho a su esposa en más de una ocasión que abandonaría el perjudicial hábito del tabaco. Esta vez, se prometió a sí mismo que sería el último.
Nadie entendió, ni siquiera yo misma, el motivo por el que el cuerpo de Jean Delacroix se estrelló, a las cinco y cuarenta y cinco de minutos de la tarde, contra el pavimento de una de las más grandes avenidas de Berlín. Dicen que, escondida entre sus ropas, dormía la vieja aguja de un tocadiscos con una palabra pintada. La ignoro.


Nota final: Este texto debe ser leído con la Rapsodia número 2 de Liszt a modo de acompañamiento, por ser la música a la que se alude y que me ha servido de acompañamiento durante la redacción. ¿Por qué Liszt? Había pensado en Beethoven o Tchaikowsky, pero este compositor me trae recuerdos interesantes y me hace pensar en una novela que debería releer, aunque ahora y no está en mi biblioteca. Quizá sea mejor así. Y quizá nadie pueda entenderlo, pero no importa. ¿Las cinco de la tarde? Hoy estoy lorquiana, señores.

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